sábado, 26 de noviembre de 2022

Hay un elefante en la habitación

¿Te ha pasado alguna vez que has entrado en una habitación y te has topado de bruces con un gigantesco elefante que te miraba a los ojos, mientras la gente paseaba a su alrededor como si nada? A nosotros, continuamente. Cada vez más. Y es una sensación desconcertante. Porque no sabes si mirar para otro lado y ponerte a silbar tú también como si nada, o si tratar de hacer ver a los demás que allí hay un paquidermo inmenso, aunque haya pasado desapercibido. Pero, ¿y si resulta que se han dado cuenta, y simplemente lo ignoran? ¿Y si prefieren hacer como si no existiera, por alguna extraña razón que se nos escapa?

Hay temas que es mejor no tratar. Sobre todo en los tiempos que corren. Son como ese proboscidio de trompa gigante, que no cuadra en medio del salón, pero al que ignoramos con obstinación. Quizás porque antes que él, ya pasaron unos cuantos gatos a los que no les quisimos poner el cascabel. Y entonces, para qué molestarse.

gkhaus en Pixabay

Cuando mi madre enfermó y los augurios de todos los médicos eran tan negros, el elefante en la habitación era enorme. Se llamaba "muerte". Y es un elefante gigantesco que nadie quiere ni mentar aquí en Occidente, vaya que se presente antes de tiempo. Cuando es absurdo. Está allí. Delante de nosotros. Contemplándonos. Como siempre desde que nacimos y entramos en esta enorme habitación que es la vida. ¿O acaso se nos había olvidado que si vives morirás? ¿Que todos pasaremos por ahí? ¿Y que no estaría de más hablar de ese elefante para vivir ese trago con más normalidad, como una fase más de la vida, con menos sufrimiento e incertidumbre? Porque no somos adivinos. Y quien se queda, debe lidiar con lo que deja el que se va, incluido su propio cuerpo y sus posesiones. Menudo "regalo" es a veces todo eso, entre "seres queridos", generando trifulcas bienintencionadas (o no) entre quienes se quedan. Simplemente por no haber querido hablar a tiempo del dichoso elefante.

También hay elefantes casi transparentes o incluso invisibles en los dormitorios de muchas parejas y matrimonios. Elefantes de incomprensión, de malentendidos, de apoltronamiento, de aburrimiento, de desidia. Y prefieren mirar para otro lado y guardar silencio sobre ellos, por miedo a lo que diga el otro, o a descubrir que se han convertido, quizás, en desconocidos. Hasta que resulta demasiado tarde ya.

No sólo hay elefantes privados en los salones de nuestras casas particulares. Los hay también enormes en las enormes salas de la vida pública. Y lo peor es que no hablar de esos paquidermos se convierte en dogma, siendo señalado y vilipendiado aquel que osa hablar del susodicho bicho. Así, si se te ocurre decir que hay un problema con la inmigración, aunque sólo sea por cuestiones socio-económicas, porque eres testigo de ello en el colegio de tus hijos, o porque lo has visto en los choques entre bandas de tu barrio, puede que te digan que eres de esta ideología o de la otra. Pero ¡oiga! Que yo sólo estoy contando que estoy viendo ese elefante, dice, por ejemplo, Juan Soto Ivars. Pues no. Ese elefante no existe. Y si lo mencionas, dicen que estarás blanqueando a la ultraderecha o al fascismo. Cuando precisamente es todo lo contrario: si no hablamos con normalidad del problema que ese elefante de la inmigración representa, como si la convivencia entre culturas fuese idílica, lo que hacemos es dar toda la cancha para que luego lleguen los oportunistas, populistas e "istas" de todo pelaje y condición a señalar el problema, y con él la solución, por muy absurda y loca que sea. Pero como han sido los únicos que se han atrevido a sacar el tema, a riesgo de ser insultados por ello, mucha gente, que también veía y se callaba el problema, se sentirá identificada y "comprarán" la absurda solución que apunten, porque es la única sobre la mesa. Cuando lo que deberíamos estar haciendo es hablar del elefante sin complejos, y discutir sobre las muchas soluciones que podrían plantearse, en lugar de dejar que la única solución parezca ser la de los únicos que se han atrevido a hablar del elefante.

También hay elefantes enormes en la búsqueda de la verdad en nuestro sistema de convivencia. Un sistema en el que los medios de comunicación y las plataformas de las redes sociales están en manos de unos pocos. Polarizando opiniones a su antojo. Dividiendo para vencer. Ocultando o manipulando la verdad por intereses espurios. Hasta que, de repente, y casi por casualidad, un "outsider", David Jiménez, un simple reportero de guerra, es elegido para sorpresa de todos, nada más y nada menos que Director del periódico El Mundo. Y le toca vivir en primera persona lo que el resto de los mortales a pie de calle intuimos: privilegios, presiones, tergiversación de la verdad, manipulación de millones de personas por parte de unos pocos, mercadeo para conseguir el dinero de la publicidad...Su idealismo y lo que había vivido en tantos conflictos por todo el mundo le llevan a intentar defender lo indefendible hoy: la verdad y la independencia. A describir ese elefante. Pero contrastando su visión con los propios lectores del periódico en los kioscos, se da cuenta, consternado, que no quieren que les cuenten lo que "los suyos" hacen mal, sino sólo lo que hacen mal "los otros". Vamos, que no les venga con historias de elefantes, y que les cuente sólo lo que reafirme las creencias e ideologías que ya tenían. ¿Cómo contar la verdad con independencia si tus lectores no van a comprar tu periódico si lo haces? Menudos dilemas traen estos elefantes. Y a menuda encrucijada de polarización y división nos aboca esto, si hemos decidido no escuchar al otro, y sólo recibir el trocito de verdad (o de mentira) que nos enfrenta más a los que no opinan igual. David acabó siendo no sólo expulsado del periódico, sino condenado al ostracismo por todo su gremio. Hasta que su tenacidad le llevaron a defender su libertad de expresión primero, a hablar después del elefante sin tapujos en un libro que ha resultado ser un super-ventas, y a preparar incluso ahora una serie de televiisón sobre su experiencia.

Esta semana también va de estos elefantes. Ha habido otro inconformista, que si no ha sido despedido ya de su programa de Radio Nacional de España, poco le quedará. Se trata de Aarón García Peña, director del programa "Poesía exterior". Hace unos días explicaba el poema "Los cobardes" de Miguel Hernández, enumerando los acontecimientos sucedidos en la pandemia, carentes de sentido, de lógica, de justicia y hasta de moral. Y cómo, a pesar de todo ello, "tú, poeta, permaneciste callado". Fue un valiente alegato sobre otro gran elefante de estos tiempos, sobre el que millones de personas prefieren no hablar. El programa ha sido ya censurado de la web, aunque como lo imaginábamos, lo descargamos y lo puedes oír aquí. Y pone de manifiesto el proceso que muchos están viviendo. Algunos se nos han acercado en los últimos meses, atreviéndose a mencionar tímidamente ese elefante:

"¿Sabes que creo que lo de los trombos de mis piernas, al final ha sido por la vacuna?"

"¿Te puedes creer que parece que lo del corazón y el marcapasos, puede haber sido por la vacuna?"

"Me da la sensación que en la reactivación de mi cáncer ha tenido mucho que ver la vacuna, ¿sabes?"

"¿Sabes que parece que se está confirmando que lo de mi regla sin parar durante un mes puede deberse a la vacuna?"

Son demasiados elefantes silenciados en nuestras vidas. No poder hablar de ciertos asuntos por miedo a ser etiquetado de esto o lo otro. Sobre Ucrania y la concurrencia de culpas. Sobre los feminismos que nos rodean y que se enfrentan. Sobre la crisis climática. Sobre el "Black Lives Matter"...Tantos elefantes ignorados y suplantados por verdades oficiales, sea de gobiernos o de medios de comunicación. Y millones de personas tragando, tragando, tragando...Y los elefantes dando vueltas en la sala, mientras tanto.

En casa se han acabado los elefantes invisibles. Estamos ya hartos. Los más hartos: nuestros propios hijos. Y eso nos ha llevado a romper con las ideologías. A dejar de votar a quienes votamos, o quizás no votar a ninguno, ya veremos. A dejar de leer los periódicos que leíamos, a escuchar las emisoras que escuchábamos o a ver las cadenas de televisión que veíamos. Nada de apoyar o silenciar algo porque lo diga "fulanito o menganito". Porque algunos se creen muy progresistas, hasta que se les ve el plumero imponiendo sus verdades o acallando las de los demás, cual dictadores. Nuestra realidad la construimos nosotros. No un "tipejo" o una "tipeja" desde un atril, un micrófono, un púlpito, un sillón ministerial o el boletín oficial del estado. En casa, no hay elefante pequeño al que no examinemos de arriba abajo, cada vez que se nos cruza, sea donde sea. Y eso inmuniza contra la manipulación. Y también contra el miedo.

Visto lo visto, Mey y yo quisimos tener una reunión familiar "monotemática" sobre uno de esos elefantes de los que sólo se habla al borde del precipicio. Cuando hay poco que decidir ya, y mucho cansancio y preocupación acumulados. Que quisiéramos hablar "largo y tendido" con ellos sobre nuestra vejez, sobre nuestros planes para entonces, y sobre nuestra muerte, cuando aún estamos muy sanos, les sorprendió al principio. Pero nuestra insistencia les hizo ver que podría ser importante. Y lo hicimos paseando por los túneles de La Cala un tranquilo día del pasado mes de agosto, Finalmente fue una de las conversaciones más bellas que hemos tenido con nuestros hijos. Porque no se trataba sólo de hablar de posesiones, de testamento, y de logística. Sino de filosofía de vida. De pasión por aprovechar hasta el último aliento, y de que supieran de nuestra propia boca (y ya, incluso, por escrito) todos los detalles de cómo queríamos que fueran nuestros últimos días. Ver que no temíamos a la muerte les tranquilizó mucho. Porque si no temes morir, aunque sea mañana, es porque tu vida ha sido y es plena, y no te angustia tener cosas pendientes por vivir antes de ese momento. Y saber cómo nos gustaría que actuasen ellos entonces, les tranquilizó aún más. Incluso nos reímos "a pierna suelta" cuando descubrimos que los tres habían hablado ya de su mayor preocupación para esos momentos. Temían que con lo "hippies" que somos, nos diera por irnos de viaje con ochenta o noventa años a Nepal, y algún accidente allí nos dejara impedidos para volver. Nos encantó comprobar que nos imaginen con tanta energía y ganas de "comernos el mundo" a esas edades. Y nos fascinó la complicidad que tenemos con ellos ahora. Y cómo una charla sincera puede disipar hasta los miedos más asentados en nuestro subconsciente, siempre que estemos dispuestos a abrir los ojos ante el elefante que toque.

Vivimos tiempos de elefantes tan grandes que no caben en la sala y apenas nos dejan sitio en ella. Hablar de esos elefantes es muy sano. Si quieres probar a mirarlos a los ojos, puedes empezar por algunos de los enlaces de este mismo post. No hacen daño, de verdad. A fin de cuentas son tan dóciles como nuestros miedos les quieran dejar ser. Pero si los ignoras, y les das la espalda, quizás algún día te pueden pillar desprevenido y aplastarte en tu sofá cuando estés adormilado en la siesta. Depende sólo de ti el que proliferen. Por eso no conviene perderles el ojo.



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sábado, 12 de noviembre de 2022

Nuestro trocito de Paraíso

Todo está en silencio ahí fuera. Me he levantado a la hora habitual pero todo es distinto. Aquí el sueño es siempre más profundo. Estamos en otro planeta a tan sólo 25 kilómetros de casa y casi a 1.000 metros de altitud. Los perros del vecino no han ladrado esta noche. No sé si por la ausencia de zorros y jabalíes o porque ya se han acostumbrado a ellos. Las luces del alba dibujan los contornos de las montañas que nos rodean y van dando forma al horizonte tras el mar. Los gatos aún no se han asomado a ver si les cae algo. Y aún es pronto para que los abejarucos se lancen en picado a por las abejas. Tan sólo se escucha el tintineo del cencerro de una de las ovejas que pastan delante de casa, y el discurrir del agua que nos llega desde el manantial del cercano barranco. Saludo en silencio la majestuosidad de los árboles frutales que nos rodean. Aún no he dejado de maravillarme y de agradecer que tan pocos árboles puedan darnos tanto, tan bello y tan sabroso. Tanto como para compartir con tantos. Que ese regalo que nos dan, circule hacia nuestros familiares, amigos, vecinos y conocidos. Y que, por arte de magia, nos regrese de nuevo en forma de nuevos dones, regalos y gratitud desbordantes. Ahí están esos árboles, en silencio, simplemente siendo y dando. Sin pretender ser más. Sin quedarse con más de lo que necesitan. 


Cada vez que venimos, todo se calma dentro. La conexión con la tierra, con los árboles y con los animales es total. El ritmo cardíaco y de la respiración es otro. Se disuelven las preocupaciones, los conflictos, los pensamientos. El aquí y el ahora es lo único que existe. Mientras recolectas fruta. Mientras riegas. Mientras lavas los platos. Mientras contemplas el horizonte. Mientras agrupas las hojas caducas del otoño. Mientras alimentas a las ovejas o a los cerdos del vecino con la fruta ya muy madura o con la maleza recogida. Aquello más simple, resulta ser lo único que hay. Resulta ser todo.

Y si tras estos meses, esas son las sensaciones de un "urbanita" empedernido como yo, imaginad las de Mey, de naturaleza "india arapahoe", como solemos bromear. Se calza sus dos trenzas nada más llegar. Se pone sus mejores galas en forma de sonrisa de oreja a oreja. Y no deja de repetir sus mantras desde que llegamos hasta que nos vamos: "¡qué maravilla, por Dios!"... "¡es que esto es el paraíso!"... Con tal despliegue de gratitud, imposible no embriagarse con esta paz.

Desde hace años, fue ella la que insistía en reconectar con la tierra. Me lo repetía cual "gota en el latón". Y yo me resistía, pensando en los gastos de la universidad de los niños, en los imprevistos que siempre pueden venir, o en mil y un motivos que la mente se pone de excusas. Hasta que hace unos meses me dejé llevar. ¿Acaso cada vez que la he seguido en una de sus locuras, mi vida no ha dado un giro a mejor y a mayor felicidad? ¿Para qué tanto control y tanto pensar en el futuro? ¿Qué pinta el dinero en el banco en estos tiempos? Tan sólo acordamos varias condiciones para la aventura de buscar algo en el campo: 1.-Que no nos endeudáramos y que pudiéramos afrontarlo con nuestros ahorros 2.-Que no estuviera a más de 30 minutos de casa, para que no nos diera pereza venir con frecuencia 3.-Que tuviera una vistas preciosas, porque no queríamos estar en el campo, pero rodeados de bancales que profanan y mutilan la majestuosidad de las montañas, o de hileras de aguacates o mangos, milimétricamente ordenados por la artificialidad humana, en vez de por la magia de la naturaleza 4.-Que no nos esclavizara su mantenimiento, ya que pretendíamos continuar con nuestra actividad habitual, nuestros viajes y nuestros proyectos. 

Cuando acabamos de formular esas 4 condiciones, pensé que nos habíamos pasado con la Carta de los Reyes Magos. Que sería imposible encontrar algo así. Pero "la" Mey es "mucha" Mey. Y cuando se le junta la "vena india" con la "vena bruja" , no hay obstáculo que la detenga. Así que, como ella suele decir, puso a trabajar al Universo. Cierto es que vimos unos cuantos terrenos durante un par de meses. Pero igual que con las personas, nos dejamos guiar por las vibraciones que nos transmitían, y ninguno nos convenció. Pero apareció uno por facebook que podía cuadrar, salvo por un detalle: estaba a 40 minutos de casa, en vez de a 30. Mey me llamó por si lo descartábamos. Pero por 10 minutos no íbamos a renunciar al paraíso. Quedamos con el dueño.

Era un día feo y lluvioso. Pero fue el primer propietario que nos invitó a llevarnos en su coche y además sin mascarilla. Nos pareció un bello gesto de partida. Y la conexión empezó a fluir durante el trayecto. Las buenas vibraciones se confirmaron nada más llegar. Mey y yo nos miramos y supimos que aquel era el sitio. No tuvimos ni siquiera que decirnos palabra. Las pocas que dijimos fueron para ajustar el precio en pocos segundos, quizás porque él ya nos imaginaba viviendo allí tras la conversación del coche. Pero había un "pero": había muchos papeles que arreglar. Muchos. Porque el terreno y la casa lo tenían todo. Absolutamente todo. No teníamos nada de qué preocuparnos, ninguna obra que acometer, ni trabajo alguno que impulsar para poner los árboles en producción de frutas, incluido el riego automático y bajo tierra. Estaba todo listo para irnos a vivir de inmediato, si queríamos. Pero el asunto de los papeles estaba totalmente en el aire. Y podrían pasar meses hasta que estuvieran listos, si llegaban a estarlo. Mey y yo nos abandonamos a nuestra intuición, y en lugar de exigirle los papeles, asumimos el reto de arreglarlos nosotros, ya que la especialidad del propietario no era precisamente la burocracia. Y ahí empezaron semanas y semanas de conversaciones con la arquitecta y el técnico municipales, con los de Agricultura y el Parque Natural, con la Notaría y el Registro...Antonio nos autorizó para todo como si fuéramos de la familia. Y poco a poco todo fue tomando forma. Logramos, incluso, ahorrarle un buen "pellizco" de los gastos previstos. No era asunto nuestro, pero siempre pasa que lo que das te acaba volviendo. Y efectivamente así fue. Durante aquellas semanas se fue fraguando la amistad entre nuestras familias. Le acompañamos al "cortijo" todos los fines de semana que fue posible, y nos fue enseñando el noble oficio de cuidar aquel precioso terreno. Y de regreso a casa, trajimos las alforjas llenas de maravillosos manjares: moras, cerezas, naranjas, limones, aguacates, chumbos, higos...Es como si aquel dichoso papeleo, asumido de buenas gana y con ilusión, hubiera sido el terreno para que una bella amistad fuera fructificando. De ese modo, se diluyeron los roles de comprador y vendedor, y surgieron los de unos amigos que se ayudan, se comparten confidencias familiares, y se dan trucos para el cultivo o para la gestión de las finanzas. Comprobar que el centro lo estaba ocupando la relación entre nosotros, y no la defensa egoísta de los intereses de cada parte, fue la prueba definitiva de que la decisión era la correcta: aquel era nuestro sitio. Antonio hoy sigue teniendo llaves de todo, y nos aconseja permanentemente, porque aún somos muy "novatos". En un par de semanas nos tomaremos las dos familias un arroz allí arriba para celebrar estos meses de encuentro. Nos reiremos y quizás también lloraremos añorando a quienes pasaron por aquel cortijo o compartiendo los retos del futuro.


Si nos lees desde hace tiempo, ya sabrás el nombre que le hemos puesto a nuestro trocito de Paraíso: PEPONI. Pero por supuesto, no hace falta comprar ningún terreno para encontrar tu trocito de Paraíso. Hay paraísos de éstos por todas partes. El principal, dentro de ti. Sólo hace falta que ese paraíso te regale silencio fuera, para que crezca el silencio dentro.


Nosotros, en nuestro caso, hemos dado este paso porque es algo que nos hacía mucha ilusión desde hace tiempo. Y las ilusiones son para vivirlas, no para llevárselas a la tumba. También porque se hace preciso dar al campo, al agricultor y al ganadero la importancia que nunca debieron perder. No es una decisión para escapar del ruido, de las noticias, o del miedo imperante. No es una huida. Es un reencuentro con la tierra, con lo sencillo y con lo más auténtico de cada uno de nosotros. Con lo más primario. Allí nos encontrarás si estallan pandemias, guerras o catastróficos cambios climáticos. Viendo esos atardeceres que quitan el hipo. Sintiéndonos hormiguitas en medio de tanta inmensidad. Riéndonos a carcajadas de la convicción del ser humano de ser el ombligo de todo. Retomando la conexión que perdimos creyéndonos más conectados que nunca con nuestras pantallas. Tratando de atisbar las cumbres de África en los días más claros. Observando las estrellas y la luna cada noche. Viendo las luces de la costa y de los barcos a lo lejos. Contemplando el ritmo y los ciclos de la vida. Ilusionados hasta la extenuación. Sintiéndonos vivos, muy vivos.


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