domingo, 19 de julio de 2020

Érase una vez una pandemia (3ª parte): Incertidumbre

Hemos construido nuestro mundo sobre certezas. Nos acostamos cada noche con la certeza de que amanecerá en pocas horas. Que el despertador sonará. Que el termo o el butano nos proporcionará una ducha reparadora. Que nuestro frigorífico habrá mantenido frescos los alimentos para nuestro desayuno. Que nuestro móvil nos tendrá organizada la agenda de trabajo del día. Que nuestro coche arrancará sin problemas, que la autovía estará transitable, y que la plaza de parking del trabajo nos aguardará como siempre. Planificamos las vacaciones con la certeza de que podremos desplazarnos a los destinos escogidos, que habrá medios de transportes para ello, y que las regiones o los países a donde nos dirijamos nos recibirán con los brazos abiertos. E incluso organizamos la vida de nuestros hijos en base a las certezas de su asistencia diaria al colegio o al instituto escogido, a sus actividades extraescolares, y a sus espacios de ocio, eso sí, enlatados en una agenda bien apretadita. Soñamos una gran carrera universitaria para ellos, y un gran trabajo, por supuesto para toda la vida. 
Exebiche en freepik
Pero de repente llega el 2020. Y todas nuestras certezas parecen desmoronarse como castillos de naipes. Nos prohíben circular por donde siempre lo habíamos hecho. Nos obligan a llevar un bozal en la boca. Nos limitan a donde vamos y con quien nos reunimos. Cierran sus puertas instituciones y empresas que parecían invulnerables. Se cierran fronteras a cal y canto. Se suspende incluso el "pan y circo" del fútbol o de las olimpiadas. De repente, nuestras certezas se convierten en zozobra. Y le echamos la culpa al maldito 2020 o al dichoso virus. Quizás sin darnos cuenta de que quizás la culpa sea de nuestras expectativas de cómo debe funcionar nuestro mundo.
Realmente certezas hay pocas. Si hay alguna cierta en nuestra vida es que ésta acabará. Tarde o temprano. Pero lo hará. Al menos en el plano físico, como encarnación en este cuerpo que tenemos. En otros planos, sin duda no. Pero esta carcasa que nos alberga tiene fecha de caducidad. Y hasta esa fecha, todo es puro cambio y puro fluir. Aunque nos hayamos empeñado en darle la espalda a esa realidad, a base de nuestras absurdas certezas. Y de repente, nos televisan en directo, con toda su crudeza, y en horario ininterrumpido, esa gran certeza. Que no somos eternos. Que esto se puede acabar, y de hecho se acaba. Y que ni los grandes imperios tecnológicos, financieros o mediáticos, ni todas nuestras certezas lo pueden impedir. Y cunde el pesimismo, la angustia y el desasosiego por todos los rincones de nuestro planeta. Sin darnos cuenta de que no hay nada nuevo bajo el sol. Que lo único nuevo es un virus que nos confronta con nuestra incertidumbre vital, y con nuestra incapacidad para asumir esa inseguridad. Y en lugar de aprender a convivir con esa incertidumbre, nos aferramos a que esto cambie, a que las cosas vuelvan a ser como antes. ¿Qué "antes"? ¿El "antes" de creerse inexpugnables y eternos? ¿El "antes" de nuestras falaces certezas?
Cada uno tiene un relato de lo que está pasando con el Covid-19. Cada cual está gestionando como puede los miedos ante toda esta situación. Pero lo que está claro es que, si no somos capaces de aceptar la incertidumbre propia de una existencia en constante cambio y sometida a todo tipo de avatares, nada habremos aprendido de todo esto. Y repetiremos curso una y otra vez. Como civilización, y probablemente también como individuos. Porque sin saber convivir con la inestabilidad propia de nuestra condición, seguiremos chocando contra el muro de nuestra incoherencia. Y probablemente tendremos que ir más allá de la mera asunción de esta incertidumbre, y abrazarla con alegría e incluso con entusiasmo. De otro modo será difícil dar respuestas ágiles, innovadoras y flexibles a los desafíos de unos tiempos cada vez más inciertos. Probablemente sea ese uno de los mayores retos a los que no enfrentamos.
Imagen de Seúl en El País
El 17 de enero íbamos a una revisión ocular rutinaria a Barcelona, y nos volvimos con una peligrosa operación por perforación de mácula a realizar 10 días después. Incertidumbre. Semanas de reposo radical boca abajo, tras la operación, con la esperanza de que no vaya a mayores lo del ojo. Incertidumbre. En la primera escapada de fin de semana al campo, tras la intervención quirúrgica, Pablo nos llama desde Italia con urgencia, porque cierran su colegio de inmediato por la pandemia. Debe volver a casa de inmediato, creyendo que será cosa de un par de semanas. Ofrecemos acogida a tres compañeros más. Incertidumbre. El 25 de febrero nuestra casa acoge a ocho habitantes. No sabemos por cuánto tiempo. Incertidumbre. La epidemia en ciernes amenaza los vuelos para la revisión ocular de marzo. Incertidumbre. Cinco días después de la última revisión oftalmológica se inicia el estado de alarma. Incertidumbre. Las estructuras, los protocolos y sobre todo las mentalidades no están preparadas para el trabajo desde un confinamiento obligatorio. Incertidumbre. El teletrabajo y las clases online se abren paso a la fuerza en casa, con la conexión wifi echando humo. Incertidumbre. Las semanas iniciales de acogida a nuestros particulares refugiados se amplían, al ritmo de la histeria colectiva por la pandemia. Incertidumbre. El fin de curso se acerca, y ni Pablo sabe cómo acabará su Bachillerato Internacional (IB) en Italia, ni Samuel cuándo será su Selectividad. Incertidumbre. Fabián vuelve a Costa Rica justo antes del confinamiento. Erick tendrá que esperar casi dos meses a que se flete un vuelo humanitario en pleno estado de alarma. Y Jacopo, tras 3 reservas de vuelos fallidas (y probablemente fraudulentas) logra volver a casa cuatro meses después. Incertidumbre. Las notas del IB se definen por un nuevo algoritmo que tendrá en cuenta todo lo sucedido, alterando lo logrado en los dos primeros trimestres y afectando las posibles salidas de muchos a la universidad. Incertidumbre. Tanto a Pablo como a Samuel les aceptan en varias universidades extranjeras, y en concreto en sus preferidas respectivamente: Oklahoma y Toronto. Pero el cierre de fronteras y la necesidad de conseguir beca para tales logros, genera lo de siempre: incertidumbre. Finalmente Oklahoma ofrece beca completa e incluso un pequeño trabajo remunerado. Toronto no. En un caso todo dependerá de que Trump abra las fronteras tras el cierre radical y el rechazo a las visas de estudiantes. En el otro de los resultados de Selectividad para entrar en una universidad en la opción deseada: Físicas. Incertidumbre. En el caso de Eva, aunque todos los trámites están finalizados para marcharse a EEUU en 4º de la ESO, como sus hermanos, la organización, viendo el panorama, aconseja posponerlo todo al curso siguiente. Eso le cerraría puertas para las mismas opciones que sus hermanos, pero el panorama de EEUU nos obliga a aceptar. Incertidumbre. De un panorama en el que parecía que Mey y yo nos ibamos a quedar solos en casa el próximo curso, de repente las circunstancias parecen abocarnos a todo lo contrario. Incertidumbre. Nos llega un "chivatazo" de un amigo de Pablo desde una lejana embajada: la demanda de Harvard y el MIT frente a las decisiones de Trump respecto a las visas de estudiantes, va a obligar a retractarse en sus decisiones. Todo puede dar un vuelco. Incertidumbre. El vuelco se produce el pasado miércoles. Todo se reactiva. La embajada por fin abre la agenda de entrevistas de nuevo. Decidimos "liarnos la manta a la cabeza" e ir para adelante también con Eva. Seremos sólo 7 familias frente a las 140 del pasado año. Para las demás ha pesado demasiado lo que toca ahora: la incertidumbre. Nos acaban de confirmar el adelanto de cita de la embajada en Madrid para Pablo para este jueves. Iniciamos gestiones para que la cita de Eva también coincida con ese día. Es difícil, pero hay que intentarlo. Es sólo el inicio del papeleo, de las gestiones de los vuelos y del resto del lío. Incertidumbre. Ayer conocimos por videoconferencia a la familia americana. Todo pinta muy bien, aunque todo está realmente en el aire. Incertidumbre. Parece que hay algo cierto: que este año las vacaciones van a ser muy burocráticas. Respecto a si nos quedaremos solos Mey y yo el curso próximo: incertidumbre.
Si en cada paso de estos últimos siete meses, nos hubiéramos estado peleando con la incertidumbre radical que se ha cernido sobre esta casa, ya estaríamos en el manicomio. Pero hemos aprendido que no se trata de luchar contra esa incertidumbre, sino de navegar por su caudal. Y si es posible disfrutar de la travesía, todavía mejor. Porque es lo que hay. A veces entrará agua en la nave. A veces incluso temeremos naufragar. Pero es el río que toca recorrer. Y por tanto, habrá que disfrutar del viaje. Porque no hay final feliz ni final triste. Todo es pura odisea. Una odisea maravillosa (CONTINUARÁ)

sábado, 4 de julio de 2020

Érase una vez una pandemia (2ª parte): Historias de miedo

A la cuarta fue la vencida. Tres vuelos suspendidos después, y tras cuatro meses y cinco días en casa, Jacopo pudo regresar a Milán este martes. Y con él nuestro último refugiado del coronavirus. No puedo ni imaginar las ganas que tendrían de abrazarlo sus padres. Y tras todo este tiempo, si hay algo de lo que nos sentimos satisfechos, es de haber preservado un ambiente de optimismo, de ilusión y de ganas de cambiar el mundo entre los que hemos compartido estas cuatro paredes. Nada que ver, por desgracia, con lo que nos hemos encontrado al ir regresando poco a poco a esa normalidad anormal que nos hemos auto-impuesto.
Nandhu Kumar en Pixabay
Probablemente haya tantas versiones de lo que está ocurriendo como habitantes en este planeta. Casi ocho mil millones de relatos distintos. Y es curioso, porque aunque no sé si se trata de un cuento o de una pesadilla, todos estamos viviendo los mismos episodios: confinamientos, mascarillas, distancias de seguridad, lúgubres historias en la televisión las 24 horas del día...Sin embargo, cada uno tiene su propia interpretación, su propia explicación, su propio cuento. Pero, si lo pensamos, la narración de la realidad sólo puede condicionar un poco los pasos que nos toca dar a cada uno o una. Es sólo una explicación. Por eso, en el fondo, en casa nos importa tan poco lo que cada uno entienda respecto a lo que está pasando. Con que esa lectura no nos divida más, nos vale. La clave está en cómo vamos a vivir a partir de ese relato. Cómo nos vamos a posicionar individualmente y como Humanidad. Da igual la versión de los hechos de cada uno. Ahora nos toca salir a jugar. Ya hemos calentado bastante el banquillo.
Y debo reconocer que a medida que salimos del confinamiento, a medida que regresamos al trabajo, la preocupación ha ido en aumento. No sé si somos mejores ahora que en marzo. No sé si hemos aprendido alguna lección. Lo que sí estamos presenciando es un "mastodóndico" proceso de miedo colectivo. Y eso nos tiene consternados a Mey y a mi. He dudado, incluso, si escribir sobre ello, por respeto a tantas y tantas personas queridas que están inmersas en ese proceso. Pero si hay un momento en el que no callar, probablemente sea éste. Sin enjuiciar. Respetando los procesos de cada uno. Pero, como me decía Mey hace un par de días: nunca ha hecho tanta falta como ahora desplegar una energía alternativa a la que se está viviendo en la calle y en tantos hogares del planeta. La dualidad y la polarización entre baja y alta vibración parece inevitable. Y es por ello, que, lo sentimos mucho, pero no podemos dejar que se imponga el relato del miedo. Por  nuestros hijos. 
Siete de la mañana de un día cualquiera. Camino despacio hacia el coche aparcado en las afueras de la urbanización. Un señor de unos 70 años recorre un trayecto de uno 50 metros una y otra vez. Una y otra vez. Como un tigre enjaulado en un zoo. No hay nadie en la calle, pero sus guantes de latex y su mascarilla no hay quien se los quite. Una pena que no pueda respirar este frescor de la mañana. Aunque probablemente será su gran momento de libertad. El resto del día lo pasará en su confinamiento voluntario. No me lo ha contado, pero sus ojos de pavor lo dicen todo cuando ve que me acerco a él para abrir la puerta del coche.
Elliot Alderson en Pixabay
En la media hora de recorrido hasta la oficina hay dos hábitos que ya he abandonado tras estas tres semanas. Una es escuchar las noticias y los anuncios. Notaba que llegaba al trabajo soliviantado y exhausto ante tanto "buen rollito" y tanta heterogeneidad de noticias hablando de lo mismo. Mejor crearme yo mi propia realidad. El otro hábito era contar el número de conductores solos que iban conduciendo con mascarilla, para evitar contagiar o contagiarse quizás de su propio aire.
Los compañeros del trabajo van regresando poco a poco, según el ritmo marcado por las autoridades para cada colectivo. Cada uno trae sus "ticks" post covid. Hay quienes se traen todo un set de productos químicos y de desinfección para repasar lo que los servicios de limpieza hacen una y otra vez a diario. Hay quien se pone una bolsa de la basura para no entrar en contacto con su propia silla. Hay quien no sale a desayunar y apenas va al baño, por si acaso. Hay quien se auto-incluye en la clasificación de colectivos vulnerables, quizás para justificar sus precauciones.
Yo he decidido observar. Simplemente observar. No forzar procesos de nadie. No apretar con argumentos desde mi propio relato de la realidad. Respetar y no enjuiciar. Ya me llevé un pequeño tortazo de realidad, cuando tras estos meses de confinamiento, me encontré en la calle con una gran amiga, y de la alegría que me dio me abalancé para abrazarla. Su "no" tajante y sus ojos de pánico me colocaron en mi sitio. Fue en ese momento cuando empecé a darme cuenta de lo que teníamos delante. Algo mucho más peligroso que un coronavirus.
"El miedo es libre". Eso dicen. Parece la frase de moda. Y puede que sea cierto que nadie puede obligarte a ser valiente o a ser miedoso. Eres como eres. Y debes tener libertad para ser así. Y no sólo eso: debes ser respetado en tu decisión. Y si puede ser, incluso sin ser enjuiciado. El problema es analizar ese miedo, de dónde surge y en qué medida te esclaviza o no. Porque el miedo será libre, pero ¿y tú con él?
El miedo es fundamental como mecanismo de supervivencia. Es lo que hacía que el hombre prehistórico se pusiera a correr ante la posibilidad de ser devorado por alguna fiera. Es lo que activa y agudiza todos nuestros sentidos para enfrentarnos a cualquier peligro que nos aceche. Pero el mecanismo del miedo está pensado para momentos extremos. Mantener el miedo en altos niveles y durante mucho tiempo, tiene sus consecuencias, ya que, sin duda, nos saca de nuestro equilibrio habitual y nos hace actuar de forma impensable en un estado natural. Eso lo saben bien los políticos y la publicidad:
-Cuidado con los inmigrantes, que nos van a quitar el trabajo: ¡susto, susto!
-Cuidado con los ultraderechistas come-niños: ¡susto, susto!
-Cuidado con los que van a desintegrar nuestra patria: ¡susto, susto!
-Cuidado con los populistas antisistema: ¡susto, susto!
-Cuidado con irte de vacaciones, sin activar tu sistema de alarma: ¡susto, susto!
Basta con conectar con sentimientos muy básicos, meter bien el dedo en la llaga, y esperar la cosecha, bien sea votos, de ventas o de vacunas. Asusta, que algo consigues. ¡Seguro!
Conocíamos muy bien ese mecanismo, tan habitual en los negocios y en la política. Pero jamás lo habíamos presenciado de forma tan masiva, radical y con cambios tan drásticos en el comportamiento de seres a los que queremos. Porque si algo consigue el miedo es controlarte hasta anular tu capacidad de elección. Por eso siempre se ha dicho que el miedo es el gran enemigo de la libertad. Y por eso vivimos tiempos tan tristes para la libertad. Porque hay tanto miedo que nos auto-confinamos, que vemos normal y necesarias las medidas más inimaginables de restricción de las libertades públicas y de los derechos civiles, con censuras permanentes a quienes osen cuestionar el pensamiento único y oficial. Y porque incluso nos convertimos en verdaderos guardianes que velan por mantener esas restricciones. Está pasando con los llamados "balconazis", que abroncan a los vecinos que van sin mascarilla, por ejemplo. O nos pasó hace unos días, en otra modalidad de miedo, con una señora mayor que, en un grupo de whatsapp de proyectos solidarios que tenemos, se desgañitaba por compartirnos su versión conspiranoica sobre la vertiente pedófila de todo lo que está pasando. 
Antes de ayer, teníamos asamblea de vecinos para decidir si se abría o no la piscina este verano, con las nuevas medidas anti covid-19. Por casi el 99% se descartaba la apertura: no por el sobrecoste (apenas 3,85€/mes por vecino) sino por el riesgo enorme que todos corríamos. Nunca he asistido a una reunión tan concurrida a pesar de los 40 grados de temperatura y el sofoco de llevar todos las mascarillas. En círculos concéntricos y con las distancias de seguridad pertinentes, tratábamos de hacernos entender en base a argumentos racionales. Pero la propia liturgia de la reunión me recordaba las del Ku-Klux-Klan. La postura de abrir la piscina ya estaba condenada de antemano. Se habían encargado de ir casa por casa recogiendo delegaciones de voto para ello. Y los discursos incendiarios se impusieron bajo la ovación del respetable. A los que tenían miedo no les bastó con no ir ellos a la piscina. Hicieron proselitismo para que nadie pudiera ir, descalificando y casi insultando a los disidentes. Difícil combatir con argumentos y equilibrio las consecuencias de una muchedumbre en pánico. Esos parecen ser los tiempos que corren.
Los que hemos tenido que luchar contra algún miedo propio, bien sabemos lo dura que es la batalla. A mí me ha pasado con miedos tan básicos como el de coger un gorrión herido (por algo que tuve que vivir quizás de niño), como con miedos tan complejos como el miedo a equivocarse, el de defraudar a los demás o al "qué dirán". Y el efecto del miedo siempre es el mismo: te imposibilita para actuar con la libertad que te otorga no estar asustado. Bien sea para coger al pájaro que se ha colado en casa y echarlo a volar, o bien sea para decir un simple "no", por mucho que eso defraude al que lo tenga que escuchar. Nuestros hijos, en su etapa de adolescencia, sienten verdadero pánico a no encajar con sus iguales, a no ser aceptados, o a salirse de la pauta de la mayoría. Toca, pues, analizar esos miedos, porque lo queramos o no, nos acaban esclavizando de una u otra forma.
Engin Akyurt
Entorno al Covid-19, existe un gigantesco aparato mediático e institucional respaldando ese miedo. No entro en si se hace de forma planificada e intencionada, si es por simples cuestiones de audiencias mediáticas, o o si es por puro "seguidismo" de lo que hacen otros. Pero jamás ha existido semejante "lavado colectivo de cerebros" para mantener a tantos millones de personas sometidos a tanto miedo durante tanto tiempo. Y las consecuencias las vamos a sufrir, salvo que empecemos a desactivar esa programación.
Además, hay pocas cosas tan importantes para combatir a los virus patógenos como un buen sistema inmunitario. ¿Y a que no sabéis qué es lo que más debilita a un buen sistema inmunológico? Efectivamente: el miedo. Probad, si no, a repetir una y otra vez, "me siento enfermo, me siento enfermo", y observad si no os acaban temblando las piernas de pura debilidad. Así que, aunque sólo sea por reforzar nuestra inmunología, habrá que trabajarse al dichoso miedo. Da igual cómo lo llames: cautela, prudencia o pánico atroz.
Y en ese proceso, tenemos una mala noticia. O quizás no: todos los que estáis leyendo estas líneas vais a morir. Nosotros también. No sé si será dentro de setenta años o dentro de cinco minutos. Pero todos la vamos a "espichar". Tan sólo hay un requisito para morir: estar vivo. Y ese lo cumplimos todos nosotros. Quizás nunca había existido una retransmisión en directo tan intensa y continuada de la muerte como durante esta pandemia. Siempre le damos la espalda a la muerte y nos creemos eternos. Y quizás, por primera vez muchos han caído en la cuenta de que "la vamos a palmar". Si es así, no viene mal hacerse consciente de ello. Aunque la cuestión es qué vas a hacer con ese descubrimiento. ¿Vas a disfrutar del presente como nunca lo has hecho? ¿Vas a dejar de perder el tiempo en cosas que no valen la pena? ¿Vas a enfadarte menos y a reírte más? ¿O te vas a encerrar en tu miedo para no morir? ¿Vas a vivir como un zombi sin disfrutar de la vida, de los abrazos, y de la naturaleza por miedo a morir? ¿Vale la pena morir en vida para no morir físicamente? ¿Qué te vas a llevar entonces al "otro lado"?
No seremos nosotros quienes te juzguen si tienes miedo. No vamos a entrometernos en tus decisiones ni en las restricciones que hayas auto-impuesto en tu vida y en la de los tuyos para combatir el dichoso virus. Pero sí te vamos a pedir que trabajes por desprogramar ese miedo en ti, y que encuentres huecos para ejercer tu libertad frente al sometimiento que te impone ese miedo. Quizás descubras, como ya nos pasó a algunos hace años, que la vida vale todavía más la pena de ser vivida así. Y ojalá cada vez seamos más los que construyamos una Humanidad sin miedos esclavizantes. Pero para ello, no busques salvadores. El trabajo es tuyo contigo mismo/a.