martes, 24 de diciembre de 2019

Navidades de ayer y de hoy

El conductor debió apiadarse de mi, desplegando todo su espíritu navideño ¿Dónde va este español, "más perdido que un pulpo en un garaje", de noche, sin conocer la ciudad, y a 20 grados bajo cero?
"Patinando" y con gorro
Eso me preguntaba yo también desde que me bajé del avión en Montreal y durante todo el trayecto de autobús hasta Ottawa. Por aquel entonces sin Google Maps, sin navegador y sin ni siquiera un mísero mapa de papel, lo iba a tener crudo para llegar a mi destino. Sin pedírselo yo, se desvió de la ruta, y me llevó directamente hasta la misma puerta del apartamento de Mey. Todo un detalle, si no quieres arriesgarte a morir congelado en una visita sorpresa. Toqué al portero automático, todo nervioso, creyendo que el asombro sería mayúsculo. Y lo fue. Pero para mí. "¿Desde dónde llamas?", me preguntó ella. ¿Cómo que desde dónde llamo? Tardé unos instantes en entenderlo. Pero al final me di cuenta que su portero automático estaba conectado al teléfono, y que efectivamente, pensaba que la llamaba desde España. "Adivina", le contesté... Su cara de emoción, saliendo del ascensor para abrirme, llevando aquella camiseta de Tintín, y su abrazo descomunal aquel 19 de diciembre de principios de los años 90 quedarán para siempre en los anales de mis recuerdos navideños.
También las gigantescas estatuas de hielo en la calle. También mis tropiezos en la mayor pista del hielo del mundo, el canal de Ottawa. Y por supuesto aquel inusual y gélido frío que preocupaba hasta a los propios canadienses. Los días que estábamos a 10 bajo cero parecían el Caribe, comparados con los casi 50 que llegamos a tener con el efecto viento. Esos días se desaconsejaba, incluso, estar al aire libre más de 10 minutos. Y yo, tonto de mi, que ni siquiera quería ponerme gorro al principio. Pronto aprendí que me la jugaba, si no. Que incluso los coches había que conectarlos a las farolas para poder arrancarlos por las mañanas. Y que hasta en las cercanas Cataratas del Niágara, a pesar de la fuerza del agua, se formaban estalactitas de hielo en sus extremos con un frío polar tan extremo.
En aquellas Navidades no hubo apenas regalos. Ni maratonianos días de compras. Ni champán. Ni turrón. Ni Lotería. Ni multitudinarias cenas de Nochebuena. No hubo tampoco campanadas de Nochevieja. Aquel internet era aún muy precario, y la tele no retransmitía nada especial para celebrar el paso al nuevo año allí. Pero nosotros no las arreglamos con nuestras uvas, algún que otro villancico y unas campanadas improvisadas a base de "cacerolazos". Las risas fueron las mismas. No echamos de menos toda la parafernalia que suele acompañar estas fechas. Y sin embargos, sentimos con fuerza que la esencia de la Navidad era aquello que vivimos aquel año.
Después vinieron muchas Navidades más. De aquel apartamento de alquiler en un país lejano, pasamos a nuestro primer hogar en Bravo Murillo. Fueron Navidades al calor de aquella chimenea de forja y bajo aquel abeto de plástico que inauguramos poco después de casarnos. Ese árbol de Navidad se ha convertido, por méritos propios, en el auténtico testigo del paso de las décadas por nuestras vidas. Ha seguido participando en nuestras fiestas cada año hasta ahora. Siempre con algún cambio en su decoración. Alguna pequeña pieza más en el belén junto a sus pies. Alguna bola más o menos. Algún color distinto  en la cinta que lo vestía. Alguna luz diferente...
Papá Noel "in fraganti"
Pero no sólo fue cambiando la decoración del árbol. También quienes lo empezaron a decorar. Quienes tiraban de sus ramas y de sus bolas. Quienes se quedaban obnubilados con sus luces. Esos que son los verdaderos protagonistas de estas fechas. Y no sólo porque se celebre el nacimiento de un niño hace dos mil años. Sino porque probablemente son los niños quienes mejor encarnan el sentido de todo esto. Seas ateo o cristiano. Seas de belén o árbol. Seas de Papá Noel o de Reyes Magos. Seas de Nacimiento o de Solsticio de Invierno. Como me escribía un amigo hace unos días, se trata de celebrar el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Del conocimiento sobre la ignorancia. De la fertilidad sobre la aridez. De la alegría sobre la tristeza. De la esperanza sobre el pesimismo. ¿Acaso hay algo que encarne mejor todo eso que un niño o una niña?
Nuestros tres cachorros humanos se han encargado a conciencia de mantener en casa esa esencia y esa magia en estas fechas. Ese "volver a nacer". Ese "volver a hacerse niño". Vestidos de pastorcillos, de ángeles o de princesas. Redescubrir ese niño o esa niña interior que habita dentro de cada persona. Y conectar con esa luz. Abrirse a que un mundo mejor es posible gracias a la esperanza que representamos cada uno de nosotros/as. Que no es un cuento. Y que se puede hacer la luz entre tanta tiniebla que nos rodea. Incluso si se viven estas fechas a miles de kilómetros de distancia.
De nuevo este año nuestro abeto de plástico ya está desplegado en el salón. Da igual que los niños ya sean hombres y mujeres. Eva se encarga de que se mantengan las tradiciones en casa, y que la pereza o la desidia no ganen la partida. De nuevo celebraremos esa luz, ese renacer, esa ilusión y esa esperanza. Este año lo viviremos todos juntos tras varios años en que alguno estaba lejos. Así que habrá aún más risas, y aún más abrazos. Habrá que aprovecharlos bien, porque puede que un día falten. Pero mientras tanto, procuraremos celebrar que nuestros sueños siguen siendo más grandes que nuestros miedos.

NOTA: Os compartimos el balance económico de algunos de los proyectos solidarios que impulsamos gracias a los granitos de arena de muchos de vosotr@s, así como las distintas vías que empleamos para ello (por si algun@ se anima a unirse ;) )

lunes, 9 de diciembre de 2019

Aquel nidito de recién casados

Fue nuestro primer hogar. Ése que queda en la retina para siempre. Apenas eran treinta metros cuadrados donde cabían el salón, el dormitorio, el cuarto de baño y la cocina. Un sitio minúsculo, pero para nosotros era todo un sueño, con su "chimeneita" de forja y todo. Nuestro "nidito de amor" de recién casados. Antes vivimos de alquiler unos meses en Joaquín María López, pero éste fue realmente nuestro primer hogar propio. Poco importaba que fuera un cuarto sin ascensor, o que de vez en cuando tuviéramos que luchar contra alguna que otra gotera o humedad, dada la edad del edificio. La ilusión de ser nuestra primera morada lo podía todo. Y eso que, por aquel entonces, el presupuesto andaba más que justo. Aún recordamos cuando apuntábamos en aquella lista, detrás de la puerta de la cocina, hasta el más mínimo gasto, por miedo a no llegar a fin de mes.
Siempre sentimos que aquel apartamento era todo un milagro. Vivir en pleno centro de Madrid, a tres minutos andando de Plaza de Castilla, con todas las comunicaciones a nuestro alcance, y sin embargo disfrutar de aquel maravilloso silencio y ese sol que entraba a raudales por las ventanas, era todo un lujo. Sólo se escuchaba cada dos semanas, y a lo lejos, el rugido de la afición gritando algún  gol en el Santiago Bernabeu.
Allí vivimos momentos mágicos. De esos que jamás se olvidan, por muchos Alzheimers que puedan venir. Como aquel de la llegada de Pablo, recién nacido, desde el hospital. Aquel pequeño desconocido venía a revolucionarlo todo con los dos hermanos que vendrían más tarde. Y aquel parquet de aquel pequeño salón sobre el que reposaba su "maxi-cosi" era testigo de ese trascendental paso en la liturgia iniciática de formar una familia. De pasar de una parejita en su rinconcito de amor, todo "cuco" y ordenado, a un pequeño pero maravilloso caos de pañales, biberones, chupetes y muñecos con olor a Nenuco.
Cuando al poco tiempo nos fuimos para el Sur, no miramos atrás. No hubo "morriña". Aquellos momentos maravillosos nunca se irían de la memoria. Y, como siempre, la ilusión del nuevo camino nos ancló a aquel presente en Andalucía, nunca al pasado, por muy bello que fuera el que allí vivimos.
Sin embargo Mey y yo nos conjuramos respecto a aquel apartamento, tras darle las gracias en nuestro interior por los años allí vividos. Por un lado le dijimos un "hasta luego", quizás hasta que nuestros hijos lo necesitaran en la etapa universitaria o en sus primeros "pinitos" laborales en la capital. Y por el otro decidimos que aquel idilio que habíamos vivido en aquel lugar debía continuar. Que aquella magia debía persistir, aunque ya no estuviéramos nosotros. Y decidimos que quien lo habitara, debía estar enamorado de ese sitio como nosotros lo estuvimos. Y para ello debía sentirlo como algo propio, como algo personal. Por eso pusimos un precio tan irrisorio, la mitad del que se cobraba en la zona. Por eso decidimos dar plenos poderes a quien viniera a habitarlo. Y de paso, decidimos descargar de tensión, de exigencias y de recelos la relación que, por desgracia, existe muchas veces entre arrendador e inquilino. Decidimos, en definitiva "descosificar" aquel apartamento. ¡Qué tontería, pensaréis! "Descosificar" algo tan físico y tan material como un apartamento. Pues sí. Por desgracia, en este mundo que vivimos, se tiende a dar valor a las cosas en la medida en que hay un interés de por medio, la mayoría de las veces cuantificable en dinero contante y sonante. Pero cuando decides dar valor a los momentos, a la magia de los sitios, a los recuerdos impregnados en las paredes, a la confianza y a la relación, el interés y el dinero dejan de ocupar el centro de todo, y surge algo distinto, muy distinto. Incluso con auténticos desconocidos.
Durante estos casi dieciocho años, han vivido allí Ugo, Ana, José Manuel, Raúl, María Pilar y Hernán. A ninguno los conocíamos de antes. Y a todos les transmitimos esta loca idea de poner en el centro la confianza y la relación, por delante del interés económico o los roles jurídicos. Y por supuesto funcionó. Nunca tuvimos un encontronazo. Nunca tuvimos que subir a Madrid para reparar un enchufe, gestionar un siniestro con el fontanero, o comprar un frigorífico nuevo. Ellos se encargaron de todo como si fuera un asunto propio. Y mira que es normal que surjan incidencias durante tantos años en un piso ya antiguo. Nunca hubo un "tira y afloja". Nunca un impago. Nunca un retraso.
Con Hernán, el inquilino actual, la relación es aún más especial. Ha cristalizado en una bella amistad. Entró en el apartamento sin referencias de nadie, pensando que su origen colombiano pesaría como una losa, como ya le pasó en tantas otras ocasiones. Que habría recelos y desconfianza por su condición de inmigrante. Que estaríamos encima de él para saber qué hacía o no hacía en nuestro piso. Y se sorprendió desde el principio por nuestra confianza absoluta en él y por disponer de un hogar así y a ese precio, como si fuera de verdad suyo.
Cuando se crean las circunstancias y el marco adecuado, igual que cuando riegas y cuidas una planta y le das mimos, lo lógico es que la planta crezca y dé flores. Incluso aunque no lo esperes. Aunque no supieras que esa planta da flores. Sí, es cierto que la semilla debe ser buena. Pero también que el universo se acaba confabulando para que la semilla y el agua acaben encontrándose. Hernán trae una "pedazo" de semilla en su interior. Y ha brotado en él un enorme sentimiento de gratitud por nuestra actitud con él. Lleva años pidiéndonos que le subamos el alquiler. ¡Un inquilino pidiendo que le suban el alquiler! Pero no. No estamos dispuestos a ello. Estamos en plena guerra de gratitudes. Nosotros también estamos encantados con su actitud y cuidado del apartamento. Estamos enormemente agradecidos de que impulsara la insufrible reforma del baño sin que tuviéramos nosotros que estar allí. Que haya cuidado así de nuestro antiguo hogar. Y que lo haya hecho suyo como lo hicimos nosotros. Probablemente mejor, incluso.
Hace unos meses Hernán se nacionalizó español. Y con esa excusa quería cambiar el contrato y que le subiéramos la mensualidad. Cosas de la gratitud. Estuvo en casa en Málaga hace unas semanas. Probablemente la excusa era ese cambio de contrato. Pero estuvimos tan a gusto charlando y disfrutando en la playa, que ni nos acordamos del cambio de contrato, ni por supuesto, del aumento de la mensualidad. Nuestra gratitud con él ganó el combate. Pero no la guerra. Porque sólo nos pidió una cosa: permitirle entonces hacer unas pequeñas mejoras en el apartamento a su costa, dado que no le queríamos subir el alquiler. Imposible negarse. Tan importante es saber dar como saber recibir. Y a fin de cuentas es su hogar ahora.
Hace unos días recibí un mensaje suyo por whatsapp. Era un vídeo que aparecía negro. Estuve a punto de borrarlo, pensando que sería uno de esos vídeos de bromas que se suelen enviar. Pero algo me dijo que lo abriera. Y cuando lo hice, me quedé con las "patas colgando", como se suele decir por aquí. Era un vídeo-sorpresa (ver en nuestro Patreon solidario). Durante semanas se había esmerado a conciencia en nuestro apartamento. Le había quitado el gotelé. Había pintado paredes. Había cambiado las vetustas luces del salón. Había retirado los antiguos acumuladores de calor. Había pintado el armario del dormitorio. Había puesto paredes de imanes y pizarra en la cocina para poder escribir mensajes y pegar recuerdos. Había comprado una nueva campana extractora. Y también un lavavajillas de segunda mano. Y aún nos preguntaba si nos parecía bien, porque si no, lo volvía a cambiar.
No sé cuántas veces hemos visto y mostrado ese vídeo Mey y yo. Lo que sí sé es que cada vez que lo vemos, sentimos que acertamos con nuestro apartamento durante todos estos años. Hay quien piensa, cuando contamos esta historia, que durante estos años podíamos haber sacado por él un buen puñado de miles de euros más. Probablemente. Pero hace ya tiempo que descubrimos que vivir no va de euros ni de dólares. Sino de conexión de almas. De gratitudes que se retroalimentan hasta el infinito. Y ya el universo se encarga de lo demás.


NOTA: Os compartimos el balance económico de algunos de los proyectos solidarios que impulsamos gracias a los granitos de arena de muchos de vosotr@s, así como las distintas vías que empleamos para ello (por si algun@ se anima a unirse ;) )