sábado, 24 de junio de 2017

Todoterreno

Ya han pasado dos semanas de su regreso. Tiempo más que prudencial para sacar conclusiones. Para asentar los cambios. Para ubicarse de nuevo en el clan familiar. Es cierto que estábamos algo inquietos. Nos mentalizamos para que surgieran las lógicas fricciones tras retomar la vida familiar. Estar casi un año volando por Estados Unidos, y de repente volver a aterrizar en casa, con las lógicas pautas y necesidades de coordinación, no iba a ser fácil, sin duda.
Falsa alarma. Ni el más mínimo atisbo de desavenencia. Todo lo contrario. Nunca habíamos recibido tantas muestras de cariño, ni tal despliegue de comprensión hacia los criterios establecidos en casa. Es como si ese año fuera hubiera hecho que nuestro hijo se viera confrontado sin red ante la realidad desnuda de tantas y tantas cosas habladas con él durante toda su vida. Y ha sentido esa realidad en sus carnes. Y cómo los consejos y los sermones soportados quizás durante años hubieran alcanzado de repente la categoría de tablas de la nueva alianza. Al menos así se lo expresa él a sus hermanos. Por fin ha entendido el enorme sentido de tantas y tantas cosas abordadas desde su niñez. Por fin ha podido experimentarlo por sí mismo. Y por fin ha podido testar sus fuerzas, su preparación y su entrenamiento para un desafío tan fiero. Y está exultante. Llamando a la puerta de la edad adulta por derecho propio. Con criterio. Sin prepotencia. Sabiendo que aún le quedan muchas normas que acatar. Muchas pruebas que superar. Muchas orejas que bajar. Pero empezando a entender por fin de qué va toda esta historia que es la vida. Y nosotros maravillados de tener un nuevo adulto en casa. Un adulto que se "come" el mundo cargado de ilusión y motivación. En estos días desde su regreso se ha encerrado en casa a estudiar por "motu propio", y se ha sacado la mitad del curso del conservatorio y el B1 de inglés, tras su aventura americana.
Este domingo pasado superó otra gran prueba. Le habían invitado a dar una mini conferencia sobre su experiencia en Estados Unidos a los nuevos estudiantes que parten para allá en agosto. Nos tocaba de nuevo ser parte del público por nuestro segundo hijo. Le costó aceptar el ofrecimiento. No se veía con ganas ni preparación de explicar nada ante más de doscientas personas, entre jóvenes y padres. Le animamos un poco, y le ayudamos a estructurar ideas. El tembleque de la pierna delataba sus nervios pocos minutos antes. Cualquier adulto habría estado probablemente igual que él. Pero cuando llegó el turno de tomar la palabra, decidió afrontarlo sin "chuleta". Cogió el "micro" como los nuevos raperos de moda, y se dedicó a dar vueltas en el escenario contando una y otra andanza, una y otra hazaña, uno y otro aprendizaje vivido. Su madre alucinaba boquiabierta. Yo alucinaba tronchado de la risa con sus bromas y desparpajo. Ambos no cabíamos de orgullo y perplejidad ante una faceta de nuestro hijo totalmente desconocida hasta ahora para nosotros.
Impactaron al auditorio sus andanza en el deporte y en la música, sus viajes, lo vivido con su familia y en el "high school"... Pero sobre todo los retos superados. Fue ahí donde Brenda, la mediadora intercultural que dirigía el acto, no dio crédito. Yo miraba su cara, y estaba alucinada. No le importó que Pablo le quitara el micrófono una y otra vez para ampliar más su historia. Probablemente cualquiera de aquellos retos hubiera supuesto semanas de trabajo para ella intermediando entre estudiante, familia americana y familia española. Pero ella ni se había enterado. Y él lo expresaba con la naturalidad de una oportunidad de aprender disfrazada de obstáculo. Que si ponerse a aprender trompeta cuando su instrumento era el violín. Que si ponerse a practicar "basket" o "cross-country" cuando lo suyo siempre había sido el fútbol. Que si enfrentarse a la economía o a la política de una asignatura como "Government", pensada para un 2º de Bachillerato, siendo él de la ESO aún. Que si adaptarse a que las tuberías de casa se congelaran por el frío invernal y hubiera que emigrar durante días a un hostal. Que si el último mes y medio estuvo rodeado de cajas de mudanza y durmiendo en un colchón en el suelo ante el inminente traslado de su familia americana a Filipinas. El diagnóstico de Brenda fue taxativo: un chaval todoterreno, el sueño de cualquier programa de intercambio como ese.
La ovación fue mayúscula. Las felicitaciones a Pablo por los pasillos incesantes. Los cinco minutos previstos para su charla se convirtieron casi en veinte. E incluso le invitaron a dar más charlas como esa en Madrid. Pero lo mejor fue escuchar eso de "un chico todoterreno". ¿Acaso la vida no va de eso? ¿De aceptar con alegría? ¿De hacerse uno con las circunstancias? ¿De fluir con el río? ¿O incluso de hacerse río? Seguiremos disfrutando de nuestro "hijo todoterreno" mientras la vida nos siga regalando su presencia con nosotros.


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domingo, 18 de junio de 2017

Ñoño

Es lo que tiene la escritura en familia. Debe representar estados de ánimo, sentimientos, vivencias o experiencias compartidas de forma coral. Y normalmente suele fluir más o menos esa expresión al unísono de nosotros cinco. Sólo ha habido un par de ocasiones en que no hemos llegado a publicar lo escrito, y ha sido por cuestiones del dolor que aún guardaban esas vivencias expresadas en palabras. Mejor no revivirlo.
Esta semana hemos tenido otro ejemplo, pero de diferente naturaleza. Me sentía tan conmovido tras escuchar a mi segundo hijo en su concierto de final de curso, que me dejé llevar. Era la misma sensación tras la audición de flauta de la "peque", o tras los conciertos de violín del mayor. Y escribí, escribí y escribí expresando lo que me transmitió. Quizás fue la emoción del momento. Quizás el sentir que coronábamos la cumbre de muchos esfuerzos compartidos en familia. Quizás simplemente el orgullo ante la obra maestra de un hijo, aunque lo fuera sólo para un padre o una madre. Pero tras mostrar mi borrador al clan, el dictamen familiar fue inapelable: lo que había escrito era "ñoño". Ñoño de solemnidad. No era censura. Podía publicarlo. Pero el calificativo era unánime. Abrumado ante tal fervor familiar, releí lo escrito. La verdad es que llevaban razón: era "ñoño" hasta decir "basta". Así que mejor esta semana hagamos que las palabras callen. Que hable mejor la música...



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jueves, 8 de junio de 2017

Vuelve a casa

Ha pasado casi un año. Parece que ha sido un suspiro. Aunque en los momentos duros se hizo eterno. Ya está aquí. Por fin. Ha vuelto a casa. No por navidad, como el anuncio, sino en junio. Pero ya está aquí. Sus hermanos y nosotros estábamos histéricos de los nervios estos últimos días. Es una sensación extraña. Nunca la habíamos experimentado. Nunca ninguno de los cinco había estado tanto tiempo separado físicamente del resto de la familia. La comunicación ha sido excepcionalmente fluida durante estos meses. A veces incluso más que cuando anda con sus cosas por casa. Pero un whatsapp o una videoconferencia nunca suplirán los abrazos eternos de una madre, la complicidad de una mirada, o un rato hablando de fútbol en el banquito del porche.
Se hizo de rogar. Una ventisca en Nueva York lo trajo con retraso. Pero unos minutos más, después de tantos meses, era un peaje mínimo. Cuando lo vimos salir por la puerta de Llegadas del aeropuerto, cargado de maletas y de su inseparable violín, todos dijimos lo mismo. "¡Estás cuadrado!" Y la verdad es que sí. Viene hercúleo. Sus espaldas y sus brazos son ya el doble de los míos. Aún le faltan unos milímetros para superarme en altura. Bromeé con ello, porque he ganado la apuesta. Pero en el resto me ha superado ya con creces. Me retó al baloncesto para compensar. La paliza será histórica.
Por supuesto hubo pancarta de bienvenida. En el aeropuerto y en casa. También globos. Pero sobre todo mucha emoción. No se recibe todos los días a un hijo o a un hermano tras tantos meses. Y era curioso observar la reacción de los hermanos, oteándose, observándose, analizando sus cambios, su evolución en este tiempo. No pude evitar pensar en esos cachorros en la sabana o en la jungla que crecen, se hacen mayores, y se reencuentran con el tiempo olisqueándose para reconocerse. Nuestros hijos andaban así ayer. Olisqueándose. Nos encantó el ambiente de concordia que reinaba en casa en estas primeras horas. No sé si será la novedad del reencuentro. O la estrenada madurez del hermano mayor retornado. Pero reinaba una paz y una camaradería entre hermanos que resultaba deliciosa. Es un ambiente maravilloso el que se respira en estos primeros días tras su regreso.
Viene cambiado. Para mejor. Más sereno. Más responsable. Más maduro. Más "aterrizado" en la vida. No le importó hablar casi todo el día en inglés. Antes de irse se resistía, pero ya casi piensa en inglés. Viene bien porque hay que prepararse para cuando recibamos a final de mes a sus "padres americanos", como él les llama. Desde luego nos sentimos en profunda gratitud con ellos. Han cuidado de nuestro retoño a la perfección. Y han compartido entre ellos una complicidad única. Ayer Adam y Brittany se preguntaban, tras la marcha de Pablo, si era posible tener el síndrome de "nido vacío" a los veintico años. Normal. A fin de cuentas, desde que se casaron hace un año, Pablo ha sido "uña y carne" con ellos.
Nuestra familia de tres hijos estrena etapa. De nuevo los cinco juntos. No por mucho. En agosto le toca a Samuel lanzarse a las "américas". Por eso antes habrá que resarcirse y darse un atracón de besos, abrazos y "achuchones". En unas semanas nos escaparemos a algún lugar perdido para disfrutar en familia. Hay que aprovechar antes de que se marche a más de ocho mil kilómetros. Toca reforzar nuestra "piña" para que se mantenga igual en la distancia, como ha sucedido con nuestro recién retornado.


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sábado, 3 de junio de 2017

Llévame al huerto

¿Qué hace un tío como yo en un sitio como éste? Es lo que me pregunté cuando empezamos hace un par de meses. Y es lo que me sigo preguntando cada semana cuando vuelvo. A fin de cuentas soy un "urbanita" empedernido. Veo a Mey entre semillas, azadones y regaderas y me cuadra al cien por cien: lleva los genes de su bisabuela en este asunto, y se le nota la soltura. ¿Pero yo? ¡Si no sé dar un paso sin tener que preguntar qué tocaría hacer ahora! ¡Si parezco un "pato mareado"! ¡Si el contacto que había tenido hasta ahora con zanahorias, brócolis o fresas había sido a través de un blister, de unas bolsas de supermercado, o de la mano del frutero del mercadillo. ¿Por qué este nuevo giro?
Hace tiempo que sentimos que un mundo diferente no se construye sólo desde nuestras burbujas asépticas de consumidores. Que ir a un supermercado lleno de estanterías y lineales bellamente decorados con carteles que te incitan a una compra compulsiva puede proveerte de forma rápida y eficiente de lo necesario para comer y beber, pero puede desconectarte del origen, del proceso, del sudor y de las implicaciones que eso que metes en el carrito tiene. Por eso hace tiempo decidimos abrir la puerta a la posibilidad de tener algún "terrenito" donde cultivar alguna "cosita". Pero todo era o muy caro o muy alejado. Mientras, podíamos seguir acudiendo puntualmente a nuestra amiga Reme, de Triana, con sus productos ecológicos. Con ella aprendimos a ser más locávoros; a tomar productos menos atractivos o maquillados; productos sólo de temporada y del terreno; productos más cercanos; productos que la meteorología, los gusanos o los caracoles hubieran decidido respetar. Pero en el fondo, seguíamos siendo simplemente consumidores. Quizás un poco más alternativos. Pero nuestras manos y nuestra conciencia aún estaban sin estrenar en esta materia.
Nos planteamos "tirarnos al monte" por ésta y por otras muchas razones. Pero en este mundo de la ciudad hay también mucho que trabajar en favor de un mundo diferente para vivir. En el trabajo, con los amigos, en el instituto o en el cole, con los vecinos...Esa opción la sentíamos como una pequeña huida, y por ahora decidimos esperar, dejar la puerta abierta, y abrirnos a la convicción de que la respuesta estaba por llegar. Nos abrimos de par en par a ella, y llegó. Siempre que eres receptivo, la vida es generosa. Nuestra amiga Belén ya cultivaba un huerto ecológico urbano con otra familia, sin nosotros saberlo. Esta otra familia tuvo que dejarlo, y Maria José nos lo comentó. ¡Allí estaba la respuesta que estábamos esperando! Bueno, bonito y barato. Un huerto ecológico de 75 metros cuadrados, a cinco minutos de casa, con agua, riego automático, y herramientas incluidas, por quince euros al mes. Y encima tendríamos la ocasión de conocer mejor a un alma "de las buenas" como Belén. ¿Qué más podíamos pedir?
Ahora nuestra lechugas, nuestras acelgas, nuestras judías y nuestras fresas saben mejor. No tenemos aún para autoabastecernos, pero se ha creado una relación más especial con eso que comemos, y con la tierra de la que provienen. Puede sonar absurdo, pero hay algo místico en todo esto. Ahora vemos lo que cuesta que lleguen a nuestra mesa. Las hemos visto crecer, y se crea un lazo especial con esas verduras y hortalizas que nos nutren, ya no sólo con sus proteínas y vitaminas, sino también con la sensación de gratitud y del vínculo que nos une a ellas.
Estamos convencidos de que este mundo mejorará un poquito si dejamos de aislarnos en nuestra torre de marfil como meros consumidores con tarjeta de crédito en mano, y pasamos a hacernos un poco "hacedores", productores o artesanos. Aunque sea en ratos sueltos. No de forma radical, quizás. Sino como medio de cultivar la consciencia y la conexión con la tierra.
Toca reconstruir los puentes que esta vida desenfrenada destruyó con aquello que comemos, bebemos o con lo que nos viste. Toca superar también aquí la historia en la que vivimos de separación del otro y de lo otro. Quizás eso implique ver pasear por la encimera de casa algún caracol polizonte en una de nuestras lechugas. Quizás suponga algún resto de tierra en las espinacas. Quizás también algún dolor en una espalda mal acostumbrada. O puede que toque sentirse "como un pulpo en un garaje" cuando nunca has labrado la tierra. No pasa nada: ahí están Mey y Belén para dar la consigna adecuada, a pesar de que te sientas el más patoso de la tierra. Vale la pena pagar el peaje. Por el sabor. Por la salud. Por la sostenibilidad. Por recuperar la conexión. Por la consciencia. 
Llevo varias semanas sin poder ir. Este mes de mayo ha sido demencial en ajetreos varios. Ayer fueron Mey y Eva, nuestra hija pequeña. Volvieron exultantes las dos, cargadas de cebollas y de infinidad de anécdotas con los vecinos agricultores, que siempre nos comparten semillas, hortalizas y su saber ancestral. Me encanta esa camaradería labriega. Parece que las judías en pocas semanas ya me han superado en altura. Espero que en unos días esto mejore, y las circunstancias me lleven de nuevo al huerto.

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