¿Qué hace un tío como yo en un sitio como éste? Es lo que me pregunté cuando empezamos hace un par de meses. Y es lo que me sigo preguntando cada semana cuando vuelvo. A fin de cuentas soy un "urbanita" empedernido. Veo a Mey entre semillas, azadones y regaderas y me cuadra al cien por cien: lleva los genes de su bisabuela en este asunto, y se le nota la soltura. ¿Pero yo? ¡Si no sé dar un paso sin tener que preguntar qué tocaría hacer ahora! ¡Si parezco un "pato mareado"! ¡Si el contacto que había tenido hasta ahora con zanahorias, brócolis o fresas había sido a través de un blister, de unas bolsas de supermercado, o de la mano del frutero del mercadillo. ¿Por qué este nuevo giro?
Hace tiempo que sentimos que un mundo diferente no se construye sólo desde nuestras burbujas asépticas de consumidores. Que ir a un supermercado lleno de estanterías y lineales bellamente decorados con carteles que te incitan a una compra compulsiva puede proveerte de forma rápida y eficiente de lo necesario para comer y beber, pero puede desconectarte del origen, del proceso, del sudor y de las implicaciones que eso que metes en el carrito tiene. Por eso hace tiempo decidimos abrir la puerta a la posibilidad de tener algún "terrenito" donde cultivar alguna "cosita". Pero todo era o muy caro o muy alejado. Mientras, podíamos seguir acudiendo puntualmente a nuestra amiga Reme, de Triana, con sus productos ecológicos. Con ella aprendimos a ser más locávoros; a tomar productos menos atractivos o maquillados; productos sólo de temporada y del terreno; productos más cercanos; productos que la meteorología, los gusanos o los caracoles hubieran decidido respetar. Pero en el fondo, seguíamos siendo simplemente consumidores. Quizás un poco más alternativos. Pero nuestras manos y nuestra conciencia aún estaban sin estrenar en esta materia.
Nos planteamos "tirarnos al monte" por ésta y por otras muchas razones. Pero en este mundo de la ciudad hay también mucho que trabajar en favor de un mundo diferente para vivir. En el trabajo, con los amigos, en el instituto o en el cole, con los vecinos...Esa opción la sentíamos como una pequeña huida, y por ahora decidimos esperar, dejar la puerta abierta, y abrirnos a la convicción de que la respuesta estaba por llegar. Nos abrimos de par en par a ella, y llegó. Siempre que eres receptivo, la vida es generosa. Nuestra amiga Belén ya cultivaba un huerto ecológico urbano con otra familia, sin nosotros saberlo. Esta otra familia tuvo que dejarlo, y Maria José nos lo comentó. ¡Allí estaba la respuesta que estábamos esperando! Bueno, bonito y barato. Un huerto ecológico de 75 metros cuadrados, a cinco minutos de casa, con agua, riego automático, y herramientas incluidas, por quince euros al mes. Y encima tendríamos la ocasión de conocer mejor a un alma "de las buenas" como Belén. ¿Qué más podíamos pedir?
Ahora nuestra lechugas, nuestras acelgas, nuestras judías y nuestras fresas saben mejor. No tenemos aún para autoabastecernos, pero se ha creado una relación más especial con eso que comemos, y con la tierra de la que provienen. Puede sonar absurdo, pero hay algo místico en todo esto. Ahora vemos lo que cuesta que lleguen a nuestra mesa. Las hemos visto crecer, y se crea un lazo especial con esas verduras y hortalizas que nos nutren, ya no sólo con sus proteínas y vitaminas, sino también con la sensación de gratitud y del vínculo que nos une a ellas.
Estamos convencidos de que este mundo mejorará un poquito si dejamos de aislarnos en nuestra torre de marfil como meros consumidores con tarjeta de crédito en mano, y pasamos a hacernos un poco "hacedores", productores o artesanos. Aunque sea en ratos sueltos. No de forma radical, quizás. Sino como medio de cultivar la consciencia y la conexión con la tierra.
Toca reconstruir los puentes que esta vida desenfrenada destruyó con aquello que comemos, bebemos o con lo que nos viste. Toca superar también aquí la historia en la que vivimos de separación del otro y de lo otro. Quizás eso implique ver pasear por la encimera de casa algún caracol polizonte en una de nuestras lechugas. Quizás suponga algún resto de tierra en las espinacas. Quizás también algún dolor en una espalda mal acostumbrada. O puede que toque sentirse "como un pulpo en un garaje" cuando nunca has labrado la tierra. No pasa nada: ahí están Mey y Belén para dar la consigna adecuada, a pesar de que te sientas el más patoso de la tierra. Vale la pena pagar el peaje. Por el sabor. Por la salud. Por la sostenibilidad. Por recuperar la conexión. Por la consciencia.
Llevo varias semanas sin poder ir. Este mes de mayo ha sido demencial en ajetreos varios. Ayer fueron Mey y Eva, nuestra hija pequeña. Volvieron exultantes las dos, cargadas de cebollas y de infinidad de anécdotas con los vecinos agricultores, que siempre nos comparten semillas, hortalizas y su saber ancestral. Me encanta esa camaradería labriega. Parece que las judías en pocas semanas ya me han superado en altura. Espero que en unos días esto mejore, y las circunstancias me lleven de nuevo al huerto.
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