Ya han pasado dos semanas de su regreso. Tiempo más que prudencial para sacar conclusiones. Para asentar los cambios. Para ubicarse de nuevo en el clan familiar. Es cierto que estábamos algo inquietos. Nos mentalizamos para que surgieran las lógicas fricciones tras retomar la vida familiar. Estar casi un año volando por Estados Unidos, y de repente volver a aterrizar en casa, con las lógicas pautas y necesidades de coordinación, no iba a ser fácil, sin duda.
Falsa alarma. Ni el más mínimo atisbo de desavenencia. Todo lo contrario. Nunca habíamos recibido tantas muestras de cariño, ni tal despliegue de comprensión hacia los criterios establecidos en casa. Es como si ese año fuera hubiera hecho que nuestro hijo se viera confrontado sin red ante la realidad desnuda de tantas y tantas cosas habladas con él durante toda su vida. Y ha sentido esa realidad en sus carnes. Y cómo los consejos y los sermones soportados quizás durante años hubieran alcanzado de repente la categoría de tablas de la nueva alianza. Al menos así se lo expresa él a sus hermanos. Por fin ha entendido el enorme sentido de tantas y tantas cosas abordadas desde su niñez. Por fin ha podido experimentarlo por sí mismo. Y por fin ha podido testar sus fuerzas, su preparación y su entrenamiento para un desafío tan fiero. Y está exultante. Llamando a la puerta de la edad adulta por derecho propio. Con criterio. Sin prepotencia. Sabiendo que aún le quedan muchas normas que acatar. Muchas pruebas que superar. Muchas orejas que bajar. Pero empezando a entender por fin de qué va toda esta historia que es la vida. Y nosotros maravillados de tener un nuevo adulto en casa. Un adulto que se "come" el mundo cargado de ilusión y motivación. En estos días desde su regreso se ha encerrado en casa a estudiar por "motu propio", y se ha sacado la mitad del curso del conservatorio y el B1 de inglés, tras su aventura americana.
Este domingo pasado superó otra gran prueba. Le habían invitado a dar una mini conferencia sobre su experiencia en Estados Unidos a los nuevos estudiantes que parten para allá en agosto. Nos tocaba de nuevo ser parte del público por nuestro segundo hijo. Le costó aceptar el ofrecimiento. No se veía con ganas ni preparación de explicar nada ante más de doscientas personas, entre jóvenes y padres. Le animamos un poco, y le ayudamos a estructurar ideas. El tembleque de la pierna delataba sus nervios pocos minutos antes. Cualquier adulto habría estado probablemente igual que él. Pero cuando llegó el turno de tomar la palabra, decidió afrontarlo sin "chuleta". Cogió el "micro" como los nuevos raperos de moda, y se dedicó a dar vueltas en el escenario contando una y otra andanza, una y otra hazaña, uno y otro aprendizaje vivido. Su madre alucinaba boquiabierta. Yo alucinaba tronchado de la risa con sus bromas y desparpajo. Ambos no cabíamos de orgullo y perplejidad ante una faceta de nuestro hijo totalmente desconocida hasta ahora para nosotros.
Impactaron al auditorio sus andanza en el deporte y en la música, sus viajes, lo vivido con su familia y en el "high school"... Pero sobre todo los retos superados. Fue ahí donde Brenda, la mediadora intercultural que dirigía el acto, no dio crédito. Yo miraba su cara, y estaba alucinada. No le importó que Pablo le quitara el micrófono una y otra vez para ampliar más su historia. Probablemente cualquiera de aquellos retos hubiera supuesto semanas de trabajo para ella intermediando entre estudiante, familia americana y familia española. Pero ella ni se había enterado. Y él lo expresaba con la naturalidad de una oportunidad de aprender disfrazada de obstáculo. Que si ponerse a aprender trompeta cuando su instrumento era el violín. Que si ponerse a practicar "basket" o "cross-country" cuando lo suyo siempre había sido el fútbol. Que si enfrentarse a la economía o a la política de una asignatura como "Government", pensada para un 2º de Bachillerato, siendo él de la ESO aún. Que si adaptarse a que las tuberías de casa se congelaran por el frío invernal y hubiera que emigrar durante días a un hostal. Que si el último mes y medio estuvo rodeado de cajas de mudanza y durmiendo en un colchón en el suelo ante el inminente traslado de su familia americana a Filipinas. El diagnóstico de Brenda fue taxativo: un chaval todoterreno, el sueño de cualquier programa de intercambio como ese.
La ovación fue mayúscula. Las felicitaciones a Pablo por los pasillos incesantes. Los cinco minutos previstos para su charla se convirtieron casi en veinte. E incluso le invitaron a dar más charlas como esa en Madrid. Pero lo mejor fue escuchar eso de "un chico todoterreno". ¿Acaso la vida no va de eso? ¿De aceptar con alegría? ¿De hacerse uno con las circunstancias? ¿De fluir con el río? ¿O incluso de hacerse río? Seguiremos disfrutando de nuestro "hijo todoterreno" mientras la vida nos siga regalando su presencia con nosotros.
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