El mundo se mueve gracias al motor del inconformismo. Me maravilla descubrir ese diamante en una persona. Es una energía vital que es capaz de movilizar almas, sacar agua del desierto, ilusión de la desidia, o construir en medio del caos. Pero esa rebeldía natural contra lo establecido, contra el "status quo", o simplemente contra lo injusto, insostenible o inaceptable, tiene un límite para nosotros: el equilibrio.
Nos sentimos unos inconformistas empedernidos. Pero ya se han repetido en nuestra vida demasiadas situaciones en las que ese inconformismo nos ha llevado a caer por el terraplén del desequilibrio. Una situación injusta, un planteamiento erróneo o malvado, una ineficacia o una ineficiencia sangrantes, o una actitud pasiva nos provocan tal reacción en contra que las formas se resienten. Y uno se llena tanto de razón que la acaba perdiendo.
Justo en mi trabajo actual, en una oficina de empleo, me sucedió esto. Hay tanto que creo que se podría hacer para mejorar la atención a los desempleados desde nuestro trabajo, y me mostré tan vehemente tratando de animar a hacer más y más, que generé rechazo, desconfianza y roce en las relaciones humanas. Estaba tan convencido de lo que había que hacer, de la necesidad de movilizarnos en tantas direcciones, y en superar lo que siempre se había hecho, que provoqué sin quererlo el choque de trenes. Mi inconformismo había espantado a quienes debían ser mis cómplices en la aventura del cambio. Y durante cierto tiempo hubo resquemor y actitudes huidizas con ciertas personas. Había entrado como elefante en cacharrería, o como toro en una tienda de porcelana, como dicen los ingleses. Y todas mis intenciones de cambio se habían frustrado con la fuerza de mi embestida. Mi inconformismo había perdido, de esa forma, ilusión y alegría. Y ya se sabe lo que sucede cuando el tener razón se pone por delante del tener alegría. Hasta que descubrí que quizás ese inconformismo debía ser equilibrado y respetuoso con quienes han vivido siempre en otra situación que se resisten a modificar, con quienes no tienen esas ansias de transformación, o con quienes ni se plantearon que las cosas pueden ser de otra forma. Y decidí tomarme ración doble de aceptación. Dicen que es una medicina que no tiene contraindicaciones siempre que no caigas en la renuncia o en la rendición.
Así que acepté. Acepté de corazón que quizás había cosas que yo no veía. Acepté que podría tener sentido el enfoque de nuestro trabajo. Acepté que tenía capacidad de cambiar las cosas en el simple "tú a tú" con quienes se sentaban en mi mesa. Acepté que se podían abrir espacios para hacer más cosas de lo que marcaba una simple jornada laboral. Y acepté que quizás el mayor esfuerzo debía aplicarlo sobre mi propio aprendizaje ante una situación que me sublevaba. Y poco a poco fue obrándose el milagro. Muchos usuarios me buscaban para que les atendiera. Empezaba a destensar la situación con quienes me veían como una amenaza. Surgió una posibilidad de reducción de jornada, y de iniciar nuevos y apasionantes proyectos. Todo cambió radicalmente. Llegué a tener la oportunidad de compartir, no hace mucho, algunas de mis propuestas de cambio y mejora en varias sesiones que impartí para todos mis compañeros, algo impensable tras mi entrada "triunfal". E incluso esta semana iniciaremos sesiones de "mindfulness" a primera hora, para mejorar nuestra atención a los usuarios. Increíble. Sencillamente increíble.
Las circunstancias en mi trabajo básicamente no han cambiado. Sigo creyendo que habría que hacer lo que ya propuse hace algunos años. Pero mi actitud de "salvapatrias" y de portador de la verdad sí. Y eso hace que se obre el milagro. Porque te haces más tolerante a la visión y experiencia del otro. Porque dejas resquicio para el error. Porque no colocas etiquetas de malo a quienes quizás no tenían otra opción de actuar como lo hicieron. Y todo se relaja. Todo se equilibra.
Por suerte o por desgracia, las energías afines se buscan y se encuentran. Y esta familia vive rodeada de gente también inconformista en muchas facetas de la vida. Todos ellos, pues, potenciales elefantes en cacharrería ante un mundo y una realidad a los que les cuesta evolucionar y moverse. O que tienen otra forma de hacerlo distinta a la que podamos plantear. Lo estamos viviendo ahora, de hecho, incluso en preciosos proyectos solidarios con los que colaboramos y que apuestan con intensidad por un mundo mejor. Pero la energía inconformista de algunos de sus impulsores acaba ahuyentando a quienes han de articular dicha metamorfosis, precisamente por no hacerlo con equilibrio.
Quedarse quieto no es una opción. La vida es puro y vertiginoso cambio. Pero conviene ser benévolo con los cambios de los demás y de uno mismo ante nuestra permanente mutación. Lo contrario nos llevará a una permanente fricción con una realidad cambiante y con el otro que, por naturaleza, siempre es heterogéneo. Habrá que aprender, pues, a domar al elefante.
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