domingo, 3 de marzo de 2019

Vía ferrata

Nunca habíamos practicado uno de esos deportes que llaman "de riesgo". Bastante adrelina genera ya la vida, para buscar más adrede. Pero tampoco somos de los que dejemos pasar una oportunidad sin exprimirla al máximo. Así que la ocasión la pintaban calva. No todos los días nos ofrecen que un explorador experimentado y recién jubilado, como Quique, nos acompañe en una aventura así junto a nuestro querido Luije, acabando su formación de guía de montaña. Y cuando viene de gente de ese calibre, uno firma el cheque en blanco que haya que firmar, aunque luego te acuerdes de toda la parentela, cuando te ves colgado a esa altura.
Primer tramo de la vía ferrata
Hasta hace una semana no sabíamos lo que era una vía ferrata. Y menos aún habíamos oído hablar de la de Camaleño, en Picos de Europa, todo un reto de casi 200 metros en vertical. Cierto es que contábamos con todas las medidas de seguridad para ello: casco, arnés, disipadores de energía en caso de caída, guantes y cuerda para tenernos a los inexpertos bien amarrados. Pero el miedo no te lo quita nadie cuando te ves a esa altura.
Hacía tiempo que no vivíamos una metáfora tan brutal de lo que es la vida. En pocos minutos te pasa de todo por la cabeza. La experiencia te confronta con tus miedos, con tus debilidades, con tus inseguridades... Quique subía el primero para mostrarnos el camino, y para asentar bien la cuerda que nos aseguraba en caso de caída. Tras él, y amarrados a unos 2-3 metros de distancia cada uno en la misma cuerda: Mey, Samuel, Eva y Rafa. Y cerrando el grupo, Luije vigilaba de que todo fuera bien. Subir agarrado a unos salientes y escalones de metal que son lo único que te unen a esta vida es una experiencia indescriptible. Jamás he sentido con más fuerza el vivir el "aquí y el ahora". Ni una sola preocupación de más. Ni un sólo pensamiento inútil en la mente. Si querías evitarte un buen susto, todo se reducía a acompasar tu ritmo al de tu compañero de arriba, unido a ti por ese mismo cabo salvador; a tener bien fijas tres de tus cuatro extremidades, mientras la cuarta iba tanteando dónde asentarse para seguir avanzando; a tener siempre uno de los dos mosquetones del disipador bien anclado a lo que llaman la "línea de vida"; y a controlar tus energías, tu respiración, y tu pánico.
Los primeros metros fueron de tanteo. De movimientos torpes. Sincronizar extremidades, mosquetones, cuerda y escalones se antojaba la tarea más complicada del mundo. Y las primeras preguntas martillean la mente cuando miras para abajo y confirmas que, sin duda, una caída desde esa altura podría ser ya mortal. ¿Para qué me meto yo en esto? ¿Qué necesidad tengo de algo así? ¿Y si les pasa algo a uno de nuestros hijos? A medida que esas preguntas te bloquean la mente, los miedos surgen casi automáticamente: ¿y si no tengo fuerzas para llegar arriba, y perjudico a los que están amarrados a mí? ¿Y si tienen que venir a rescatarme? Como si de un resorte fuera, en los eternos segundos de espera mientras Quique avanzaba afianzando posiciones y tu compañero de delante realizaba una progresión más, los primeros tembleques de brazos y piernas comienzan a aflorar. Es momento de respirar hondo, muy hondo. 
Mirar para abajo es mirar al pasado. Mirar para arriba es mirar al futuro. Ambos carecen de sentido en unos instantes así. Como en la vida misma. Aunque hayas superado ya unos metros, de nada sirve si caes. Y de poco sirve mirar para arriba cuando a ratos lo inclinado de la roca impide ver los escalones que hay apenas unos pasos por encima. Toda una incógnita que te pone aún más de los nervios. Mejor centrarse en la respiración, en descansar las extremidades, y en pensar dónde asentar brazos y piernas, dónde anclar los mosquetones y a qué ritmo en el siguiente movimiento. Qué hacer en el aquí y en el ahora. Como en la vida misma. Todo lo demás, sobra.
Eva se bloqueó. Subió una distancia espectacular en el primero de los tres tramos del recorrido, el más difícil. Pero la coordinación de los mosquetones con la cuerda y la distancia entre los escalones le jugó una mala pasada, y perdió los nervios. Y los míos con los suyos, aunque bien me guardara yo de mostrarlo para no asustarla más. ¿Qué hacer, más allá de animarla con frases cariñosas? El miedo es libre. ¡Que me lo dijeran a mí en esas circunstancias! Su bloqueo me impedía avanzar a mí, y el no poder avanzar o poder ayudarla también me bloqueaba. Mey me recordaba después que la situación era como ese aviso que dan en los aviones antes de despegar para que, en el caso de una pérdida de presión de cabina en el avión, cualquier persona se ponga la máscara de oxígeno antes de intentar ayudar a otros, incluso a sus hijos, ya que de no hacerlo posiblemente se pierda el conocimiento y se termine sin ponérsela a sí mismo o a nadie más. No veía la forma de ayudar a Eva a subir o bajar. Era momento de ponerme la máscara de oxígeno por si en unos segundo me tocaba ponérsela a ella tirando de una cuerda o algo por el estilo. Y de nuevo los miedos a la pérdida de un ser querido. Luije, sin embargo, más experimentado y resolutivo, subió por detrás de mí (aún no sé cómo), sujetó a Eva por la espalda, y le dio ese empuje de seguridad que necesitaba para llegar a la primera etapa de la subida sin mayor contratiempo.
Eva decidió no continuar. Ya había tenido suficiente. Y yo decidí no dejarla sola. No hubo reproches. No hubo lamentos. No hubo decepción. Sólo una experiencia de vida más. Un espejo magnífico en el que mirarse y conocerse más y mejor. Los demás continuaron la ascensión de los dos tramos siguientes, en lo que parecía toda una proeza vista desde abajo. Mey y Samuel estaban pletóricos. Y no era para menos. Lo que habían logrado era toda una heroicidad en su primer ascenso.
¿Que si repetiremos? Eva dice que sí. A mí me gustaría completar los tres tramos, y quién sabe si hacer la locura del puente tibetano. Pero lo que sí está claro es que los cuatro íbamos con la sensación de una experiencia única y maravillosa. Como la de la vida misma.



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