No recuerdo un mes de septiembre más frenético. Reconozco haber perdido los nervios más de lo que me gustaría reconocer: conflicto con la Consejería de Educación, posibles cambios laborales, problemas con los seguros y burocráticos de distinta índole, cientos de novedades en las tres "vueltas al cole" de nuestros hijos... ¡Yo que me había propuesto nunca más andar con prisas! ¡Toma 7 tazas de prisas y stress!
Cuando uno pasa un período al límite, tiene la sensación de que cualquier asunto añadido va a desbordar el vaso. Por eso cuando una chica polaca nos pidió alojarse en casa durante unos días hasta encontrar un apartamento donde acomodarse con su hija, estuvimos tentados de decirle que no. Y no sólo por el pequeño caos de este comienzo de curso, sino porque cuando alguien nos visita nos gusta acogerle al 100% y dedicarle el tiempo que se merece y éramos conscientes de que materialmente en esta ocasión no iba a ser posible. Así se lo hicimos saber, pero parecía imperiosa su necesidad y accedimos. A fin de cuentas nuestra primera experiencia como couchsurfers durante el verano había sido excepcional, y las circunstancias parecían exigir que era el momento de estrenarnos como anfitriones.

Los cuatro días que hemos pasado con nuestras amigas polacas han sido muy agradables: buena oportunidad para practicar el inglés en casa, para conocer anécdotas de otras culturas y para que los niños disfrutaran de lo lindo con el nuevo bebé de la familia. No pudimos mostrarles sitios de interés o monumentos, pero parece que no importó. Lo crucial lo tenían: cama, comida, red wifi para la búsqueda de apartamento, y buenos consejos. Les echamos una mano con las llamadas a las inmobiliarias (ya que aún Gosia no conoce el español), y les acompañamos a la hora de visitar y decidirse entre los últimos apartamentos. Parece que nuestra mera presencia como sus amigos y traductores obró el milagro. Las condiciones draconianas que les pedían para el alquiler (6 meses por adelantado) se esfumaron; la petición de avales y de justificantes de ingresos también; y las puertas de un soleado y bello apartamento a precio irrisorio se les abrían de par en par sólo por haberles acompañado. Simplemente habernos prestado a acogerles y acompañarles era justo lo que les abría la puerta a su pequeño sueño. Algo así debió suceder con el milagro de los panes y los peces: disponibilidad para compartir, aunque sea un poco de tiempo.
Ayer les llevamos al apartamento las últimas cajas que habían llegado por mensajería a casa desde Polonia. Gosia nos manifestó que no sabía cómo correspondernos: se sentía en deuda con nosotros. La mejor forma, sin duda, es que siga floreciendo nuestra relación y amistad. Parece que el SER UNO con el prójimo no requiere ni dinero, ni esfuerzos especiales, ni grandes golpes en el pecho; quizás sí olvidarse de nuestro stress, y salir de nuestro ahogo cotidiano. A veces la acogida y la mera presencia obran milagros.
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