martes, 24 de diciembre de 2019

Navidades de ayer y de hoy

El conductor debió apiadarse de mi, desplegando todo su espíritu navideño ¿Dónde va este español, "más perdido que un pulpo en un garaje", de noche, sin conocer la ciudad, y a 20 grados bajo cero?
"Patinando" y con gorro
Eso me preguntaba yo también desde que me bajé del avión en Montreal y durante todo el trayecto de autobús hasta Ottawa. Por aquel entonces sin Google Maps, sin navegador y sin ni siquiera un mísero mapa de papel, lo iba a tener crudo para llegar a mi destino. Sin pedírselo yo, se desvió de la ruta, y me llevó directamente hasta la misma puerta del apartamento de Mey. Todo un detalle, si no quieres arriesgarte a morir congelado en una visita sorpresa. Toqué al portero automático, todo nervioso, creyendo que el asombro sería mayúsculo. Y lo fue. Pero para mí. "¿Desde dónde llamas?", me preguntó ella. ¿Cómo que desde dónde llamo? Tardé unos instantes en entenderlo. Pero al final me di cuenta que su portero automático estaba conectado al teléfono, y que efectivamente, pensaba que la llamaba desde España. "Adivina", le contesté... Su cara de emoción, saliendo del ascensor para abrirme, llevando aquella camiseta de Tintín, y su abrazo descomunal aquel 19 de diciembre de principios de los años 90 quedarán para siempre en los anales de mis recuerdos navideños.
También las gigantescas estatuas de hielo en la calle. También mis tropiezos en la mayor pista del hielo del mundo, el canal de Ottawa. Y por supuesto aquel inusual y gélido frío que preocupaba hasta a los propios canadienses. Los días que estábamos a 10 bajo cero parecían el Caribe, comparados con los casi 50 que llegamos a tener con el efecto viento. Esos días se desaconsejaba, incluso, estar al aire libre más de 10 minutos. Y yo, tonto de mi, que ni siquiera quería ponerme gorro al principio. Pronto aprendí que me la jugaba, si no. Que incluso los coches había que conectarlos a las farolas para poder arrancarlos por las mañanas. Y que hasta en las cercanas Cataratas del Niágara, a pesar de la fuerza del agua, se formaban estalactitas de hielo en sus extremos con un frío polar tan extremo.
En aquellas Navidades no hubo apenas regalos. Ni maratonianos días de compras. Ni champán. Ni turrón. Ni Lotería. Ni multitudinarias cenas de Nochebuena. No hubo tampoco campanadas de Nochevieja. Aquel internet era aún muy precario, y la tele no retransmitía nada especial para celebrar el paso al nuevo año allí. Pero nosotros no las arreglamos con nuestras uvas, algún que otro villancico y unas campanadas improvisadas a base de "cacerolazos". Las risas fueron las mismas. No echamos de menos toda la parafernalia que suele acompañar estas fechas. Y sin embargos, sentimos con fuerza que la esencia de la Navidad era aquello que vivimos aquel año.
Después vinieron muchas Navidades más. De aquel apartamento de alquiler en un país lejano, pasamos a nuestro primer hogar en Bravo Murillo. Fueron Navidades al calor de aquella chimenea de forja y bajo aquel abeto de plástico que inauguramos poco después de casarnos. Ese árbol de Navidad se ha convertido, por méritos propios, en el auténtico testigo del paso de las décadas por nuestras vidas. Ha seguido participando en nuestras fiestas cada año hasta ahora. Siempre con algún cambio en su decoración. Alguna pequeña pieza más en el belén junto a sus pies. Alguna bola más o menos. Algún color distinto  en la cinta que lo vestía. Alguna luz diferente...
Papá Noel "in fraganti"
Pero no sólo fue cambiando la decoración del árbol. También quienes lo empezaron a decorar. Quienes tiraban de sus ramas y de sus bolas. Quienes se quedaban obnubilados con sus luces. Esos que son los verdaderos protagonistas de estas fechas. Y no sólo porque se celebre el nacimiento de un niño hace dos mil años. Sino porque probablemente son los niños quienes mejor encarnan el sentido de todo esto. Seas ateo o cristiano. Seas de belén o árbol. Seas de Papá Noel o de Reyes Magos. Seas de Nacimiento o de Solsticio de Invierno. Como me escribía un amigo hace unos días, se trata de celebrar el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Del conocimiento sobre la ignorancia. De la fertilidad sobre la aridez. De la alegría sobre la tristeza. De la esperanza sobre el pesimismo. ¿Acaso hay algo que encarne mejor todo eso que un niño o una niña?
Nuestros tres cachorros humanos se han encargado a conciencia de mantener en casa esa esencia y esa magia en estas fechas. Ese "volver a nacer". Ese "volver a hacerse niño". Vestidos de pastorcillos, de ángeles o de princesas. Redescubrir ese niño o esa niña interior que habita dentro de cada persona. Y conectar con esa luz. Abrirse a que un mundo mejor es posible gracias a la esperanza que representamos cada uno de nosotros/as. Que no es un cuento. Y que se puede hacer la luz entre tanta tiniebla que nos rodea. Incluso si se viven estas fechas a miles de kilómetros de distancia.
De nuevo este año nuestro abeto de plástico ya está desplegado en el salón. Da igual que los niños ya sean hombres y mujeres. Eva se encarga de que se mantengan las tradiciones en casa, y que la pereza o la desidia no ganen la partida. De nuevo celebraremos esa luz, ese renacer, esa ilusión y esa esperanza. Este año lo viviremos todos juntos tras varios años en que alguno estaba lejos. Así que habrá aún más risas, y aún más abrazos. Habrá que aprovecharlos bien, porque puede que un día falten. Pero mientras tanto, procuraremos celebrar que nuestros sueños siguen siendo más grandes que nuestros miedos.

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lunes, 9 de diciembre de 2019

Aquel nidito de recién casados

Fue nuestro primer hogar. Ése que queda en la retina para siempre. Apenas eran treinta metros cuadrados donde cabían el salón, el dormitorio, el cuarto de baño y la cocina. Un sitio minúsculo, pero para nosotros era todo un sueño, con su "chimeneita" de forja y todo. Nuestro "nidito de amor" de recién casados. Antes vivimos de alquiler unos meses en Joaquín María López, pero éste fue realmente nuestro primer hogar propio. Poco importaba que fuera un cuarto sin ascensor, o que de vez en cuando tuviéramos que luchar contra alguna que otra gotera o humedad, dada la edad del edificio. La ilusión de ser nuestra primera morada lo podía todo. Y eso que, por aquel entonces, el presupuesto andaba más que justo. Aún recordamos cuando apuntábamos en aquella lista, detrás de la puerta de la cocina, hasta el más mínimo gasto, por miedo a no llegar a fin de mes.
Siempre sentimos que aquel apartamento era todo un milagro. Vivir en pleno centro de Madrid, a tres minutos andando de Plaza de Castilla, con todas las comunicaciones a nuestro alcance, y sin embargo disfrutar de aquel maravilloso silencio y ese sol que entraba a raudales por las ventanas, era todo un lujo. Sólo se escuchaba cada dos semanas, y a lo lejos, el rugido de la afición gritando algún  gol en el Santiago Bernabeu.
Allí vivimos momentos mágicos. De esos que jamás se olvidan, por muchos Alzheimers que puedan venir. Como aquel de la llegada de Pablo, recién nacido, desde el hospital. Aquel pequeño desconocido venía a revolucionarlo todo con los dos hermanos que vendrían más tarde. Y aquel parquet de aquel pequeño salón sobre el que reposaba su "maxi-cosi" era testigo de ese trascendental paso en la liturgia iniciática de formar una familia. De pasar de una parejita en su rinconcito de amor, todo "cuco" y ordenado, a un pequeño pero maravilloso caos de pañales, biberones, chupetes y muñecos con olor a Nenuco.
Cuando al poco tiempo nos fuimos para el Sur, no miramos atrás. No hubo "morriña". Aquellos momentos maravillosos nunca se irían de la memoria. Y, como siempre, la ilusión del nuevo camino nos ancló a aquel presente en Andalucía, nunca al pasado, por muy bello que fuera el que allí vivimos.
Sin embargo Mey y yo nos conjuramos respecto a aquel apartamento, tras darle las gracias en nuestro interior por los años allí vividos. Por un lado le dijimos un "hasta luego", quizás hasta que nuestros hijos lo necesitaran en la etapa universitaria o en sus primeros "pinitos" laborales en la capital. Y por el otro decidimos que aquel idilio que habíamos vivido en aquel lugar debía continuar. Que aquella magia debía persistir, aunque ya no estuviéramos nosotros. Y decidimos que quien lo habitara, debía estar enamorado de ese sitio como nosotros lo estuvimos. Y para ello debía sentirlo como algo propio, como algo personal. Por eso pusimos un precio tan irrisorio, la mitad del que se cobraba en la zona. Por eso decidimos dar plenos poderes a quien viniera a habitarlo. Y de paso, decidimos descargar de tensión, de exigencias y de recelos la relación que, por desgracia, existe muchas veces entre arrendador e inquilino. Decidimos, en definitiva "descosificar" aquel apartamento. ¡Qué tontería, pensaréis! "Descosificar" algo tan físico y tan material como un apartamento. Pues sí. Por desgracia, en este mundo que vivimos, se tiende a dar valor a las cosas en la medida en que hay un interés de por medio, la mayoría de las veces cuantificable en dinero contante y sonante. Pero cuando decides dar valor a los momentos, a la magia de los sitios, a los recuerdos impregnados en las paredes, a la confianza y a la relación, el interés y el dinero dejan de ocupar el centro de todo, y surge algo distinto, muy distinto. Incluso con auténticos desconocidos.
Durante estos casi dieciocho años, han vivido allí Ugo, Ana, José Manuel, Raúl, María Pilar y Hernán. A ninguno los conocíamos de antes. Y a todos les transmitimos esta loca idea de poner en el centro la confianza y la relación, por delante del interés económico o los roles jurídicos. Y por supuesto funcionó. Nunca tuvimos un encontronazo. Nunca tuvimos que subir a Madrid para reparar un enchufe, gestionar un siniestro con el fontanero, o comprar un frigorífico nuevo. Ellos se encargaron de todo como si fuera un asunto propio. Y mira que es normal que surjan incidencias durante tantos años en un piso ya antiguo. Nunca hubo un "tira y afloja". Nunca un impago. Nunca un retraso.
Con Hernán, el inquilino actual, la relación es aún más especial. Ha cristalizado en una bella amistad. Entró en el apartamento sin referencias de nadie, pensando que su origen colombiano pesaría como una losa, como ya le pasó en tantas otras ocasiones. Que habría recelos y desconfianza por su condición de inmigrante. Que estaríamos encima de él para saber qué hacía o no hacía en nuestro piso. Y se sorprendió desde el principio por nuestra confianza absoluta en él y por disponer de un hogar así y a ese precio, como si fuera de verdad suyo.
Cuando se crean las circunstancias y el marco adecuado, igual que cuando riegas y cuidas una planta y le das mimos, lo lógico es que la planta crezca y dé flores. Incluso aunque no lo esperes. Aunque no supieras que esa planta da flores. Sí, es cierto que la semilla debe ser buena. Pero también que el universo se acaba confabulando para que la semilla y el agua acaben encontrándose. Hernán trae una "pedazo" de semilla en su interior. Y ha brotado en él un enorme sentimiento de gratitud por nuestra actitud con él. Lleva años pidiéndonos que le subamos el alquiler. ¡Un inquilino pidiendo que le suban el alquiler! Pero no. No estamos dispuestos a ello. Estamos en plena guerra de gratitudes. Nosotros también estamos encantados con su actitud y cuidado del apartamento. Estamos enormemente agradecidos de que impulsara la insufrible reforma del baño sin que tuviéramos nosotros que estar allí. Que haya cuidado así de nuestro antiguo hogar. Y que lo haya hecho suyo como lo hicimos nosotros. Probablemente mejor, incluso.
Hace unos meses Hernán se nacionalizó español. Y con esa excusa quería cambiar el contrato y que le subiéramos la mensualidad. Cosas de la gratitud. Estuvo en casa en Málaga hace unas semanas. Probablemente la excusa era ese cambio de contrato. Pero estuvimos tan a gusto charlando y disfrutando en la playa, que ni nos acordamos del cambio de contrato, ni por supuesto, del aumento de la mensualidad. Nuestra gratitud con él ganó el combate. Pero no la guerra. Porque sólo nos pidió una cosa: permitirle entonces hacer unas pequeñas mejoras en el apartamento a su costa, dado que no le queríamos subir el alquiler. Imposible negarse. Tan importante es saber dar como saber recibir. Y a fin de cuentas es su hogar ahora.
Hace unos días recibí un mensaje suyo por whatsapp. Era un vídeo que aparecía negro. Estuve a punto de borrarlo, pensando que sería uno de esos vídeos de bromas que se suelen enviar. Pero algo me dijo que lo abriera. Y cuando lo hice, me quedé con las "patas colgando", como se suele decir por aquí. Era un vídeo-sorpresa (ver en nuestro Patreon solidario). Durante semanas se había esmerado a conciencia en nuestro apartamento. Le había quitado el gotelé. Había pintado paredes. Había cambiado las vetustas luces del salón. Había retirado los antiguos acumuladores de calor. Había pintado el armario del dormitorio. Había puesto paredes de imanes y pizarra en la cocina para poder escribir mensajes y pegar recuerdos. Había comprado una nueva campana extractora. Y también un lavavajillas de segunda mano. Y aún nos preguntaba si nos parecía bien, porque si no, lo volvía a cambiar.
No sé cuántas veces hemos visto y mostrado ese vídeo Mey y yo. Lo que sí sé es que cada vez que lo vemos, sentimos que acertamos con nuestro apartamento durante todos estos años. Hay quien piensa, cuando contamos esta historia, que durante estos años podíamos haber sacado por él un buen puñado de miles de euros más. Probablemente. Pero hace ya tiempo que descubrimos que vivir no va de euros ni de dólares. Sino de conexión de almas. De gratitudes que se retroalimentan hasta el infinito. Y ya el universo se encarga de lo demás.


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domingo, 24 de noviembre de 2019

Resiliencia

Hacía tres años que no nos veíamos. Pero ni el tiempo ni la distancia son un problema cuando la amistad es verdadera y el cariño profundo. Por eso cuando nos abrazamos el pasado fin de semana, es como si lo hubiéramos hecho dos días antes.
Se les ve muy bien. Más que bien, diría yo. Destilan esa felicidad serena que supera los altibajos del día a día. Esa que buscan millones de personas acumulando cosas, relaciones o poder, en una búsqueda casi siempre infructuosa.
Cualquiera que los viera en plena Sierra de Segura, rodeados de árboles, de agua, de sus animales, y con el majestuoso vuelo de los buitres siempre visible desde su ventana, pensaría que lo suyo es una huida. Pero no. La suya no es una historia de huida. Es una historia de valentía y de superación desde que les conocimos como vecinos hace ya algunos añitos.
Hay una nota común en las personas más sabias que conocemos. Y esa nota se repite también con Jose y Marga. No huyen de la adversidad. No creen en la buena o mala suerte. Aceptan su suerte como parte del camino vital. No es que se regodeen con los obstáculos de la vida. Pero no se aferran a que las cosas deberían ser de otro modo. Simplemente se adaptan positivamente a las situaciones complicadas que se interponen en la vida. Dicen que a eso se le llama resiliencia. Lo cierto es que ellos ocupan su tiempo y sus energías en dar respuestas constructivas a las collejas que a todos nos da el destino. Y a veces las collejas se convierten en bofetadas, o hasta en hachazos. Pocos lamentos y ninguna lágrima les recuerdo, tras la suyas. Y no han sido pocas.
Atrás parece haber quedado el despido de él de la fábrica de Santana en Linares. Atrás también los largos meses de ella postrada en la cama con esos dolores en la espalda que la llevaron al quirófano primero y a la incapacidad absoluta después, con treinta y pocos años, y una energía y una capacidad desbordantes. Atrás quedó también la zozobra de no poder llegar a final de mes porque les retiraban la única pensión de la que dependían ellos y sus dos hijos, en aquellos recortes injustos durante la crisis. Luego vendría la decisión de abandonarlo todo y buscar refugio en el campo, ante la imposibilidad de pagar las facturas de la calefacción o de la luz. De poco sirvieron los ofrecimientos de los amigos, ya que son de los que afrontan los golpes de la vida con sus propias fuerzas, sin dependencias. 
Cuando te vienen de repente tantas tortas a la vez, lo fácil es echarse a llorar, bajar los brazos, y colgarte el cartel de víctima de una confabulación universal de la mala suerte. Pero ellos no son de esos. Y quizás deberían andar dando clases por ahí, porque muchos creen que esto de vivir va de buena o mala suerte. Y no. No va de eso. La vida es así de dual. Las alegrías las experimentas porque también has vivido las tristezas. Y ambas te van conformando como persona. Y sin embargo nos pasamos media vida huyendo de situaciones que creemos negativas y corriendo detrás de las que pensamos placenteras.
El desempleo de entonces de él se ha convertido hoy en una pasión por sus colmenas, por sus plantas y por sus animales. Ha pasado de ser una persona callada y gris a un auténtico apasionado por lo que vive, y uno se queda embobado escuchándole. El insoportable dolor de ella de entonces es hoy apenas un cosquilleo por la pierna, gracias al mecanismo, con batería incluido, que tiene incrustado en su espalda, y que va conectado a su espina dorsal. Y no es que hayan dejado de tener problemas o dificultades. Fueron expulsados de mala forma por el dueño de aquella primera casa alquilada en el campo a la que dedicaron tantos desvelos para adecentarla, y que finalmente sería vendida con todas sus mejoras. Pero ese nuevo mal trago se ha convertido en gratitud ante el maravilloso hogar que hoy disfrutan. Nos contaron las trabas y dificultades que les pusieron para conectarles la electricidad, y el coste prohibitivo que les presupuestaron. Pero ellos, en vez de venirse abajo tras el enésimo contratiempo, lo usaron como empujón para decidirse por un autoabastecimiento energético que resulta envidiable hoy, en una casa con agua, luz y calefacción sin dependencias de ninguna multinacional. Ellos se los guisan todo, y ellos se lo comen todo. Literalmente. Y están alejados del mundanal ruido, pero gracias a su conexión de internet por satélite están a la última en todo, y tan combativos como siempre.
Han conseguido que el autobús del instituto recoja a los chavales de la zona. Son unos auténticos expertos en plantas medicinales y en recetas sanas. Se preocupan por los perros que numerosos cazadores inconscientes abandonan en las batidas por la zona. Y sin obsesiones, cuidan de ocho perros y nueve gatos, por pura responsabilidad como seres vivos que son.
Sin duda, hay también algo que tiene mucho que ver con su forma de vivir y de afrontar las adversidades. Disfrutan mucho de estar el uno con el otro. Y puede parecer una tontería, pero eso hoy escasea. Hoy en día parece imprescindible rodearse de gente, de tiendas, de actividades, de eventos y de ruido, quizás por el miedo a encontrarnos a solas con nosotros mismos. Buscamos fuera lo que debemos primero encontrar dentro. Ellos han perdido ya ese miedo, quizás por el propio silencio y tranquilidad que les rodea. Y disfrutan de compartir en pareja lo que han encontrado cada uno por su lado. Por eso da gusto verlos sin necesitar a nadie más, aunque luego sean la mar de sociables y abiertos.
Marga y Jose no es que sean resilientes. Es que han hecho de la adaptación en positivo su forma de vida. Cada obstáculo que el destino les parecía tener preparado, se ha convertido en el trampolín perfecto hacia una mayor apertura consciencial, para ser personas más completas, y para priorizar las cosas verdaderamente importantes. Y eso se nota. Cuando pasas unos días con ellos, vienes cargado con la energía del optimismo, de la serenidad, y del contacto con la sencillez de la vida.


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domingo, 10 de noviembre de 2019

Adrenalina

Tirarse de un puente. Hacer rafting en aguas caudalosas entre cañones inaccesibles. Lanzarse en paracaídas o parapente. Verte surfeando ante olas de seis o siete metros. Ascender una pared vertical aferrándote a la roca tan solo con tus dedos... Si buscas peripecias, todo eso está muy bien. Pero si lo que de verdad buscas es aventura extrema, no lo dudes: apúntate a esto de tener familia numerosa. Y si cada uno de sus miembros está tan "chalado" como nosotros, desde luego no te vas a aburrir.
Quien nos lea de vez en cuando, puede pensar que qué simpática la anécdota del jersey, la novedad de la furgoneta, o el episodio del descenso en canoa. O que qué auténticos los cuentos que se le ocurren a Mey, o la gente que se cruza en nuestro camino. Y pueden pensar que nuestra vida se desenvuelve entre anécdotas y risas en un equilibrio armonioso y sereno. Pues no. Esto no va de eso. Y estas últimas semanas son la viva expresión de ese loco caos que nos rodea.
Escribo esto desde la cocina un domingo a las ocho de la mañana porque nuestra zona de trabajo en el sótano ha sido "okupada" por cuatro preadolescentes que duermen hoy en casa, celebrando los catorce años de Eva. Nuestro sótano ya está acostumbrado a ser un "piso-patera" de amigos, familiares e invitados de todo tipo. No sé qué sería de esta casa sin la "vidilla" que le da ese sótano. Dos italianos, un marroquí, una madrileña, un belga, un colombiano y dos inglesas lo han habitado desde el verano. Por supuesto, y por enésima vez, también el fontanero. Este jueves ha vuelto a abrir el techo del trastero, y el ritmo es de una gota cada treinta segundos. Así que durante unas pocas semanas dejaremos abierto el techo, y los cubos debajo, para ver cómo evoluciona la cosa. Así le damos un aspecto más desenfadado y de batalla a nuestro querido sótano.
Algunos de los visitantes de nuestro sótano
Uno podría pensar que menudo trasiego tiene esta familia en su sótano con tanta visita y fontanero entrando y saliendo. Pues no. Esa no es la principal actividad de nuestro sótano. Realmente es el cuartel general de lo que Mey y yo llevamos tiempo denominando como "la corporation". Sí. Porque con la energía que despliegan nuestros retoños en eso de empezar a desplegar las alas, desde hace ya bastante se ha convertido en una macro-gestoría. En ella hacemos nuestros "pinitos" en todo tipo de gestiones y burocracias varias: que si revisar el contenido y el inglés de una tesina de economía de nuestro Pablo desde Italia; que si acabar los formularios y unir los trozos del vídeo que hemos grabado en distintos emplazamientos para que Eva pueda estudiar en Estados Unidos el próximo curso; que si revisar las "applications" de Samuel y Pablo para la primera universidad extranjera a la que les gustaría ir, siempre que consigan beca para ello; que si coordinar con ellos la preparación del examen SAT de diciembre para tener más opciones de beca en el resto de solicitudes a otras universidades en los próximos meses; que si organizar la petición de distintas cartas de recomendación que les puedan abrir puertas; o que si ayudar a planificarse a Samuel ante tantos frentes que se le van abriendo frente a su tendencia a la anarquía. Todo un sinfín de formularios, webs y documentos que animan la ya de por sí compleja vida habitual de cualquier casa.
Por suerte, la aventura de esta familia no se circunscribe tan sólo al sótano, ni nuestra actividad tan sólo a tareas burocráticas. Hace ya tiempo que tenemos montado un negocio (palabra que debe venir de "no-ocio") en el noble oficio de los taxistas. Eso sí: gratis. Así, los lunes recogemos en el conservatorio de Málaga a las nueve de la noche a Samuel y a una compañera; el martes llevamos y traemos de Málaga a Eva para su clase de orquesta; el viernes también recorremos esos 35 kilómetros de ida y de vuelta para nuevos ensayos grupales; el sábado toca madrugar para clase de chino; y entre medias, algunas pocas idas y venidas más, ya por Vélez y Torre del Mar, para la Escuela de Idiomas y para la Piscina Municipal. Menos mal que el jueves pueden aprovechar el autobús que pusimos en marcha hace tres cursos para los estudiantes de música de la comarca. Aunque lo cierto es que de las reuniones del Consejo Escolar del Instituto o de las del Conservatorio, hace tiempo que nos hemos tenido que descolgar, porque el don de la omnipresencia aún no lo tenemos muy desarrollado.
No será porque no intentamos reducir ese ajetreo de idas y venidas. Pero no hay forma. Siempre surge algo. Cuando no es que hay que  llevar a arreglar la flauta travesera de Eva como el viernes, es que hay llevar el coche al taller como hace 10 días, o es que toca una ronda de vacunas para Eva o la revisión ocular de la Orto-K de Eva o Samuel.
Por supuesto, todo lo anterior no es más que el añadido, la guinda del pastel. El grueso de la "normalidad" de esta "casa de locos" lo lleva Mey: alimentación equilibrada y sana, ropa, compras, limpieza... Toda una organización y planificación a medida, que sería la envidia de cualquier multinacional. No me explico aún cómo puede tener cabeza para tanta cosa y tanto detalle.
¿Que si hay contratiempos o tareas extra? Pues alguna, la verdad. Usando estas últimas semanas de ejemplo, nos ha tocado: la afinación anual del piano de casa; un curso de materia tributaria por internet; preparar las sesiones de mindfulness de la oficina cuando toca; el cambio de la batería del coche pequeño que dejó tirado a Mey en la calle; reuniones para decidir si nos embarcábamos en invertir en la autonomía energética de casa, aunque la disposición de los tejados no parece la propicia; reclamar unos cargos fraudulentos que nos hicieron por internet y que hemos reclamado hasta que nos los han devuelto; tratar de impulsar una asociación de apoyo al proyecto educativo de los colegios donde cursa Pablo en Italia, iniciando un sistema de recogida de fondos para becas a más estudiantes; y un episodio más de nuestra batalla contra el Banco Santander, al que en tres asuntos distintos, le llevamos ganado un juicio y dos dictámenes del Banco España, aunque no están por la labor de devolvernos lo que indebidamente se han apropiado. A veces nos gustaría ser más conformistas, la verdad aunque fuera para tener una agenda con algo de cordura. Pero debe ser cuestión del ADN quizás...
Es cierto que la cosa se ha complicado más de lo habitual estas semanas. Y no por la situación política o por unas elecciones, a las que miramos de reojo, para responder a las preguntas que les surgen a nuestros hijos. Sino porque tuve una cirugía maxilofacial hace tres semanas por una muela del juicio atrincherada en el interior de mi encía, y porque me acaban de ascender en el trabajo, y toca nuevo despacho, nuevos procesos y nuevas formas para crear equipo en un nuevo Servicio recién creado.
Sí. Lo sabemos. Esto es de locos. Va mucho más allá de la búsqueda puntual de emociones fuertes en los deportes de riesgo. Pero con la adrenalina del ajetreo vital debe pasar como con la sarna. Que con gusto, no pica.

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domingo, 27 de octubre de 2019

Reírse de sí mismo

El mundo es de los valientes. Pero valientes hay de muchos tipos. Hay quienes se llaman valientes, pero en realidad no son sino temerarios adictos a la adrenalina de situaciones límite. También hay valientes que se atreven a explorar lo desconocido y lejano. Por supuesto están los que se enfrentan nada más y nada menos que "al que dirán", y eso ya es para nota. Pero entre mis favoritos se hallan quienes son capaces de reírse de sí mismos. De esos no hay muchos. Hay que tener muchas agallas para ello. Vivimos en un mundo de postureo y "likes" en el que no se lleva reconocer los tropiezos.
Eva, en Cabo de Gata, hace una semana
Todos somo perfectos, inmaculados, guapos e infalibles. Y sin embargo no hay nada que nos haga crecer más que el error, la metedura de pata, o el batacazo olímpico. A nosotros y a quienes aprenden con nuestros errores. Mey dice que los alumnos que mejor aprenden en sus clases de inglés son los que no temen equivocarse en público. Mi hija pertenece a ese club de valientes. Hoy no escribiríamos esto, si antes no nos hubiera autorizado a ello. A pesar de lo aparentemente simple de la anécdota. Se expone públicamente a sus trece años. Y lo hace por si le sirve a alguien. Como le ha servido a ella.
Era un viernes por la tarde de hace pocas semanas. Aunque ya era otoño, hacía un calor considerable a las cinco de la tarde. Y el coche llevaba al sol unas cuantas horas. La sauna estaba asegurada. La llevábamos a su ensayo semanal de orquesta de flautas, y buscaba la aprobación materna a su indumentaria, como es habitual en estas edades. Mey, toda inocente, le dijo que estaba muy guapa, pero que quizás iba a pasar calor con el jersey que llevaba puesto. "¡Craso error!", pensaría quizás después. Esa nimia valoración, se convertiría en motivo de ardua discusión durante los tres cuartos de hora de trayecto. 
La cara de Eva se trasformó. Siempre busca la sintonía con su madre. Lo que inicialmente esperaba como un piropo, lo interpretó como una crítica. Y al verse señalada, su ego empezó a desvariar. Lo que ella lleva no era un jersey. Mey y yo nos miramos, sin saber si mordernos la lengua para no reírnos, o si buscar dónde estaba la cámara oculta. Pero no. Volvía a repetir su argumento cada vez con más vehemencia, y con voz más exaltada. "Aquello NO era un jersey". Quizás buscaba convencernos de que era un jersey más fino que otros. Quizás podía haber argumentado que no le gustaba mucho la camiseta de debajo y con el jersey la ocultaba. Quizás podía haber dicho que estaba cansada ya de la ropa de verano. Pero no. "Aquello NO era un jersey".
Os aseguramos que lo que llevaba puesto era una prenda de punto con mangas que le cubría desde el cuello a la cintura. Y aquello, según la Real Academia de la Lengua se denomina "jersey".
Al principio, simplemente negó que fuera un jersey, quizás pensando que negándolo, pudiera ser aceptable su uso con aquel calor. Pero a medida que la sauna fue haciendo sus efectos en la conversación, empezó incluso a llamarlo "chaquetita", aunque ni tenía apertura ni botones por ningún lado.
Mey y yo nos miramos, y decidimos que, aunque no había muchas ganas tras una semana intensa, tocaba aprovechar la coyuntura para hablar de lo que estaba pasando. Todo aquello era tan "de manual", que debía ponerse sobre la mesa inexorablemente.
Nuestra mente y nuestro ego tienen, sin duda, una función destacada en nuestra vida. Nos ayudan a encontrar salidas. Nos ayudan a dar respuestas en el sinfín de cruces de caminos que a diario se nos abren. Y en definitiva, están diseñados para nuestra supervivencia. Sin embargo, demasiadas veces, nos acabamos identificando con la mente, como forma de diferenciarnos de los demás. Y es ahí cuando surge el problema: identificación, y separación del otro. Y eso sucede cuando pensamos que somos esos pensamientos que la mente hace aflorar. Y defendemos "a capa y espada" esos pensamientos, como si en ello nos fuera la vida. Por muy peregrinos que sean. Porque cuando se dice "esto no es un jersey", al ser algo tan objetivo, es muy fácil de identificar que se trata de una treta de nuestra mente y nuestro ego, y por eso sirve tan bien como ejemplo. Pero los pensamientos de nuestra mente no siempre son tan claros como ese. "Es que nadie me quiere". "Es que siempre he sido el patito feo de mi casa". "Es que siempre me toca a mí". "Es que la gente que me rodea son todos unos vagos..."
El jersey de la polémica
Hubo un tiempo en que, durante meses, mi mente no paraba de repetir un pensamiento: "Estoy agobiado", "Estoy agobiado"...Y lo conectaba con otra formulación que no paraba de rumiar una y otra vez: "Tengo que...", "Tengo que.." Hasta que empecé a darme cuenta que yo no era ese pensamiento. Que soy mucho más que unos pensamientos. Y que esos pensamientos perdían su poder sobre mi, en el momento en que los observaba como un simple espectador o testigo. No se trataba de anular mis pensamientos. Se trataba de ubicarlos en el momento y lugar que les corresponde, como una herramienta más a mi servicio, y no que usurparan áreas de mi ser, como lo estaban haciendo, llevándome a una hiper-responsabilidad y a un agobio permanentes sin sentido. Aquello fue mi particular episodio de "ésto NO es un jersey". Me di cuenta de ello. Y desde entonces procuro no tomarme demasiado en serio lo que el ego trata de imponer desde la "cabecita".
Eva, aquel viernes, también acabó distanciándose de aquel pensamiento sobre el jersey. Incluso se acabó riendo de él y de su cabezonería transitoria identificándose con un pensamiento tan absurdo como el mío. Y cuando eso sucede, se abre un espacio de luz y de consciencia que no tiene precio. Pura salud mental. Pero no todos están dispuestos a abrir ese espacio y reírse de sí mismos. Sólo unos pocos valientes. Como Eva aquel viernes.
Llegando al conservatorio, Eva nos hizo la pregunta del millón: "Y esto, ¿por qué no nos lo explican en el colegio?". Y llevaba razón. Probablemente debería ser materia obligatoria. Gestión de las emociones, técnicas para equilibrar la mente, saber reírse de sí mismo/a cuando "se nos va la olla"... Probablemente habría gente más sana andando por ahí. Y no haría falta ser un valiente, sino que sería lo habitual.


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lunes, 7 de octubre de 2019

La furgoneta "hippy"

Discreta lo que se dice discreta no es, la verdad. ¿Para qué vamos a decir lo contrario? Pero probablemente en eso está su encanto. Cortinillas de estrellas. Llantas relucientes. Un rojo eléctrico conjugando con un blanco "esclarecido". Y una combinación entre lo "retro" y lo "hippy". ¿Hay acaso algo más llamativo que eso? Probablemente no. Pero por eso, este fin de semana, cuando la estrenábamos, no parábamos de ver sonrisas, caras de complicidad y pulgares en alto cuando parábamos en cualquier semáforo o paso de cebra. Quizás por la simpatía que despiertan sus formas y colores. O quizás por afinidad con el estilo de vida que suscita verla.
Cuando nos casamos, en broma, Mey me dijo que "sólo" tenía dos caprichos para su vida conyugal: un "chateau" francés, y una furgoneta "hippy". Lo del castillo lo veo "chungo" en esta vida, por mucho que me puedan ascender en el trabajo. Pero lo de la "furgo" sí que ha llegado, por fin. Aunque debo reconocer que ha sido gracias a ella, sin lugar a dudas. Porque lleva tiempo imaginándosela y pidiéndoselo al Universo (y también a nuestro amigo Pepe, del taller). Y hasta que nos ha caído del cielo, no ha parado. Erre que erre. Y cuando te llega un "chollo" así, con las tres "B" (bueno, bonito y barato), ¡a ver cómo dices que no! Por muy cabal que seas, y muy convencido que estés de que es importante ahorrar para la carrera de los niños. Así que un consejo: cuidado con lo que le pedís al Universo. Apuntad bien. Porque se puede acabar cumpliendo. "Al dedillo".
Si teníamos poca fama de bohemios o "hippies", con esto ya queda confirmado oficial y públicamente. Nos colgamos la etiqueta de buen gusto. Y es curioso. Pero no han sido pocos los que, al ver la furgoneta, o enterarse de que la habíamos comprado, han dicho que algo así siempre fue su sueño. Poder volar sin rumbo fijo. Sin plan alguno. Dormir en cualquier sitio ante un bello atardecer. Y hacer de la carretera o de la naturaleza tu hogar. Pero por desgracia, muchos de esos sueños quedan ahí aparcados. Para el momento propicio. Para cuando todo cuadre. Y a veces la vida se complica. Llega un Alzheimer inesperado. Un familiar que enferma. Una ruptura matrimonial. Y los sueños se hacen añicos o se difuminan en el tiempo.
Por eso nosotros ni lo hemos dudado. Es cierto que ya estamos más cerca de los 50 que de los 40. Es cierto que los "niños" aún necesitan un "achuchón" hasta independizarse. Y es cierto que en estas edades suele entrarle a uno la vena conservadora y la obsesión por la jubilación. Pero también es cierto que la vida son dos días. Y a veces hasta día y medio sólo. Y o espabilamos con nuestros sueños, o "se nos pasa el arroz". ¿Vamos a esperar a andar con "taca-taca" para lanzarnos a por esa playas y esas montañas que nos aguardan? ¿A qué esperamos para mandar las tardes de sofá a tomar viento? ¡Hay un pedazo de VIDA ahí fuera esperándonos!
Lo de ayer fue de libro. Una auténtica iluminación espiritual. El sol aún no había salido. El cielo empezaba a iluminarse, pero aún era difícil identificar bien los objetos. Abrí la puerta de la "furgo" y  el fresco amanecer de octubre me acarició la cara. Cuando hay cosas por descubrir, adoro madrugar, aunque sea domingo. Y ayer había muchas. Es como si el tiempo se parara. Sin prisas. Sin quehaceres. Sin expectativas. Sólo se escuchaba el leve rumor de las olas a nuestros pies. Grandes bandadas de gaviotas graznaban por la playa, y se desperdigaban en multitud de puntos blancos, que moteaban el azul turquesa del mar. Un mar que se veía inmenso bajo nuestro acantilado. La noche anterior, ese mar se convertía en un espejo gigantesco que reflejaba la luz de la luna, haciendo innecesaria la luz de nuestra linterna, mientras otro inmenso mar, esta vez de estrellas, cubría nuestras cabezas. No recuerdo la última vez que pude contemplar tantas y tan luminosas. Las primeras luces del alba aparecieron de repente desde el cielo almeriense, en un espectáculo inigualable. Y de repente una pareja de cabras montesas apareció despistada, como nosotros, por un repecho. En apenas una hora y media, mientras Mey acababa de despertarse, me había dado tiempo a exprimir el milagro de la vida, al que continuamente le damos la espalda. Y al despertar ella, su balcón daba a las mejores vistas que uno pudiera pedir en el mejor de los hoteles. Me dio escalofríos pensar lo fácil que es ser feliz, y lo que nos complicamos a veces la vida.
Primer amanecer en la "furgo"
Pero no se trata, de repente, de "echarse al monte". Los próximos meses serán de infarto en casa. Eva empieza a prepararse, como ya hicieron sus hermanos, para su aventura americana del próximo curso. Pablo, desde Italia, ya está tendiendo puentes hacia Universidades lejanas. Y Samuel "tres cuartos" de lo mismo. Vamos: que lo mismo el año que viene nos quedamos "más solos que la una". Y tocará entonces, abrirse a descubrir mundo en nuestra furgoneta "hippy". Por lo pronto, iremos practicando cada fin de semana. Para ir cogiendo "carrerilla".


NOTA: Os compartimos el balance económico de algunos de los proyectos solidarios que impulsamos gracias a los granitos de arena de muchos de vosotr@s, así como las distintas vías que empleamos para ello (por si algun@ se anima a unirse ;) )

viernes, 20 de septiembre de 2019

Remando en pareja río abajo

Nos levantamos muy temprano. El esfuerzo valía la pena. Era nuestra despedida de la escapada veraniega de este año. El último día antes de volver para España. Y lo íbamos a disfrutar a lo grande. Apenas habían sido dos semanas y media, pero como siempre en esta familia, muy intensas. Habíamos recorrido casi 2.000 kilómetros en un coche atestado de gente este año (habrá que ir pensando en la furgoneta, porque la cosa promete seguir creciendo). Habíamos subido y bajado picos en Andorra. Nos habíamos despedido del principado, también a lo grande, con un espectáculo inesperado a precio-chollo del Circo del Sol. Habíamos visitado a la bisabuela en su granja de Agen (Francia). Y habíamos exprimido al máximo esa magia especial que tiene el Perigord francés. No en vano, diez de sus pueblos figuran entre “los más bellos pueblos de Francia”. Da gusto trasladarse siglos atrás recorriendo las calles empedradas de lugares como Beynac, Domme, Limeuil, Monpazie... Es una auténtica gozada admirar las impresionantes vistas de los valles del Dordoña y del Vézère. Y es un gustazo perderse en el ajetreo y la vida nocturna de Sarlat-la-Caneda. Haciendo recuento, no sé cómo nos ha dado tiempo a disfrutar tanto en tan poco tiempo. Por eso, había que despedirse a lo grande. Y qué mejor forma para hacerlo que con un descenso por el gran río de la región.
El río Dordoña es el único río de Francia clasificado como Reserva Mundial de la Biosfera por la UNESCO. Y descender en canoa o kayac por sus tranquilas aguas, contemplando los castillos y los pueblos medievales en sus orillas, es obligado. Quisimos que fuese nuestra actividad de despedida, y lo dejamos para el último día. El recorrido partió de la Roque Gageac, y se prolongó hasta Saint Cyprien, 18 kilómetros más allá, río abajo. Algo más de cinco horas de remos, chapuzones y risas. Una mañana entera para deleitarse con la vista de castillos como el de Malartrie, Castelnaud-la-Chapelle, Beynac o Milandes, viendo aves y peces, y asentando todo lo vivido durante un suave descenso. Pero no pensamos descubrir un aprendizaje de vida como el que nos trajo aquel tranquilo descenso fluvial.
En el mundo náutico, metafóricamente hablando, las canoas suelen ser como “camionetas”, mientras que los kayaks son los “autos deportivos”. Los kayaks suelen transportar menos personas, y usualmente van más rápido, con remos de dos hojas,  siendo más habituales en aguas revueltas y competitivas. Pero nosotros optamos por tres canoas típicas sin cubierta, nos dieron un remo de una sola hoja a cada uno, y nos organizamos por parejas.
Si vemos a alguien remar en una canoa con un remo de una sola hoja, suele sacar el remo del agua cada cierto número de remadas para remar del lado opuesto, con la idea de mantener la canoa moviéndose en línea recta. Y si son canoas de dos personas, como las nuestras, no tienes más remedio que coordinar el cambio con tu compañero/a. Y esto, que puede parecer tan sencillo, se convierte en toda una terapia de pareja. Sea en el Dordoña, o sea en el río de la Vida.
Por desgracia, en los últimos meses, demasiadas de las personas a las que queremos, están padeciendo crisis o sufrimiento intenso en sus vidas de pareja. Y no pudimos evitar acordarnos de todos ellos durante aquel descenso, mientras practicábamos con los remos. Quizás recordando aquellos versos de Jorge Manrique, que casi todos los de nuestra generación tuvimos que aprendernos de pequeños en el "cole": "Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/que es el morir". Aquel descenso por el Dordoña, nos hizo descubrir hasta qué punto era acertada esa metáfora del poeta castellano, autor de las "Coplas a la muerte de su padre". 
Cuando dos personas están sentadas en la misma canoa, es importante mantenerla equilibrada en el agua. Por lo tanto, una persona debe estar sentada en la proa (en la parte delantera) y la otra en la popa (la parte trasera). También la posición de cada uno en la vida en pareja es importante. Es crucial acordar qué sitio ocupa cada uno, si interesa cambiar o no periódicamente de posición, o simplemente si nos especializamos en una concreta: en la proa o en la popa de la pareja. Por desgracia, en algún caso cercano, el remero se bajó de la canoa hace ya tiempo, y no se ha vuelto a saber de él.
Al remar en pareja, también es importante saber que ambas personas deben sincronizar las remadas (empezar y terminar al mismo tiempo) para obtener la máxima potencia. Y ya que el remero de proa está mirando hacia adelante y no puede ver al remero de popa, es el remero de proa el que establece el ritmo. Esto significa que es responsabilidad del remero de atrás coordinar sus remadas con las del remero de delante, no a la inversa. Por supuesto, ambos remeros pueden (y deben) hablarse para decidir un ritmo cómodo. La buena comunicación es clave para un trayecto rápido y alegre. Pero allí veías parejas jóvenes navegando en zig-zag o dando vueltas sin parar, "mondadas" de risa y de impotencia. A veces porque el "macho alfa" de turno quería impresionar a su damisela a golpe de remo. O a veces porque no se decían ni "mu" para coordinarse. Como en la vida misma. Cuando uno cree que el otro debería estar haciendo algo, y no lo hace. Cuando uno asume y suple lo que cree que el otro debería estar haciendo, y acaba agotado/a. Cuando la comunicación y la coordinación brillan por su ausencia.
A la persona sentada en la parte trasera de la nave casi siempre le será más fácil determinar la dirección de la canoa que a la persona sentada delante. Así, el/la remero/a delantero generalmente no podrá tener un rol de mando. Y es simplemente así, por pura física. No nos empeñemos en otra cosa. Salvo que decidamos cada rato cambiarnos de posición, que también es muy sano. Sea en la canoa, o en los respectivos asuntos del hogar. El de popa tiene mayor control sobre la conducción de la canoa por la fuerza de resistencia que el agua ejerce sobre ella. La proa de la canoa es responsable de "cortar" el agua, y constantemente siente la resistencia del agua que la canoa empuja fuera de su camino. Sin embargo, la popa, no tiene ese problema, y por eso siente un menor "empujón" del agua a su alrededor, lo que hace que sea más fácil girar. Es como si una palada del remero de atrás valiese como palada y media del de delante a efectos de la dirección. Y eso se nota en cuanto al rumbo a seguir. También por esas rutas de la vida. Porque hay remeros experimentados y de categoría olímpica en eso de remar solos por la vida, que sin embargo, se vienen abajo cuando les toca remar junto a otra persona. Que no se aclaran si en un momento les toca llevar el mando, el ritmo de las paladas, o la dirección del rumbo. Que han tenido alguna que otra "pájara" en el pasado, y se lo callan. Pero ese actuar en silencio ante la pareja de viaje puede ser una mala decisión, por mucho que se piense que los méritos en la navegación individual podrán suplir las carencias en la navegación de pareja.
Otra cosa es si nos equivocamos de compañero/a de travesía, y nunca debimos embarcarnos con él o ella. Pero si no, al moverse hacia adelante nuestro navío, hacer que ambas personas remen de lados opuestos de la embarcación generalmente suele dar el mejor resultado. Por ello es interesante cambiar de lado al mismo tiempo, si no quieres que la canoa empiece a dar giros absurdos, y como en la vida, acabe mareando a los tripulantes, incluidos los hijos. De este modo, el/a remero/a de popa puede gritar "¡Cambio!" cuando es momento de hacerlo, ya que al tener mayor control sobre la dirección de la canoa, ésta generalmente girará gradualmente en dirección opuesta al lado por el que el remero de popa esté remando, incluso si el remero de proa está remando del lado opuesto. Por eso la importancia de cambiar de lado. Por eso la importancia de estar dispuestos a girar cuando toque girar, salvo que quieras darte de bruces contra la orilla, contra una rama, o caer por alguna cascada. Sí, también en la vida.
Que yo sepa, a ningún padre o madre se les da en el paritorio ningún manual para educar a un hijo. Creo que a los novios tampoco se les facilita una guía sobre la vida en pareja. Y por desgracia, así acaban muchas al cabo de los años. Por eso no estaría mal un "cursito" de canoa en pareja, sea en el Dordoña o en la charca de tu pueblo. Porque parece fácil, pero tiene su "aquel". Y con un poquito de práctica, buena voluntad, y mucha comunicación, la travesía se acaba convirtiendo en toda una experiencia.
Conviene no olvidar que el río es más corto de lo que parece. Que pronto llega el mar. Mucho antes de lo que te esperas. Así que, mejor depurar la técnica, antes que sufrir un vuelco o un naufragio.


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lunes, 9 de septiembre de 2019

Vuelta a la "normalidad"

Es la frase de la semana. Por lo menos la hemos escuchado una docena de veces estos días: "¡Qué ganas tengo de volver a la rutina!" Y suele ir acompañada de una retahíla de situaciones que conforman esa rutina: que los niños vuelvan al "cole"; que retomemos los horarios; que acabemos con tantas salidas y tantas visitas; que volvamos a comer y a acostarnos a unas horas decentes; que los niños aparten la vista de las pantallas, aunque sea durante el rato del colegio; que el marido retome su horario de oficina, y deje de inventar cosas por casa... Es la gran conjura colectiva de la llegada de septiembre: "volver a la normalidad".
Pablo, volando.
La "normalidad" y los hábitos nos dan tranquilidad. Hacen que todas las piezas de nuestro puzzle existencial parezcan encajar. Constituyen esa tabla de salvación a la que asirse para dar sentido a lo que hacemos y vivimos. A fin de cuentas no dejan de ser esa rueda que da vueltas y más vueltas y a la que nos hemos sometido voluntariamente. Repetir unos horarios. Cumplir unas tareas repetitivas. Hacer los deberes y estar "calladitos" en clase. Fichar religiosamente al entrar y al salir del trabajo. Tener la casa limpia y la comida preparada para cuando regrese la familia. Llevar y traer a la prole a las actividades extraescolares...
Todo un gran engranaje rodea nuestras vidas. Y cada cierto tiempo descansamos de él en unas vacaciones más o menos cortas, bien diseñadas para regresar con ansias renovadas de nuevo a ese redil existencial de la "normalidad", pero sin desconectarnos demasiado (¡vaya que nos rebelemos!). Probablemente ese sea el gran mérito de nuestra sociedad actual: que sus miembros se hayan convertido en dóciles sirvientes de esa "normalidad" que, sin darnos cuenta, nos encajona y esclaviza, a cada uno según su sensibilidad.
Y lo peor es que acabamos identificando la Vida, el Vivir, con eso: con cumplir unos horarios, con realizar esas tareas repetitivas, con llenar unos años de nuestra vida de ese "cumplir lo que se espera de nosotros" formándonos, trabajando o cuidando de otros para después disfrutar del merecido descanso, si tenemos la enorme suerte de llegar a él, y no se tuerce la cosa por el camino. 
También nosotros tenemos esos horarios, esas tareas interminables, esas idas y venidas desenfrenadas, y esa permanente "lengua fuera". Pero desde un tiempo a esta parte, intuimos con fuerza que eso no es la Vida. Y nos resistimos "como gato panza arriba" a que esas tareas, ese horario, o ese itinerario vital al que hemos accedido más o menos voluntaria y conscientemente, sea eso que llamamos "Vida" con mayúsculas. Puede que sea necesario en ciertos tramos de este camino existencial. Pero desde luego NO es la Vida. Sucede lo mismo que con esos pensamientos y preocupaciones que, a veces, atormentan nuestras mentes: podemos llegar a pensar que somos ese quebradero de cabeza. Pero no. No lo somos. Y si tenemos la suficiente consciencia y la suficiente práctica, seremos capaces de distanciarnos de ese problema, y ver que no somos nosotros, y que ese simple destello de consciencia, ya hace que ese dilema se afronte de forma muy distinta.
Tarifa, "de playita" y de boda
Creemos que no hay nada más sano para la mente que cuestionarse esa "normalidad", esos horarios, y esas tareas. Es crucial hacerse consciente de lo que es Vivir, e ir metiendo en nuestras vidas, pequeñas cuñas de verdadera Vida. Quizás una escapada en pareja. Quizás una pequeña reducción de jornada. Quizás una locura abocada al fracaso. Da igual. Pero hay que encontrar ese espacio entre tareas, horarios y grilletes auto-impuestos que nos haga ser nosotros mismos. Hace falta conectar con nuestros verdaderos dones y talentos, y no resignarnos a llegar esposados, encadenados y sometidos a ese gran premio que se supone que es la jubilación, o el final que nos hayan hecho creer. ¡Menudo premio, dirán muchos! Si la Vida está en esa infinidad de pequeños momentos mágicos a los que les dimos la espalda por culpa de esa dichosa "normalidad" a la que nos rendimos. La Vida está en el Aquí y en el Ahora.
Lo siento, pero nosotros no tenemos unas ganas especiales de volver a esas rutinas de la "normalidad" de septiembre. De hecho, tenemos ganas de vivir dos o tres vidas seguidas, una detrás de otra, porque hay demasiadas cosas que nos apasionan y que tenemos que hacer antes de irnos al hoyo. Sí o sí. Y no hay horas en el día, ni años en una vida, para Vivir tanto como queremos Vivir.
En 1887, William James, padre de la psicología científica, escribió un artículo titulado "El Hábito", en el que exponía la enorme plasticidad cerebral y cómo son necesarios 21 días para la formación de un nuevo hábito. Y en 1960 el cirujano plástico Maxwell Maltz describió que aquellos pacientes que perdieron alguna extremidad como un brazo o una pierna, tardaban un mínimo de 21 días en adaptarse a este cambio en su cuerpo, igual que los que habían tenido alguna operación en el rostro tardaban también ese número de días en recuperar su autoestima y acostumbrarse a su nueva apariencia física. Estudios recientes afirman que lo de los 21 días exactos probablemente sea demasiado exagerado o rígido. Pero quizás el imponerse una disciplina de hábitos para cambiar esa "normalidad" que nos esclaviza, no sea tan mala idea. Tardes 21 días o tardes lo que tardes. Pero quizás toque cambiar de hábitos y de prioridades, para vivir de verdad la Vida.
Una alumna de Mey lleva meses en una lucha encarnizada contra el cáncer, y el simple hecho de ir a clases de inglés, y juntarse allí con sus compañeros y amigos, están siendo su mejor terapia para luchar contra la enfermedad. Y da envidia sana ver su lucidez a la hora de dar sentido a la Vida a través de los pequeños detalles cotidianos, que normalmente se nos suelen escapar entre los dedos a los demás. Menuda lección de Vida para los que la rodean. La dignidad de lo cotidiano. Curioso, ¿no? Unos deseando engancharse a una rutina que les adormece y que no les haga tener que cuestionarse muchas cosas (más allá de seguir dando vueltas en sus respectivas ruedas de la vida), y otros usando esa cotidianeidad para luchar con fiereza contra los envites de la enfermedad. Está claro que la "normalidad" la construimos cada uno/a de nosotros/as. Lo que habrá que plantearse, quizás, es si queremos una "normalidad" que nos aprisione y adormezca, o una que nos dé alas.

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domingo, 1 de septiembre de 2019

Condenados a repetir

Una sábana blanca cubriendo un cadáver sobre la arena de una playa llena de bañistas. Ésa es una imagen brutal. De ésas que no se olvidan fácilmente. Fue hace un par de meses en Torrox, y aún me viene a la cabeza de vez en cuando. Lo primero que piensas al verla es qué habrá pasado. Pero la agitación que te provoca por dentro radica realmente en el encuentro frontal entre la vida y la muerte, en el mismo lugar, en el mismo instante. Ése al que nuestra cultura occidental nunca se acostumbra, siendo cotidiano en otras culturas, que bien saben que la muerte forma parte de la vida.

Este martes, a 2.900 kilómetros de esa playa, vivimos otra sacudida similar. Un joven hacía "footing" a lo largo de una valla, antaño electrificada, del campo de extermino de Birkenau, también llamado Auschwitz II. Algo tan cotidiano como hacer ejercicio, junto a la que llamaron la "fábrica de la muerte", donde fueron asesinadas más de un millón de personas. Probablemente aquel joven era vecino del pueblo cercano, y aquel campo de concentración no tenía ya para él el significado de espanto que para nosotros tenía como visitantes a los que se acababan de detallar las atrocidades allí cometidas.

Tanto a Mey como a mi nos hizo pensar en qué medida el ser humano es capaz de incorporar a su cotidianidad la barbarie, como si nada. Y no sólo integrarla, sino tolerarla y consentirla. El propio comandante al mando del campo de Auschwitz, Rudolf Höß, vivía con su mujer y 5 hijos en una casita con su jardín y todo, colindante con una de las primeras cámaras de exterminio del campo I, y a escasos metros del famoso cartel de entrada "Arbeit macht frei" ("El trabajo os hará libres", burla macabra que daba la bienvenida a los judíos que directamente eran enviados al matadero). Tanto él como su mujer manifestaron que la época que allí pasaron fue de las más bellas de su vida, y eso que oían, veían y olían las consecuencias de lo que se ha venido en considerar uno de los mayores horrores de la especie humana de toda la historia, 

Algunos pensarán que qué necesidad hay de pasar un mal rato yendo a un sitio así. Que las vacaciones son para disfrutar y evadirse. O que quizás ir a un sitio así es "turismo negro" que se regodea en el horror.  Pero era ineludible esta visita, estando en Cracovia. Hubo tiempo para todo en nuestra escapada en pareja. Pero creemos que debería ser obligatorio visitar estos sitios, como vacuna, al menos para las jóvenes generaciones, en cuyas manos quedará todo esto que habitamos. Y no es plato de buen gusto. La energía allí es extremadamente densa. Ni una risa. Apenas se escuchan los comentarios de los guías. Silencio. Ni cabe tomarse una chocolatina por respeto a lo que allí sucedió. Y por supuesto, no hace falta ser muy sensiblero para que se te salten las lágrimas. A mí me pasó al contemplar una enorme sala con dos toneladas de pelo humano, destinado a hacer tela, de cerca de 40.000 mujeres que allí fueron masacradas. El impacto y la cercanía con algo así resulta brutal. Y no dejas de espantarte de que aún haya quienes niegan el Holocausto.
También nos sobrecogió una fotografía del álbum de Auschwitz. Una en la que un oficial nazi, con el dedo índice de su mano derecha, decidía en centésimas de segundo si cada una de las centenares de personas que se habían apeado de los vagones de ganado, recién llegados a Birkenau, debían ir a la fila de los trabajos forzados o directamente a la fila de la cámara de gas y el crematorio. La decisión la tomaba en base a su aparente utilidad por cuestiones tan circunstanciales como el tono piel, una posible cojera, o las canas. Por supuesto ancianos y niños eran inútiles y eran los primeros en ser desechados. No pudimos evitar pensar cuántas veces, inconscientemente, también levantamos nuestro dedo índice y tomamos decisiones similares al opinar sobre los inmigrantes y su supuesto perjuicio a la seguridad o al trabajo de nuestro país, creyéndonos tantos y tantos bulos al respecto. O incluso al comprar o invertir en opciones más baratas o rentables pero que explotan a seres humanos o van destruyendo nuestro planeta.
Mis amigos Moisés y Paco, hace años, ya me hablaron mucho de Polonia, del Holocausto y del pueblo judío. Pero nada es comparable a vivirlo en primera persona, y entender la grandeza de un pueblo como el polaco. Conocer de primera mano los lugares y las circunstancias que tuvieron lugar antesdeayer, como quien dice, te da una perspectiva muy distinta. Y ese encuentro íntimo y personal con el sinsentido y la ignominia es necesario para conseguir un compromiso, incluso en lo más pequeño, en contra de la exclusión del otro, del diferente. Porque toda esa barbarie se olvida. Y pueblos oprimidos en aquellos años, pueden estar ahora oprimiendo a otros. Y ahí debemos estar cada uno de nosotros, con nuestra dignidad, con nuestros principios y con nuestro voto, velando para que no se repitan cosas así. Recordemos que Hitler inició su loca carrera como canciller con una mayoría simple y el oscuro episodio del incendio del Reichstag, que le acabaría dando el poder absoluto, de modo completamente legal y democrático. Hoy en Polonia gobiernan partidos cercanos a la extrema derecha, y apenas hay símbolos públicos de las atrocidades que allí se cometieron. Tan sólo los homenajes del 1 de agosto por el Alzamiento de Varsovia y la Plaza de los Héroes del Ghetto de Cracovia, impulsada por el cineasta Roman Polanski, que escapó del ghetto. Nos sobrecogió estar allí.
Tal día como hoy, 1 de septiembre, hace 80 años, a las 4.45 de la mañana, los cañones del acorazado alemán Schleswig-Holstein abrieron fuego sobre la guarnición polaca de Westerplatte, en el canal que conectaba lo que hoy es Gdansk, con el Báltico. Daba comienzo así la II Guerra Mundial, que no acabaría hasta 1945.  Una auténtica locura que dejó configurado el mundo, en cierto modo, como lo conocemos hoy. Pero no puedes evitar preguntarte si realmente se ha aprendido la lección de un baño de sangre así, de un frenesí de odio de esa categoría. Abres el periódico y lees noticias sobre vallas y muros, sea en Ceuta o en México. Se ve a la gente tirada en la calle sin hogar, y se percibe como un problema para el turismo, siendo su drama lo secundario. Oímos los datos de las miles de muertes en el Mediterráneo y ni nos inmutamos. Miramos por encima del hombre a quienes van mal vestidos, con rastas o con "pintas" raras. Seguimos tan "panchos" tolerando o desplegando concertinas y cuchillas para dañar al que huye de su horror y evitar que se acerque a nosotros. Denostamos al que llega en la patera, olvidando que a nuestros abuelos les tocó hacer exactamente lo mismo en la dirección contraria. Algo no va bien dentro de nosotros. Quizás hay amnesia colectiva. O quizás se nos ha helado el corazón.

Por fortuna, hay quienes nos reconcilian con lo mejor de la condición humana. Ésa que apuesta decidida por un mundo diferente para vivir. Y por suerte, este viaje nos ha hecho conocer a algunos de esos héroes casi desconocidos: a Witold Pilecki voluntario en Auschwitz para desvelar su horror a los aliados; al farmacéutico Tadeusz Pankiewicz; a la enfermera Irena Sendler apodada el Ángel de Varsovia; o al diplomático español Ángel Sanz Britz cuyas artimañanas lograron salvar a 4.000 judíos, cuatro veces más que la famosa lista de Schindler. Pero no se trata de ser héroes. No todos estamos llamados a formar parte de esa élite de valientes. Ahora bien, quizás sí estamos llamados a no olvidar ni a consentir que se repitan cosas así, por muy pequeñas que parezcan, comparadas con aquellas atrocidades.

La muerte es inevitable. De una forma u otra. Tarde o temprano. Como la de ese bañista alemán de 83 años de la sábana blanca de la playa de Torrox. Pero el horror sí es evitable. Lo primero que lees al entrar en el primero de los barracones en la visita de Auschwitz es una frase de un español. Esa de George Santayana que dice: "Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo". Sin duda ése es el sentido de una visita así. Y depende de nosotros, y de nuestra visión del mundo. Porque todos, absolutamente todos, tenemos una visión del mundo. La clave está en qué medida nuestra visión acaba excluyendo a otros seres humanos. Aunque sea sólo un poquito. Sean éstos "fachas", "rojos", inmigrantes, punkies, judíos, gitanos, gays, madridistas o catalanes. Les pongamos la dichosa etiqueta que sea. Ésa que nos condena a separarnos a unos de los otros.
Creemos que ya toca. Toca, sin duda, salir de esa condena. La de repetir los horrores del pasado. Ésos que, por desgracia, aún se repiten en demasiados rincones de nuestro planeta.


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