sábado, 9 de octubre de 2021

Victoria, Verdad o Acuerdo

"Si quieres ser buena persona, tienes que pensar como yo". Eso parece opinar la mayor parte de la Humanidad en estos tiempos de polarización. Y no sólo eso. Lo que es peor: "si no piensas como yo, eres sospechoso, puedes ser un infiltrado, o directamente te mueven intereses espurios". Si tu narrativa es la de la necesidad de una vacunación universal, la de la guerra contra el virus, y la de adoptar medidas de restricción de derechos por el bien de una salud pública en expansión, ¡cuidado con los que no opinen igual! Pero no te preocupes: los críticos con esa narrativa están  también "a la gresca", no sólo contra los primeros, sino incluso entre ellos mismos, por si hay "infiltrados". Que si el virus existe o no. Que si se ha logrado aislar o no. Que si imanes sí o imanes no. Que si grafeno sí o grafeno no. Que si a ver quién se "cuelga la medalla" tras cada novedad o descubrimiento... Narrativas enfrentadas. Gente dividida. Gente vencida. Y mientras tanto, la VERDAD, como siempre en cada guerra, cae la primera en el combate.

Pixel2013 en Pixabay
Yuval Harari, en su libro "Sapiens" describe con abundantes y acertados ejemplos, cómo la revolución cognitiva que supuso el paso de los "neandertales" al "homo sapiens" se produjo gracias a que ese "sapiens" fue capaz, a lo largo de la historia, de crear unas narrativas, unos mitos y unas construcciones mentales, basadas en la adhesión colectiva a los mismos. Ello permitió movilizar a millones de seres humanos en una misma dirección, incluso sin conocerse, en base a realidades abstractas o inventadas que antes no existían en la naturaleza. El dinero, los imperios y las religiones han sido y son grandes muestras de dichas construcciones mentales, propiciando la concentración de miles de culturas dispersas y heterogéneas en unos pocos imperios primero, y en una única Humanidad globalizada hoy. Eso hizo que el "homo sapiens" se diferenciase y subiese a la cúspide del reino animal. Una pena que el propio Harari no haya sabido ver en la narrativa y en los mitos sanitarios de esta pandemia la misma dinámica, encaminada en este caso a que miles de millones de personas estén actuando de forma idéntica.

En la construcción de cualquier narrativa movilizadora de millones de personas, etiquetar o despreciar al que no opina igual, simplifica el trabajo. Es "de los nuestros" o "de los otros". De Dios o del César. De los buenos o de los malos. Pero esa dinámica nos empobrece hasta el extremo. Esquilma de raíz la parte divina que habita cada uno de los seres humanos de este planeta. Y nos deshumaniza a todos, convirtiéndonos en meros instrumentos al servicio de la VICTORIA o de la adhesión a la narrativa imperante. La medalla o el trofeo no es otro que el "yo llevaba razón" en plan "peliculero", justo cuando todo acabe, con una música melódica y el título de "The End" sobreimpresionado  sobre un bello atardecer al fondo.

Pero esa obsesión por llevar razón nos deshumaniza. Y esa deshumanización del otro buscando tan sólo vencer, o ese proceso de considerarlo tan sólo un adepto de nuestra versión de la realidad o un "pelele" de la contraria, no hacen sino ahondar en el gran mal de nuestro tiempo. Y éste no es ni la pandemia, ni la crisis económica, ni la falta de liderazgos efectivos y honestos. Es sin duda, la enorme crisis que vivimos para el ACUERDO. Porque deshumanizar al otro nos hace vulnerables a la propaganda de una versión u otra. De ello ya se encargan las redes sociales y los medios de comunicación, hambrientos de "clicks", de "me gusta" y de minutos de nuestra atención, canjeables por suculentos beneficios publicitarios. Por eso están diseñados para proporcionarte argumentos y contenidos multimedia que te reconforten y te acomoden en tu "esquinita" de realidad victoriosa, bajo ese sentimiento de "llevo razón". Y al otro: "que le den". No tiene ni idea. Es un iluso. De verdad: ¡que le den! Sólo quiero de él su respaldo si me apoya, o su diana para clavar en ella mi desprecio, si no. Poco más, la verdad. Y cuanta menos comunicación con ese "otro", mejor. Mientras ganemos este partido, lo demás es secundario. 

Geralt en Pixabay
Pero ya se sabe: cuanta menos comunicación, más oscuridad y más alejamiento del acuerdo y del encuentro. Y entonces, ¿qué? Pues que nuestra realidad como UNO en este planeta y en el universo se empobrece. Despreciamos esa única realidad interdependiente y holográfica, donde cada uno de nosotros, o hasta el último grano de arena, esconden la grandeza, la divinidad y el misterio de todo el Universo. Y pasamos a ser un pobre universo binario de ceros y unos, de gente a favor o gente en contra de mi versión de la realidad.

Pero no debemos resignarnos. Como bien dice Charles Eisenstein, escuchar otras opiniones no equivale a guardar silencio sobre las propias (por eso hemos seguido compartiendo los muchísimos estudios científicos sobre la pandemia, que los medios de comunicación se empeñan en no difundir). La comunicación no es sinónimo de compromiso y ni siquiera de sintonía, pero es imprescindible. Ver la divinidad de otra persona no equivale a dejar que se salga con la suya, y nos inmuniza contra la deshumanización. Y la compasión no es igual a la capitulación o a la rendición. Lo mismo que el pacifismo no equivale a pasividad. Por eso resultaría "naif" confiar en todo o en todos. Pero tan cierto es eso, como que conviene seguir la pista a aquéllos que demuestran voluntad de liberarse de una identidad de "buenos" y de "estar en lo correcto siempre". En esas personas reside una búsqueda incesante de la conexión y del acuerdo con el otro, para recuperar ese UNO que conformamos todos. Y ahí habita una autenticidad divina a la que no podemos ni debemos renunciar.

Cuando tratábamos de compartir estos meses lo que hemos estudiado durante la pandemia, lo hacíamos con el ánimo de ayudar a otros, de evitar posibles sufrimientos, y de salvaguardar la libertad y la autonomía que todo esto parece habernos usurpado en estos meses. Pero cuando ese compartir generó rechazo, menosprecio y alejamiento, incluso de personas muy queridas cuya versión temían que no resultase victoriosa, vimos que dejaba de tener sentido compartir tan abiertamente lo que íbamos descubriendo, por muy acertado que nos pareciera. La buena intención, el actuar guiados por lo que consideramos la verdad, o incluso el movilizarse con el corazón en la mano, no es garantía de nada. Y menos aún nos protege de caer en el error o incluso de hacer el mal sin desearlo. De ahí la importancia del equilibrio y de la actuación en consciencia.

Hace unas semanas, hablando con un buen amigo sobre los orígenes de lo que está pasando y si podría o no haber un plan organizado o una conspiración para todo esto, me decía: "¿pero tú crees que mi hermano, que es médico, y siempre ha actuado con la máxima ética profesional, forma parte de un plan malévolo o de una conspiración para perjudicar a tanta gente?" Efectivamente. Así es. ¿Cómo pensar algo así? Pero por desgracia, hay muchas personas que, con la mejor intención, y estando convencidas de que hacen el bien, pueden llegar a hacer el mal a otros. Nos ha sorprendido el desconocimiento que muchos médicos especialistas en su materia tienen sobre virología y epidemiología en cuestiones básicas de inmunidad natural, asentadas por la Ciencia hace 150 años, lo que les está llevando a no aconsejar bien a muchos de sus pacientes. Basta el desconocimiento y el verse contagiados por la psicología colectiva de la mayoría, de una turba enfervorecida que no acepta al disidente. O basta con el miedo a verte señalado o rechazado por esa mayoría aplastante. La Historia, por desgracia, está llena de ejemplos de gente buena que, por acción u omisión, contribuyeron a auténticas desgracias colectivas. El "malo malísimo" de las películas que se regodea haciendo el mal no existe. ¿Acaso todos los que gritaron "crucifícalo, crucifícalo" contra Jesucristo eran unos pérfidos demonios? ¿O quizás eran gente normal que no sabían que estaban crucificando a un inocente, al mismísimo Dios hecho Hombre para muchos? Ese relato bíblico resulta magistral precisamente por las palabras de Jesús cuando gritó: "perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen". No dijo: "perdónalos aunque sean unos conspiradores". Tampoco dijo. "perdónalos aunque tengan el corazón podrido". Dijo lo que dijo. Muy consciente de que el mal surge o se extiende porque no sabemos lo que hacemos. 

Por eso este verano decidimos poner el freno a nuestras "verdades". Habíamos sido colocados en uno de los frentes en lucha por la victoria de "tener razón". Y con ello estaba claro lo que había que hacer. Había que desidentificarse de aquel rol. Y había que dar espacio al silencio, para que con él llegara la conexión y quizás el acuerdo.

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Muchos quizás no han entendido ese paso. Y quizás nosotros tampoco entendíamos muy bien la llamada tan fuerte que sentíamos a darlo. Pero quizás hoy sí le encontramos más sentido a esa fuerte intuición que sentimos este verano. Y bastaron unas cuantas preguntas que nos hicimos entonces, y que hoy también os trasladamos: ¿Estaríamos dispuestos a aceptar que nos equivocamos, con tal de que todo se solucionase tal y como  se está planteando (vacunas, restricciones, medidas sanitarias, etc), a pesar de nuestra posición al respecto? ¿Aunque nos tachasen de todo, si con ello la gente sana y las medidas sanitarias no causan los efectos que vemos que podrían producirse? ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a conformar un frente en la batalla contra las otras opiniones? ¿Incluso si hubiera que reconocer tarde o temprano que se había demostrado que no teníamos razón? ¿Incluso si hubiera que aceptar que quienes se enfrentaron a nosotros no tendrían que rectificar nunca y hubieran acertado? ¿Hasta el punto de tragarse el orgullo por completo? ¿Hasta tener que reconocer nuestro error, si éste se confirma algún día? Sí. Un rotundo SÍ nos surgía con fuerza de dentro. Sin duda estábamos dispuestos a todo eso. Y con esa aceptación interior renunciábamos a cualquier victoria y a aferrarnos a lo de "si yo estuviera en tu situación, habría actuado diferente". Porque a fin de cuentas, ¿quién sabe qué opinaríamos o haríamos en la piel de tantos millones de personas en otras circunstancias radicalmente distintas a las nuestras? Por eso optamos por el silencio. Pero el reto no era pequeño. El ego, y el esfuerzo hasta haber alcanzado un cierto conocimiento de una materia, avivan demasiado las ansias de tener razón y de que ésta prevalezca. Pero había algo mucho más importante que eso: recobrar la conexión y el acuerdo con el otro, aunque ello supusiera renunciar a cualquier victoria. Vimos con claridad que recobrar la conexión entre todos, vacunados y no vacunados, "negacionistas", "tragacionistas" y "mediopensionistas", era mucho más importante que convencer de nuestra versión de la verdad. Y ello implica estar dispuestos a cambiar nosotros mismos. Desapegarse de verdades y de victorias. Nada más y nada menos. 

Sin esa conexión con los otros, y sin ese interpelarse a uno mismo, ¿cómo podemos pretender que la mente de alguien cambie? Necesitamos el milagro que se produce cuando somos capaces de ver a los demás en toda su humanidad, en toda su divinidad. Piensen lo que piensen. Opinen lo que opinen. Hagan lo que hagan. No como herramientas al servicio de nuestra verdad y de nuestra victoria. A través de esa conexión podemos recuperar el poder de la palabra y el poder del acuerdo. 

Tarde o temprano habrá que dejar de percibir la vida como una guerra. Por nuestro bien. Aunque sólo sea por necesidad y por eficacia, para que sigamos adelante como especie. Por ello, frente a las armas y el enfrentamiento, la palabra, el acuerdo. Porque hay mucho de lo que hablar. Mucho. Y para ello, hemos decidido reconfigurar nuestras victorias. Hemos decidido que gane cada abrazo con quien no piense como nosotros. Cada visita a casa de quien antes tenía miedo. Cada signo de cariño y amistad donde antes había distancia y alejamiento social. Y quizás desde ahí, sin vencedores ni vencidos, la verdad nos acabe haciendo libres.


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sábado, 2 de octubre de 2021

Aquel extraño en aquel extraño autobús

Su amabilidad dio un giro de 180 grados. Conmigo todo había sido cordialidad. Pero fue sentarse él, y la hostilidad fue en aumento. Le pidió que se subiera la mascarilla por encima de la nariz. Me la subí yo también, aunque a mí no me había dicho nada unos segundos antes, y la tenía igual. Cuando comprobó su ficha, antes de iniciar el proceso, le reprochó que se hubiera demorado tanto en volver. "Anda que no ha tardado en venir: ¡toda una vida desde su última vez!", le recriminó. Me sorprendió el tono porque él había dado un paso de generosidad que millones de personas no dan. Estaba allí, a fin de cuentas. Y aún así, para ella, no era suficiente. Pero él lo aceptó sin rechistar. No tardó en llegar la tercera regañina: "Los ojos bien abiertos, ¿eh? Que no quiero problemas". Yo ya me habría "mosqueado". Pero él parecía acostumbrado a esa antipatía, a ese desprecio cotidiano contra él. Tampoco dijo nada a la tercera. Tan sólo al finalizar, cuando le entregaron su zumo, pareció no digerirlo bien, y sólo dijo: "Me genera fatiga".

Leroy Skalstad en Pixabay
Cuando acabaron conmigo, y siguiendo el esquema habitual, me enviaron a la parte trasera del autobús. Dejé el móvil , la funda de las gafas y mi carterilla en el asiento de al lado, y cogí una torta de almendras y azúcar para evitar mareos. Mientras la degustaba, él se acercó a mi. Hice el ademán de quitar mis cosas del asiento de al lado, pensando que él se iría más bien a alguno de los otros dos asientos libres, más espaciosos y alejados de mi. Pero no. Él quería sentarse a mi lado. Pierna con pierna, haciendo un ángulo de noventa grados ambos asientos, y sin mascarillas porque ambos estábamos comiendo. Todo un poema para los protocolos sanitarios de moda, viendo que estábamos precisamente en un entorno sanitario. Pero no me sentí incómodo por ello.

Nada más sentarse, en las distancias cortas, y ya sin mascarillas, entendí la animadversión de aquella chica. Aporofobia, creo que lo llaman. Aquel señor llevaba días sin ducharse. Quizás más. Y su dentadura apenas mostraba algún diente sano, aunque no tenía edad para ello. No iba desarrapado, pero la ropa arrastraba ya muchos días seguidos de uso continuado. Indicios inconfundibles de escasez y de necesidad. Signos de una pobreza que, cada vez se extiende más, y por desgracia, aún genera rechazo.

A mí, sin embargo, me dio un vuelco el corazón. Caí en la cuenta de que habían pasado ocho años desde la última vez que aquel hombre había entregado su última bolsa de sangre. Y había vuelto a hacerlo tras tanto tiempo, quizás porque eso le garantizaba poder desayunar algo en aquel autobús de la Cruz Roja esa mañana. Siempre te dan un zumo y algo dulce de comer para evitar desmayos tras la extracción. ¿Qué habría pasado en esos ocho años con él y su familia? ¿Qué bofetadas le habría dado la vida? ¿Quizás podría estar yo igual dentro de ocho años? ¿Cuántas personas estarían siendo despreciadas como él, por vivir en la calle o por esperar las colas del hambre, tan sólo a raíz de esta pandemia?

Inició rápidamente la conversación. Pero entre su escasez de dientes, mi sordera parcial y el tráfico de la avenida, apenas pude enterarme de los detalles de lo que me decía. Aunque de lo esencial sí. Y fue suficiente. Llevaba varios días durmiendo en la calle con su mujer. No entendí bien si iban solos o con niños. Tampoco junto a qué parque. Habían venido desde Sevilla, a la busca de un trabajo que acabó frustrándose. Y ahora intentaban volver a Sevilla, y se les interponía el precio de los billetes de autobús de vuelta. Evité juzgar lo que me decía, o si me estaba mintiendo. Aunque sabía que me acabaría pidiendo dinero. Daba igual que fuera para un "colacao", como dijo, o para ahorrar para el autobús. ¿Quién era yo para opinar sobre su modo de salir de ésta, incluso si todo aquello era mentira? ¿Acaso no haría yo lo mismo en su situación? ¿Quién ha dicho que no sea lícito hacer lo que sea si está en juego la pura supervivencia?

Le esperé tras bajarme del autobús. Y le di las pocas monedas que llevaba en el bolsillo. Se mostró esquivo entonces. Y yo me sentí culpable por mi dichosa costumbre de ir siempre con el importe justo para el desayuno habitual en la cafetería de siempre. También me sentí culpable por todos aquellos que le despreciarían y rechazarían acercarse a él aquel día. Y también porque ya iba tarde de regreso al trabajo, mientras quién sabe cuándo él podría tener un trabajo. O un hogar. O una comida caliente.

No tenía previsto subir hoy a ese autobús, pero allí estaba aparcado en mi caminar sin rumbo en el rato del desayuno. Donar sangre es un gesto sencillo que acalla unos instantes esa llamada permanente de la conciencia por el sufrimiento o la necesidad ajena. Pero hoy no ha acallado en mi una "mierda". Más bien todo lo contrario. Se ha vuelto a activar en mí esa llama, adormecida por los horarios, las prisas y los quehaceres diarios. Y me alegro. Porque quizás sea bueno este dolor interno del encuentro de hoy en aquel autobús. Significa que el otro nos sigue doliendo. Que su sufrimiento no nos es ajeno ni justificable. Que no hay protocolo sanitario, ni convencionalismo social que pueda alejarnos del otro. Y que si los hay, debemos luchar con todas nuestras fuerzas para evitar este progresivo distanciamiento los unos de los otros. Y quizás te lo esté contando, por si a ti te pasa lo mismo.


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