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sábado, 12 de noviembre de 2022

Nuestro trocito de Paraíso

Todo está en silencio ahí fuera. Me he levantado a la hora habitual pero todo es distinto. Aquí el sueño es siempre más profundo. Estamos en otro planeta a tan sólo 25 kilómetros de casa y casi a 1.000 metros de altitud. Los perros del vecino no han ladrado esta noche. No sé si por la ausencia de zorros y jabalíes o porque ya se han acostumbrado a ellos. Las luces del alba dibujan los contornos de las montañas que nos rodean y van dando forma al horizonte tras el mar. Los gatos aún no se han asomado a ver si les cae algo. Y aún es pronto para que los abejarucos se lancen en picado a por las abejas. Tan sólo se escucha el tintineo del cencerro de una de las ovejas que pastan delante de casa, y el discurrir del agua que nos llega desde el manantial del cercano barranco. Saludo en silencio la majestuosidad de los árboles frutales que nos rodean. Aún no he dejado de maravillarme y de agradecer que tan pocos árboles puedan darnos tanto, tan bello y tan sabroso. Tanto como para compartir con tantos. Que ese regalo que nos dan, circule hacia nuestros familiares, amigos, vecinos y conocidos. Y que, por arte de magia, nos regrese de nuevo en forma de nuevos dones, regalos y gratitud desbordantes. Ahí están esos árboles, en silencio, simplemente siendo y dando. Sin pretender ser más. Sin quedarse con más de lo que necesitan. 


Cada vez que venimos, todo se calma dentro. La conexión con la tierra, con los árboles y con los animales es total. El ritmo cardíaco y de la respiración es otro. Se disuelven las preocupaciones, los conflictos, los pensamientos. El aquí y el ahora es lo único que existe. Mientras recolectas fruta. Mientras riegas. Mientras lavas los platos. Mientras contemplas el horizonte. Mientras agrupas las hojas caducas del otoño. Mientras alimentas a las ovejas o a los cerdos del vecino con la fruta ya muy madura o con la maleza recogida. Aquello más simple, resulta ser lo único que hay. Resulta ser todo.

Y si tras estos meses, esas son las sensaciones de un "urbanita" empedernido como yo, imaginad las de Mey, de naturaleza "india arapahoe", como solemos bromear. Se calza sus dos trenzas nada más llegar. Se pone sus mejores galas en forma de sonrisa de oreja a oreja. Y no deja de repetir sus mantras desde que llegamos hasta que nos vamos: "¡qué maravilla, por Dios!"... "¡es que esto es el paraíso!"... Con tal despliegue de gratitud, imposible no embriagarse con esta paz.

Desde hace años, fue ella la que insistía en reconectar con la tierra. Me lo repetía cual "gota en el latón". Y yo me resistía, pensando en los gastos de la universidad de los niños, en los imprevistos que siempre pueden venir, o en mil y un motivos que la mente se pone de excusas. Hasta que hace unos meses me dejé llevar. ¿Acaso cada vez que la he seguido en una de sus locuras, mi vida no ha dado un giro a mejor y a mayor felicidad? ¿Para qué tanto control y tanto pensar en el futuro? ¿Qué pinta el dinero en el banco en estos tiempos? Tan sólo acordamos varias condiciones para la aventura de buscar algo en el campo: 1.-Que no nos endeudáramos y que pudiéramos afrontarlo con nuestros ahorros 2.-Que no estuviera a más de 30 minutos de casa, para que no nos diera pereza venir con frecuencia 3.-Que tuviera una vistas preciosas, porque no queríamos estar en el campo, pero rodeados de bancales que profanan y mutilan la majestuosidad de las montañas, o de hileras de aguacates o mangos, milimétricamente ordenados por la artificialidad humana, en vez de por la magia de la naturaleza 4.-Que no nos esclavizara su mantenimiento, ya que pretendíamos continuar con nuestra actividad habitual, nuestros viajes y nuestros proyectos. 

Cuando acabamos de formular esas 4 condiciones, pensé que nos habíamos pasado con la Carta de los Reyes Magos. Que sería imposible encontrar algo así. Pero "la" Mey es "mucha" Mey. Y cuando se le junta la "vena india" con la "vena bruja" , no hay obstáculo que la detenga. Así que, como ella suele decir, puso a trabajar al Universo. Cierto es que vimos unos cuantos terrenos durante un par de meses. Pero igual que con las personas, nos dejamos guiar por las vibraciones que nos transmitían, y ninguno nos convenció. Pero apareció uno por facebook que podía cuadrar, salvo por un detalle: estaba a 40 minutos de casa, en vez de a 30. Mey me llamó por si lo descartábamos. Pero por 10 minutos no íbamos a renunciar al paraíso. Quedamos con el dueño.

Era un día feo y lluvioso. Pero fue el primer propietario que nos invitó a llevarnos en su coche y además sin mascarilla. Nos pareció un bello gesto de partida. Y la conexión empezó a fluir durante el trayecto. Las buenas vibraciones se confirmaron nada más llegar. Mey y yo nos miramos y supimos que aquel era el sitio. No tuvimos ni siquiera que decirnos palabra. Las pocas que dijimos fueron para ajustar el precio en pocos segundos, quizás porque él ya nos imaginaba viviendo allí tras la conversación del coche. Pero había un "pero": había muchos papeles que arreglar. Muchos. Porque el terreno y la casa lo tenían todo. Absolutamente todo. No teníamos nada de qué preocuparnos, ninguna obra que acometer, ni trabajo alguno que impulsar para poner los árboles en producción de frutas, incluido el riego automático y bajo tierra. Estaba todo listo para irnos a vivir de inmediato, si queríamos. Pero el asunto de los papeles estaba totalmente en el aire. Y podrían pasar meses hasta que estuvieran listos, si llegaban a estarlo. Mey y yo nos abandonamos a nuestra intuición, y en lugar de exigirle los papeles, asumimos el reto de arreglarlos nosotros, ya que la especialidad del propietario no era precisamente la burocracia. Y ahí empezaron semanas y semanas de conversaciones con la arquitecta y el técnico municipales, con los de Agricultura y el Parque Natural, con la Notaría y el Registro...Antonio nos autorizó para todo como si fuéramos de la familia. Y poco a poco todo fue tomando forma. Logramos, incluso, ahorrarle un buen "pellizco" de los gastos previstos. No era asunto nuestro, pero siempre pasa que lo que das te acaba volviendo. Y efectivamente así fue. Durante aquellas semanas se fue fraguando la amistad entre nuestras familias. Le acompañamos al "cortijo" todos los fines de semana que fue posible, y nos fue enseñando el noble oficio de cuidar aquel precioso terreno. Y de regreso a casa, trajimos las alforjas llenas de maravillosos manjares: moras, cerezas, naranjas, limones, aguacates, chumbos, higos...Es como si aquel dichoso papeleo, asumido de buenas gana y con ilusión, hubiera sido el terreno para que una bella amistad fuera fructificando. De ese modo, se diluyeron los roles de comprador y vendedor, y surgieron los de unos amigos que se ayudan, se comparten confidencias familiares, y se dan trucos para el cultivo o para la gestión de las finanzas. Comprobar que el centro lo estaba ocupando la relación entre nosotros, y no la defensa egoísta de los intereses de cada parte, fue la prueba definitiva de que la decisión era la correcta: aquel era nuestro sitio. Antonio hoy sigue teniendo llaves de todo, y nos aconseja permanentemente, porque aún somos muy "novatos". En un par de semanas nos tomaremos las dos familias un arroz allí arriba para celebrar estos meses de encuentro. Nos reiremos y quizás también lloraremos añorando a quienes pasaron por aquel cortijo o compartiendo los retos del futuro.


Si nos lees desde hace tiempo, ya sabrás el nombre que le hemos puesto a nuestro trocito de Paraíso: PEPONI. Pero por supuesto, no hace falta comprar ningún terreno para encontrar tu trocito de Paraíso. Hay paraísos de éstos por todas partes. El principal, dentro de ti. Sólo hace falta que ese paraíso te regale silencio fuera, para que crezca el silencio dentro.


Nosotros, en nuestro caso, hemos dado este paso porque es algo que nos hacía mucha ilusión desde hace tiempo. Y las ilusiones son para vivirlas, no para llevárselas a la tumba. También porque se hace preciso dar al campo, al agricultor y al ganadero la importancia que nunca debieron perder. No es una decisión para escapar del ruido, de las noticias, o del miedo imperante. No es una huida. Es un reencuentro con la tierra, con lo sencillo y con lo más auténtico de cada uno de nosotros. Con lo más primario. Allí nos encontrarás si estallan pandemias, guerras o catastróficos cambios climáticos. Viendo esos atardeceres que quitan el hipo. Sintiéndonos hormiguitas en medio de tanta inmensidad. Riéndonos a carcajadas de la convicción del ser humano de ser el ombligo de todo. Retomando la conexión que perdimos creyéndonos más conectados que nunca con nuestras pantallas. Tratando de atisbar las cumbres de África en los días más claros. Observando las estrellas y la luna cada noche. Viendo las luces de la costa y de los barcos a lo lejos. Contemplando el ritmo y los ciclos de la vida. Ilusionados hasta la extenuación. Sintiéndonos vivos, muy vivos.


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sábado, 5 de septiembre de 2020

Peponi

Si te encuentras envuelto en miedo y desesperación por los rebrotes. Si te obsesiona qué va a pasar este año con la vuelta al "cole". Si te angustia si nos van a confinar o no este otoño. Si no paras de ver las noticias una y otra vez, para ver las cifras de infectados o por si aparece la vacuna milagrosa. Si no paras de compartir por whatsapp noticias cargadas de "yuyu" para advertir a tus familiares y amigos. O incluso si te inquieta cómo va la cosa con el rey emérito o con la fusión de Bankia y La Caixa... ¡NO LEAS ESTE POST!

Por favor: haznos caso. Luego no digas que no te lo advertimos...

Valdevaqueros (Tarifa-Agosto 2020)

Estoy convencido de que cada persona de este planeta tiene un mantra mental. Una frase que de una u otra forma marca cada uno de nuestros pasos, y nos encamina en una u otra dirección. Durante muchos años, mi mantra fue "Estoy agobiado". Y me costó lo mío quitarme de encima la dichosa frasecita, y sobre todo las consecuencias que traía consigo de stress y de sobrecarga en mis espaldas de problemas y dificultades propias y ajenas, laborales, familiares o solidarias. Cuando por fin lo conseguí, descubrí que había sido esclavo demasiado tiempo no sólo de aquella frase, sino de la programación mental que traía consigo. Por eso son tan alarmantes las frases que cada minuto martillean una y otra vez las mentes de los siete mil quinientos millones de personas de este planeta en los últimos meses. "Miedo, miedo". "Preocupación, preocupación". "Yuyu, yuyu".

El mantra de Mey, sin embargo, es otro.  "¡Esto es el Paraíso!" "¡Vivimos en el Paraíso!". En estos treinta y tres años que llevamos juntos, hemos viajado muchísimo. Hemos visitado miles de lugares. E incluso nos hemos mudado ya también una pocas veces. Y su mantra sigue siendo el mismo:  "¡Esto es el Paraíso!" "¡Vivimos en el Paraíso!". Tanto es así que, hace unas semanas, cuando los niños le prepararon un vídeo parodiando algunas de sus escenas cotidianas para celebrar su cumpleaños, su mantra no podía faltar:  "¡Esto es el Paraíso!" "¡Vivimos en el Paraíso!"

Uno podría pensar que alguien que se repite interiormente esa frase una y otra vez, suponiendo que no está un poco "tocado del ala", o bien ha tenido mucha suerte con los sitios que ha visto y en los que ha vivido, o vive con intensidad y verdadero convencimiento la gratitud por estar aquí y ahora.Y cuando eso sucede, os puedo asegurar que resulta profundamente contagioso. Y la gente te busca porque notan que en esa gratitud a la vida reside la semilla de autenticidad de nuestra existencia.

Mazagón (Huelva- Agosto 2020)

Cuando estos días pasados ella y yo recorríamos en nuestra furgoneta, por fin, caminos y calas perdidas del sur, esa frase nos la repetimos un par de millones de veces. Interiormente y de palabra. Y no era para menos. Contemplar bajo el agua un arrecife en Cabo de Gata plagado de peces de colores en la paz más absoluta. Sumergirse en las tonalidades de un atardecer único en Ayamonte o en Isla Cristina. O mimetizarse con la arena, la luz y el agua de las playas tarifeñas. ¿Cómo no sentirse en el Paraíso? ¿Cómo no te va a brotar del corazón un profundo sentimiento de gratitud por tener la enorme dicha de estar viviendo?

Estos días, desde tales lugares, no paraba de pensar en las miles y miles de personas que no quieren salir de su casa, y que no han viajado estas vacaciones, por miedo a contraer el Covid. Y me imaginaba con pena el mantra que estarían repitiendo en su cabeza y cómo se sentirían: dejar de vivir, por miedo a enfermar, por miedo a morir. Muy duro, la verdad. Y nos hacía reafirmarnos a Mey y a mi en nuestro compromiso de gratitud con esta vida: "¡Vivir (o morir) con las botas puestas!". Y si al final uno se muere, sea por el covid o porque te cae una maceta en la cabeza paseando por la calle, "¡que te quiten lo bailao!".

Cabo de Gata (Almería-Agosto 2020)

No. El Paraíso no es cuestión de lugares espléndidos y lejanos. Como decía Mey hace unos días, el Paraíso, se lleva a cuestas. En tu mochila. Sí. Ésa que cargas cada día cuando te levantas y, o bien arrastras tu existencia como si fuera una carga muy pesada, o bien sales a comerte este mundo maravilloso que nos ha tocado vivir. El Paraíso no es un lugar. Es una actitud. Y en cada sitio que estés, lo despliegas como tu tienda de campaña vital. ¿Acaso hay algo más importante que transmitir a los hijos esa visión de un "Paraíso portátil", que te llevas contigo a cualquier lugar y en cualquier circunstancia?

Estos días lo veía con claridad con nuestros hijos Pablo y Eva en Estados Unidos. Eva se levanta a las seis de la mañana para sus ensayos de banda musical. Y Pablo se acuesta a las tantas de la noche tras su primer trabajo en la Universidad de Okalhoma como reponedor y cajero en un supermercado. Probablemente no sean los planes más "molones" del mundo. Y sin embargo, había que escuchar la emoción y la alegría con los que nos los describen en sus videoconferencias y audios (¡¡algunos de 40 minutos de duración!!). Poco importa que les esté cayendo una tormenta tropical como las que arrecian esa zona en estas alturas del año. O que el huracán Laura les haya pasado "de refilón". Ellos viven su Paraíso particular. Y por muy lejos que estén y por mucho que los echemos de menos, nosotros como padres, no podemos estar más felices porque estén disfrutando de ese Paraíso suyo en estos momentos.

Isla Cristina (Huelva-Agosto 2020)

Esta mañana, cuando me levanté, pensando en escribir sobre el Paraíso, me acordé de la canción de ColdPlay con ese nombre, y de una versión de The Piano Guys que disfrutamos en casa hace algunos años ya, y que se convirtió en un pequeño himno casero: Peponi (palabra en suajili que significa "Paraíso"). Cuando los niños eran pequeños, vimos con devoción decenas de veces aquel vídeo, en el que un helicóptero transportaba hasta una cima inaccesible un enorme piano de cola. Samuel se aprendió la letra en suajili, y los movimientos del cantante, Alex Boyé. ¡No parábamos de reirnos con su versión casera! Esta mañana descubrí que este cantante, de origen nigeriano, vivió una vida durísima en las calles de Londres, sin padres ni recursos. Y que, quizás la música y su motivación vital, le hicieron tirar para adelante hasta lo que es hoy: un gran artista, y un "motivado de la vida". Por suerte, cuando uno va acumulando años, te das cuenta de que ésos no son casos aislados, y que no estamos predeterminados para nada. Podemos elegir la dirección correcta hacia nuestro Paraíso, aunque sea volviéndonos sordos a lo que se dice o a lo que se vive a nuestro alrededor.

Así que, si en las circunstancias actuales, no has hecho caso a mis advertencias del principio y vives con miedo, mal humor, o indignación todo lo que está pasando, ¡quítalelo de encima! (Shake It Off: ver vídeo). ¡¡Piensa en tu Paraíso particular!!