Hoy me he levantado muy temprano. Mucho más de lo habitual. No se oía ningún pajarillo. Y eso que en estos inicios de la primavera andan ya alborotados desde antes del amanecer. Siempre que tengo alguna preocupación, alguna idea "entre ceja y ceja", o algún reto entre manos me despierto antes de lo normal. Hoy no era el caso. Hoy era de puro gozo, en la fecha más señalada, ésa que nunca se olvida. Después de muchos meses me he afeitado. Se lo había prometido a las dos personas que más me besan en el mundo. Me he quitado varios años de encima. Quizás no tantos como para confundirme con el de aquel otro día de marzo. Me he regalado un buen rato de meditación. Mucho más largo de lo habitual. Había mucho que agradecer hoy a la Vida.
Aquel 22 de marzo también me levanté temprano. Quizás no tanto como hoy. Pero lo suficiente como para tener luego que hacer tiempo junto a mi madre, la madrina. Es curioso, pero siempre recordaré esos instantes previos de nerviosismo apaciguado junto a ella. Puedo afirmar, sin lugar a dudas, que fue de los días más felices de mi existencia. Y no porque fuera la primera vez que llevaba chaqué (y probablemente la última). Ni porque fuéramos el centro de todas las miradas y flashes. Sino porque de verdad disfrutamos como "enanos". No recuerdo haber bailado tanto ni haberme reído tanto en toda mi vida. Habíamos decidido sentir nuestra boda en toda su intensidad, más allá de los convencionalismos habituales. Por eso quisimos vivir en plenitud cada momento, incluidas las largas carcajadas espontáneas que brotaron para sorpresa de todos en medio de la ceremonia. Probablemente si fuera hoy, los invitados serían otros, y quizás nos sobrarían chaqués, corbatas, carpas y caterings. Pero probablemente eso es lo de menos. Era un momento para festejar, sin aferrarse a que debiera salir de una u otra forma. Sin agobios. Sin tensiones. Y así lo vivimos nosotros. Quizás porque sólo era la exteriorización de un compromiso que nos habíamos dado sin testigos ya muchos meses antes, en una playa desértica. Uno de esos compromisos que van más allá de protocolos, de registros civiles, y de ceremonias. Quién sabe si procedente de otras vidas anteriores.
Hubo también risas cuando se me perdió el anillo momentáneamente entre las sábanas en aquella noche de bodas. Y cuando ella se deshizo el tocado del pelo y se llenó la habitación de las toneladas de arroz que nos habían lanzado horas antes. También hubo risas cuando pasamos la tercera noche de casados durmiendo en nuestro "pandilla" azul en medio de un bosque francés por habernos quedado sin gasolina al inicio de nuestra luna de miel.
Hoy no habrá grandes festejos aunque celebremos nuestras bodas de porcelana. Veinte años de casados no se cumplen todos los días, ni los cumple todo el mundo. Pero hoy trabajamos los dos: yo por la mañana y ella por la tarde. Toca tutoría en el instituto de los niños, compra en el supermercado, y cita de médicos. Será complicado encontrar hueco, salvo quizás para un capuccino en nuestra cafetería favorita. Pero después de tantos años, he aprendido de ella que la verdadera celebración radica en la maravillosa cotidianeidad que compartimos. No hace falta vivir una vida de aventuras para ser feliz. Cuando se es feliz, la vida más normal se convierte en una aventura. Y los pequeños momentos despliegan toda la magia de una vida auténtica. No hacen falta grandes festejos, ni grandes ceremonias, ni enormes fuegos artificiales. La vida es un regalo inmenso teniéndola a mi lado. Dure lo que dure. Hasta las bodas de plata, de oro o de platino. O hasta mañana. Viviendo el presente junto a ella, como si fuera el último día.
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