"Si quieres ser buena persona, tienes que pensar como yo". Eso parece opinar la mayor parte de la Humanidad en estos tiempos de polarización. Y no sólo eso. Lo que es peor: "si no piensas como yo, eres sospechoso, puedes ser un infiltrado, o directamente te mueven intereses espurios". Si tu narrativa es la de la necesidad de una vacunación universal, la de la guerra contra el virus, y la de adoptar medidas de restricción de derechos por el bien de una salud pública en expansión, ¡cuidado con los que no opinen igual! Pero no te preocupes: los críticos con esa narrativa están también "a la gresca", no sólo contra los primeros, sino incluso entre ellos mismos, por si hay "infiltrados". Que si el virus existe o no. Que si se ha logrado aislar o no. Que si imanes sí o imanes no. Que si grafeno sí o grafeno no. Que si a ver quién se "cuelga la medalla" tras cada novedad o descubrimiento... Narrativas enfrentadas. Gente dividida. Gente vencida. Y mientras tanto, la VERDAD, como siempre en cada guerra, cae la primera en el combate.
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En la construcción de cualquier narrativa movilizadora de millones de personas, etiquetar o despreciar al que no opina igual, simplifica el trabajo. Es "de los nuestros" o "de los otros". De Dios o del César. De los buenos o de los malos. Pero esa dinámica nos empobrece hasta el extremo. Esquilma de raíz la parte divina que habita cada uno de los seres humanos de este planeta. Y nos deshumaniza a todos, convirtiéndonos en meros instrumentos al servicio de la VICTORIA o de la adhesión a la narrativa imperante. La medalla o el trofeo no es otro que el "yo llevaba razón" en plan "peliculero", justo cuando todo acabe, con una música melódica y el título de "The End" sobreimpresionado sobre un bello atardecer al fondo.
Pero esa obsesión por llevar razón nos deshumaniza. Y esa deshumanización del otro buscando tan sólo vencer, o ese proceso de considerarlo tan sólo un adepto de nuestra versión de la realidad o un "pelele" de la contraria, no hacen sino ahondar en el gran mal de nuestro tiempo. Y éste no es ni la pandemia, ni la crisis económica, ni la falta de liderazgos efectivos y honestos. Es sin duda, la enorme crisis que vivimos para el ACUERDO. Porque deshumanizar al otro nos hace vulnerables a la propaganda de una versión u otra. De ello ya se encargan las redes sociales y los medios de comunicación, hambrientos de "clicks", de "me gusta" y de minutos de nuestra atención, canjeables por suculentos beneficios publicitarios. Por eso están diseñados para proporcionarte argumentos y contenidos multimedia que te reconforten y te acomoden en tu "esquinita" de realidad victoriosa, bajo ese sentimiento de "llevo razón". Y al otro: "que le den". No tiene ni idea. Es un iluso. De verdad: ¡que le den! Sólo quiero de él su respaldo si me apoya, o su diana para clavar en ella mi desprecio, si no. Poco más, la verdad. Y cuanta menos comunicación con ese "otro", mejor. Mientras ganemos este partido, lo demás es secundario.
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Pero no debemos resignarnos. Como bien dice Charles Eisenstein, escuchar otras opiniones no equivale a guardar silencio sobre las propias (por eso hemos seguido compartiendo los muchísimos estudios científicos sobre la pandemia, que los medios de comunicación se empeñan en no difundir). La comunicación no es sinónimo de compromiso y ni siquiera de sintonía, pero es imprescindible. Ver la divinidad de otra persona no equivale a dejar que se salga con la suya, y nos inmuniza contra la deshumanización. Y la compasión no es igual a la capitulación o a la rendición. Lo mismo que el pacifismo no equivale a pasividad. Por eso resultaría "naif" confiar en todo o en todos. Pero tan cierto es eso, como que conviene seguir la pista a aquéllos que demuestran voluntad de liberarse de una identidad de "buenos" y de "estar en lo correcto siempre". En esas personas reside una búsqueda incesante de la conexión y del acuerdo con el otro, para recuperar ese UNO que conformamos todos. Y ahí habita una autenticidad divina a la que no podemos ni debemos renunciar.
Cuando tratábamos de compartir estos meses lo que hemos estudiado durante la pandemia, lo hacíamos con el ánimo de ayudar a otros, de evitar posibles sufrimientos, y de salvaguardar la libertad y la autonomía que todo esto parece habernos usurpado en estos meses. Pero cuando ese compartir generó rechazo, menosprecio y alejamiento, incluso de personas muy queridas cuya versión temían que no resultase victoriosa, vimos que dejaba de tener sentido compartir tan abiertamente lo que íbamos descubriendo, por muy acertado que nos pareciera. La buena intención, el actuar guiados por lo que consideramos la verdad, o incluso el movilizarse con el corazón en la mano, no es garantía de nada. Y menos aún nos protege de caer en el error o incluso de hacer el mal sin desearlo. De ahí la importancia del equilibrio y de la actuación en consciencia.
Hace unas semanas, hablando con un buen amigo sobre los orígenes de lo que está pasando y si podría o no haber un plan organizado o una conspiración para todo esto, me decía: "¿pero tú crees que mi hermano, que es médico, y siempre ha actuado con la máxima ética profesional, forma parte de un plan malévolo o de una conspiración para perjudicar a tanta gente?" Efectivamente. Así es. ¿Cómo pensar algo así? Pero por desgracia, hay muchas personas que, con la mejor intención, y estando convencidas de que hacen el bien, pueden llegar a hacer el mal a otros. Nos ha sorprendido el desconocimiento que muchos médicos especialistas en su materia tienen sobre virología y epidemiología en cuestiones básicas de inmunidad natural, asentadas por la Ciencia hace 150 años, lo que les está llevando a no aconsejar bien a muchos de sus pacientes. Basta el desconocimiento y el verse contagiados por la psicología colectiva de la mayoría, de una turba enfervorecida que no acepta al disidente. O basta con el miedo a verte señalado o rechazado por esa mayoría aplastante. La Historia, por desgracia, está llena de ejemplos de gente buena que, por acción u omisión, contribuyeron a auténticas desgracias colectivas. El "malo malísimo" de las películas que se regodea haciendo el mal no existe. ¿Acaso todos los que gritaron "crucifícalo, crucifícalo" contra Jesucristo eran unos pérfidos demonios? ¿O quizás eran gente normal que no sabían que estaban crucificando a un inocente, al mismísimo Dios hecho Hombre para muchos? Ese relato bíblico resulta magistral precisamente por las palabras de Jesús cuando gritó: "perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen". No dijo: "perdónalos aunque sean unos conspiradores". Tampoco dijo. "perdónalos aunque tengan el corazón podrido". Dijo lo que dijo. Muy consciente de que el mal surge o se extiende porque no sabemos lo que hacemos.
Por eso este verano decidimos poner el freno a nuestras "verdades". Habíamos sido colocados en uno de los frentes en lucha por la victoria de "tener razón". Y con ello estaba claro lo que había que hacer. Había que desidentificarse de aquel rol. Y había que dar espacio al silencio, para que con él llegara la conexión y quizás el acuerdo.
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Sin esa conexión con los otros, y sin ese interpelarse a uno mismo, ¿cómo podemos pretender que la mente de alguien cambie? Necesitamos el milagro que se produce cuando somos capaces de ver a los demás en toda su humanidad, en toda su divinidad. Piensen lo que piensen. Opinen lo que opinen. Hagan lo que hagan. No como herramientas al servicio de nuestra verdad y de nuestra victoria. A través de esa conexión podemos recuperar el poder de la palabra y el poder del acuerdo.
Tarde o temprano habrá que dejar de percibir la vida como una guerra. Por nuestro bien. Aunque sólo sea por necesidad y por eficacia, para que sigamos adelante como especie. Por ello, frente a las armas y el enfrentamiento, la palabra, el acuerdo. Porque hay mucho de lo que hablar. Mucho. Y para ello, hemos decidido reconfigurar nuestras victorias. Hemos decidido que gane cada abrazo con quien no piense como nosotros. Cada visita a casa de quien antes tenía miedo. Cada signo de cariño y amistad donde antes había distancia y alejamiento social. Y quizás desde ahí, sin vencedores ni vencidos, la verdad nos acabe haciendo libres.
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