Ha sido una semana dura, muy dura. No sé si habrá sido por el dichoso "Blue Monday" que dicen que nos altera tras la cuesta de enero, la insuficiente luz solar o el clima invernal, pero la semana se las trae. Suele ser así cuando se juntan a la vez muchos retos. Y esta semana ha tenido unos pocos.
Como ya le sucedió a nuestro hijo mayor, ahora el segundo está en plena efervescencia pre-adolescente, y cerca ya de la frontera que separa al niño del joven adulto, no acaba de dar el salto de asumir sus pequeñas responsabilidades. Así, su mente le lleva a culpabilizar a todo y a todos de lo que él solito se busca, o de no alcanzar sus logros, precisamente por no querer dar ese salto. Son momentos de desconcierto para él, y de reacciones extremas y desairadas, que en su caso, se están prolongando. Pero a fin de cuentas, es un proceso al que no somos ajenos los adultos, ni mucho menos. Especialmente cuando predomina en nosotros el componente mental. En esos casos, si actuamos guiados por el ego, y la cosa se tuerce, nuestra mente ya se encargará de encontrar una razón o un culpable al que "encasquetar" el asunto.
Hace unos años, alguien muy cercano, teniendo a su madre moribunda, y bajo el mismo techo, le negó la mínima atención y cuidado que ya no un hijo, sino cualquier desconocido, le habría dado. Tuve la desgracia de toparme con el panorama, y me generó tales náuseas que no pude reprimir la rabia. No recuerdo nunca haber sentido ni exteriorizado tanto mi furia. Total: para nada. Todo estaba justificado en la defensa propia frente a la mala actitud y cerrazón de una madre que moría tres días después. ¡Menudas ofensas le habría afligido aquella mujer, para recibir esas últimas horas! No he vuelto a hablar con esa persona desde entonces.
Aquella experiencia aún colea en mi interior, aunque creo que ya estaría en condiciones de entablar una conversación con él, pasados varios años. Pero el aprendizaje ha quedado marcado a fuego en mí: actuar sólo bajo "nuestra" razón nos lleva al abismo, y a justificar lo injustificable. Y cuando alguien se rige por esos parámetros, no vale la pena dedicar energías y esfuerzos a argumentar, convencer o contrarrestar esa labor destructiva: mejor dedicar esas energías a construir, o a otra cosa.
Aquel acontecimiento de hace años, hace muy pequeño el proceso de mi hijo. Pero las sincronicidades y las caUsalidades han hecho que justo también esta semana, distintos proyectos solidarios en los que colaboramos, alejados geográficamente y sin conexión entre ellos, estén sufriendo duros ataques. Y lo que, quizás, deberían ser aplausos de reconocimiento a una labor solidaria, se han convertido en críticas, desprecio y negación por parte de dos o tres que antes impulsaban esa solidaridad. De nuevo la mente subida al escenario, sea para defender una forma de gestión, un enfoque de las cosas, o un modelo de actuación. Pero la defensa egoica de nuestro esquema nos lleva a machacar lo que sea, por muy loable que sean los fines solidarios, y muy identificados que estuviéramos hasta ayer con ellos. Gracias al suceso con aquella madre de hace tres años, esta semana no he saltado de aquella manera, y me he dedicado a seguir construyendo en lugar de luchar contra esa "razonada" destrucción.
Sin duda, estas situaciones resultan muy dolorosas, porque donde debería fluir buena energía y cariño para personas concretas, aflora el resquemor, la confabulación y el complot. De poco sirven las explicaciones, los argumentos y los intentos de apaciguar las aguas. Cada persona tiene su momento evolutivo y psicológico, sus picos y su valles, e incluso esos momentos de rabia y sinsentido quizás puedan tener su razón de ser en el proceso de cada uno.
¿Que si duele? Mucho. ¿Que resulta una injusticia? Sin duda. Pero también estas situaciones nos confrontan con nuestra propia actitud en el "hacer". Y quien busca el aplauso, teme al silencio tanto como al abucheo. Por eso, si esperamos un reconocimiento, una "palmadita" en la espalda. o un aplauso por nuestras acciones, es que quizás algo también fallaba ahí. Y esas actitudes tan hostiles y lamentables se convierten en grandes maestros. Cuando veo cómo disfruta mi hijo con su reciente condición de concertista en una joven orquesta, por el simple hecho de serlo, y qué poco le importa si les aplauden más o menos, más me convenzo de la importancia de amar lo que uno hace, y no actuar porque los demás nos aclamen.
Creo que somos simplemente cauces del enorme río de la vida. Y nuestra actitud debe ser simplemente eso: SER cauce. No esperar que nos aplaudan desde las orillas, ni que echen pétalos de rosas al agua. Ser la vía por la que discurra la vida, sin más. ¿Qué surgen obstáculos o caen rocas a ese río? El agua, la vida, se encarga por sí misma, de sortear esos escollos, y sigue fluyendo como si nada. Sin dar ni pedir explicaciones.
Un buen amigo, tras esta semana tan "movidita", nos recordaba hoy una bella imagen: cuanta más luz generemos con nuestro SER y con nuestro HACER, más polillas se nos acercarán. Y no se trata de evitarlas ni de luchar contra ellas. Debemos simplemente ser luz y dar luz. Esa es la misión.
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