La vida no es traicionera. Siempre avisa. Aunque lo hace a su modo. Y no siempre estamos dispuestos a escucharla. A veces lo hace con dolencias o problemas de salud; otras con personas o relaciones que se repiten una y otra vez en nuestra vida; quizás también mediante casualidades o situaciones que atribuimos a la mala suerte. Depende de nosotros escuchar el mensaje y la enseñanza que trata de transmitirnos. Si no, quizás estemos condenados a repetir curso una y otra vez.
A mí me tocó a mediados del año 2007. Su mensaje era alto y claro. Estábamos en la playa del Tintero en Málaga mi mujer, mi madre y yo, y a pocos metros nuestros 3 niños jugueteando en un pequeño tren junto a otros columpios. No les perdíamos ojo. Pero ello no impidió que en cuestión de dos minutos, la pequeña, con apenas dos años, se escabullese por el tren y desapareciera. No dábamos crédito. Era materialmente imposible que se hubiera desvanecido de esa forma. Las palpitaciones empezaron a subir por segundos, a la par que la angustia. Mucho más cuando era un día de muchísima resaca, con olas de varios metros, y la bandera roja ondeaba en la playa mientras el socorrista pedía a los bañistas abandonar el agua. No pude evitar pensar en lo peor. A fin de cuentas todos los medios de comunicación sacaban en sus portadas esos días el caso de la niña británica desaparecida en Portugal.
Corrí como un "poseso" a lo largo de la playa, sin rumbo ni concierto. La gente me miraba angustiada, contagiada por mi propia angustia. No sé si pasaron 15 minutos o 1 hora. A mí se me hicieron eternos. Al cabo de un rato la vi a lo lejos: venía de la mano de una señora, que se la había encontrado a casi 1 kilómetro, cerca ya del puerto deportivo de El Candado. No entendía nada. Pero ella ya estaba allí. Le di las gracias a la señora, cogí en brazos a mi hija con más fuerza que nunca, y me puse a llorar como un bebé. Jamás lo había hecho así. Y no era para nada propio de mí, una persona tan "equilibrada" y racional como yo. A fin de cuentas la niña estaba ya allí, sana y salva. Y sin embargo no era dueño de mis lágrimas, ni de lo que dictaba mi interior. Ahí, sin duda, había una señal de la vida, relacionada con las pérdidas o abandonos de mis seres queridos.
Pero no fue la única señal, y aprendizaje que recibí de la vida ese día. Al verme tan afectado, mi hijo mayor, de apenas 5 años, se acercó a mí, y profundamente consternado me dijo: "Papá, lo siento. Ha sido culpa mía. Debía haber cuidado mejor de la hermana". Me quedé estupefacto. Jamás había verbalizado que fuera tarea suya cuidar de su hermana; y menos aún estando tres adultos pendientes y a tan poca distancia de ellos. Pero de una u otra forma, a través de la comunicación no verbal, de mi actitud ante la vida, de las conexiones que nos unen a los seres humanos, le había transmitido a mi hijo mayor las mismas "paranoias", "hiper-responsabilidades" y esclavitudes que yo había tenido durante toda mi vida. Más claro, el agua. Y no bastaba con decirle que no, que él no tenía absolutamente ninguna culpa de lo sucedido. Debía profundizar en los orígenes de todo lo que estaba presenciando. Debía escuchar lo que la vida quería decirme. La bandera roja era grande y muy visible. Ese día empezó mi búsqueda de un mundo diferente para vivir. Ese día empecé a desaprender lo aprendido.
2 comentarios:
Los niños son extraordinarios, sacan de nosotros lo mejor, lo peor, lo desconocido y lo conocido que no queremos mostrar, creyendo que nos protege.
Gracias por compartir relatos tan íntimos. Excelente reflexión. La vida nos habla cada día. Depende de nosotros descifrar el menseaje. Un abrazo.
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