Paradojas de la vida. Cuanto más se enarbola la bandera de la libertad (ese hacer lo que uno quiera, cuando quiera y como quiera), más gente veo encadenada. Y no precisamente con eslabones visibles. Hoy obedecer está mal visto. Es de antiguos. De sumisos. Y sin embargo, como decía aquella canción de Jarcha: “yo sólo he visto gente muy obediente, hasta en la cama.”
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Pero nadie nos advirtió de la letra pequeña. Que acabaríamos esclavos de quienes cambian las promesas con la misma agilidad con la que cambian de corbata. Que quedaríamos atrapados en el bucle del tener-más-para-sentirnos-menos. Que íbamos a estar solos como nunca, rodeados de mil pantallas, saturados de likes y hambrientos de contacto real. Nadie avisó que nos obsesionaríamos con si nacimos en el cuerpo equivocado… o si en realidad lo equivocado era el alma. Nos vendieron libertad, y nos entregaron un catálogo de compulsiones con opción a filtros. Hoy, ser libre es hacer lo que hace todo el mundo. Pero con emoji. Y hashtag. Menuda libertad. Menuda pantomima. Menuda zanahoria.
Don Quijote lo dejó claro: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos.” Probablemente el más sublime. Pero nos han colado gato por liebre, y además nos han hecho firmar el recibo. Nos han dado libertinaje por libertad, resignación por elección y narcisismo por autoconocimiento. Una estafa emocional con factura emocional.
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Y ahí está la clave: podemos fluir con esa corriente o nadar en contra como salmón confundido. Eso sí: no vale quejarse del cansancio si uno ha elegido la contracorriente. Esa, y no otra, es la libertad: hacerte uno con el ritmo del universo, pero por decisión propia. Aunque para ello sea preciso pararse a escuchar y a pensar despacio. Pero eso suena hoy a herejía en esta religión del scroll infinito.
En ciertos momentos, la vida se convierte en cruce de caminos. Como cuando toca elegir profesión: ¿dentista o arquitecto? Si eliges ser dentista, no puedes andar luego construyendo catedrales alegando libertad creativa. Tú elegiste. Y la libertad verdadera implica compromiso. Tu voluntad, tu razón y tu acción se alinean con la elección libre que hiciste. Con la vida pasa igual: si eliges fluir con la corriente profunda del ser, no puedes luego mariposear de rama en rama como si nada. Y ahí es donde han saboteado nuestro libre albedrío: haciéndonos creer que ser libre no exige voluntad, ni coherencia, ni esfuerzo. Sólo impulso. Sólo deseo. Sólo ego. Y que además el mundo entero debe aplaudirte por ello, no vaya a ser que se te dañe la autoestima.
Pues no. Esa libertad líquida, tan moderna, tan sin forma, tan de usar y tirar, nos descentra y nos descarrila. Nos convierte en hojas al viento, sin raíz ni destino. Pero la libertad de verdad, la de mayúsculas, exige dirección. Exige escucha. Exige obedecer.
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Así que, al final, la libertad no es hacer ruido con el instrumento que te tocó en el reparto cósmico, sino tocar con él la partitura que la Vida, con mayúscula y bemoles, compuso para ti. No somos los compositores, pero sí los intérpretes únicos e irrepetibles de una melodía que no podemos cambiar, pero sí llenar de alma. El violín no elige la sinfonía. Pero cuando se afina y se deja guiar, hace llorar al silencio. La paradoja es clara: obedecer al sentido es la forma más alta de libertad. Y fluir con el Tao o con el ordo amoris no es renunciar a ti, es hallarte por fin donde siempre estuviste.
Así que ya sabes: Si la vida te suena rara, quizás no sea que el mundo desafina (que también), sino que tú estás intentando tocar una bachata con un oboe. O te has empeñado en dirigir la orquesta desde la fila siete sin partitura. Pero no pasa nada. Todos nos perdemos entre pentagramas ajenos. Todos desafinamos creyéndonos solistas antes de afinar el alma. Lo importante es que la música no deja de sonar. Solo hay que volver a escuchar. Pero escuchar de verdad, no con los oídos de fuera, sino con los de dentro…Y entonces oirás ese susurro bajito: “Ahora sí. Toca.”
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