sábado, 21 de junio de 2025

¿Libertad? Tocar lo escrito, sentir lo eterno

Paradojas de la vida. Cuanto más se enarbola la bandera de la libertad (ese hacer lo que uno quiera, cuando quiera y como quiera), más gente veo encadenada. Y no precisamente con eslabones visibles. Hoy obedecer está mal visto. Es de antiguos. De sumisos. Y sin embargo, como decía aquella canción de Jarcha: “yo sólo he visto gente muy obediente, hasta en la cama.” 

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Está claro que picamos el anzuelo hasta la garganta. Nos dijeron que éramos tan libres que podíamos elegir cada cuatro años a quienes dictaran nuestros destinos (y desatinos). Que seríamos más libres cuanto más dinero tuviéramos, más cosas compráramos, más cuerpos acumuláramos en la cama y más carne exhibiéramos en Instagram. Que libertad era estar conectados con cualquiera, a cualquier hora, desde cualquier lugar, incluso sin ganas. Y, por si fuera poco, que podíamos ser lo que quisiéramos ser, aunque no lo fuéramos, ni de lejos.

Pero nadie nos advirtió de la letra pequeña. Que acabaríamos esclavos de quienes cambian las promesas con la misma agilidad con la que cambian de corbata. Que quedaríamos atrapados en el bucle del tener-más-para-sentirnos-menos. Que íbamos a estar solos como nunca, rodeados de mil pantallas, saturados de likes y hambrientos de contacto real. Nadie avisó que nos obsesionaríamos con si nacimos en el cuerpo equivocado… o si en realidad lo equivocado era el alma. Nos vendieron libertad, y nos entregaron un catálogo de compulsiones con opción a filtros. Hoy, ser libre es hacer lo que hace todo el mundo. Pero con emoji. Y hashtag. Menuda libertad. Menuda pantomima. Menuda zanahoria.

Don Quijote lo dejó claro: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos.” Probablemente el más sublime. Pero nos han colado gato por liebre, y además nos han hecho firmar el recibo. Nos han dado libertinaje por libertad, resignación por elección y narcisismo por autoconocimiento. Una estafa emocional con factura emocional.

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¿Estamos aún a tiempo de recuperar la libertad verdadera, o ya es tarde y sólo queda el karaoke existencial del “haz lo que sientas”? Despertar ayuda. Hacerse consciente ayuda más. Y reconectar con esa chispa silenciosa que llevamos dentro, esa brújula que no hace ruido pero apunta siempre al norte, quizá sea la única forma de recuperar el timón. Todos llevamos dentro esa conexión misteriosa con algo más grande. Llámalo Tao, Dios, Vida, Wifi cósmico...

Y ahí está la clave: podemos fluir con esa corriente o nadar en contra como salmón confundido. Eso sí: no vale quejarse del cansancio si uno ha elegido la contracorriente. Esa, y no otra, es la libertad: hacerte uno con el ritmo del universo, pero por decisión propia. Aunque para ello sea preciso pararse a escuchar y a pensar despacio. Pero eso suena hoy a herejía en esta religión del scroll infinito.

En ciertos momentos, la vida se convierte en cruce de caminos. Como cuando toca elegir profesión: ¿dentista o arquitecto? Si eliges ser dentista, no puedes andar luego construyendo catedrales alegando libertad creativa. Tú elegiste. Y la libertad verdadera implica compromiso. Tu voluntad, tu razón y tu acción se alinean con la elección libre que hiciste. Con la vida pasa igual: si eliges fluir con la corriente profunda del ser, no puedes luego mariposear de rama en rama como si nada. Y ahí es donde han saboteado nuestro libre albedrío:  haciéndonos creer que ser libre no exige voluntad, ni coherencia, ni esfuerzo. Sólo impulso. Sólo deseo. Sólo ego. Y que además el mundo entero debe aplaudirte por ello, no vaya a ser que se te dañe la autoestima.

Pues no. Esa libertad líquida, tan moderna, tan sin forma, tan de usar y tirar, nos descentra y nos descarrila. Nos convierte en hojas al viento, sin raíz ni destino. Pero la libertad de verdad, la de mayúsculas, exige dirección. Exige escucha. Exige obedecer.

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¿Obedecer? ¡Pero si nos dijeron que eso era de ovejas, de autómatas, de perdedores! ¿Y ahora vienes tú a decir que obedecer es el acto supremo de libertad? Pues sí. Pero no se trata de obedecer al mercado, al algoritmo, al partido o al gurú de turno con sonrisa blanca y frases en neón. Eso es obedecer al sistema. Y como en El Gatopardo, ahí todo cambia para que todo siga igual. Obedecer, en su sentido profundo, viene del latín oboedīre: escuchar con atención, abrirse, prestarse a algo mayor. ¿Y a quién obedecer, entonces? A esa voz interior que no grita pero guía. A ese susurro que no empuja pero orienta. A lo que algunos llaman Dios, otros Tao, otros simplemente “sentido”. Obedecer, aquí, no es someterse. Es afinar el oído. Como decía Agustín de Hipona: no basta con amar, hay que amar bien. El ordo amoris es eso: poner en orden el amor, dar a cada cosa el lugar que le corresponde. Lo eterno, antes que lo urgente. Lo verdadero, antes que lo útil. Lo esencial, antes que lo vistoso. Y el Tao, esa corriente sabia que no puedes controlar pero sí habitar, dice lo mismo sin decirlo: la libertad no es imponer la forma, sino seguir el fluir con humildad y asombro. Ni Agustín ni Lao-Tsé eran influencers, pero sabían esto: la verdadera libertad no es hacer lo que te apetece, sino lo que da sentido. Y a veces eso implica callar, parar, cambiar de rumbo o dejarse llevar. Cuando el corazón se ordena, cuando se alinea con el Todo, obedecer deja de ser sumisión y se convierte en danza con el universo.

Así que, al final, la libertad no es hacer ruido con el instrumento que te tocó en el reparto cósmico, sino tocar con él la partitura que la Vida, con mayúscula y bemoles, compuso para ti. No somos los compositores, pero sí los intérpretes únicos e irrepetibles de una melodía que no podemos cambiar, pero sí llenar de alma. El violín no elige la sinfonía. Pero cuando se afina y se deja guiar, hace llorar al silencio. La paradoja es clara: obedecer al sentido es la forma más alta de libertad. Y fluir con el Tao o con el ordo amoris no es renunciar a ti, es hallarte por fin donde siempre estuviste.

Así que ya sabes: Si la vida te suena rara, quizás no sea que el mundo desafina (que también), sino que tú estás intentando tocar una bachata con un oboe. O te has empeñado en dirigir la orquesta desde la fila siete sin partitura. Pero no pasa nada. Todos nos perdemos entre  pentagramas ajenos. Todos desafinamos creyéndonos solistas antes de afinar el alma. Lo importante es que la música no deja de sonar. Solo hay que volver a escuchar. Pero escuchar de verdad, no con los oídos de fuera, sino con los de dentro…Y entonces oirás ese susurro bajito: “Ahora sí. Toca.”


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