viernes, 1 de noviembre de 2024

Testamento vital

Aquel fue el primer bofetón que me llevé. Tenía sólo cuatro años. Y probablemente no entendí de qué iba todo aquello. Sólo viví su ausencia. Y experimenté de repente lo que suponía hacerme mayor y convertirme en un "hombrecito". De ser el "terremoto" que había sido hasta entonces, pasé a convertirme en un personaje hiper-responsable, sin duda a mi pesar. Me arrastraron las consecuencias de aquella temprana ausencia paterna. Y me puse el disfraz que tocaba, sin interiorizar lo que toda muerte viene a decirnos. Demasiado pronto para entender nada.

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Pero ese vacío no resuelto siempre reaparece. Y con él, brotaron ríos de lágrimas incontenibles muchos años después, tras la muerte de mi abuelo, o el extravío momentáneo de mi hija durante unos minutos. ¿Qué me pasaba? ¿Cómo no podía controlarme? Terror a la pérdida. Pánico a la ausencia. Miedo incontenible a perder a alguien querido. Pero yo podía con todo. O eso me decía yo.

Aquel diagnóstico a mi madre en 2008 fue mi punto y aparte. Fibrosis pulmonar idiopática: de 3 a 6 meses de vida. La despedida de mi madre llamaba a mi puerta. Y ya sí: se acabó lo de mirar para otro lado. Era el momento de la verdad y de que se cayeran todos lo velos. Debía prepararme. Limpiar resentimientos de una vida marcada hasta entonces por aquella primera ausencia. Y entender que toda muerte que se cruza en nuestro camino es, o debería ser, un buen bofetón en el centro de la cara para que despertemos. ¿Despertar a qué? En mi caso, a darme cuenta que nos agarramos a ese ser querido o a esta vida aquí, y tenemos miedo a morir porque no hemos vivido lo que estamos llamados a vivir. Despertar a ser consciente que morimos como vivimos: frívola o amorosamente, obsesionados por el trabajo, el tener y el hacer, o por el SER. Despertar al entendimiento de que la muerte no es un problema (como cuando la vivimos desde el ego) sino una oportunidad si la vivimos desde el alma. Y sobre todo, despertar a la evidencia de que la mejor manera de prepararse para morir es vivir YA lo que hemos venido a vivir, dejando de postergarlo todo para mañana. ¿Acaso hay un mejor legado para nuestros hijos que ese aprendizaje? ¿Existe un mejor testamento vital para ellos? ¿O se nos olvida que morir es una costumbre que solemos tener la gente sin más requisito que haber nacido? El Mahabharata lo dice bien claro: "La gente muere todos los días, lo que nos hace conscientes de que somos mortales. Sin embargo, vivimos, trabajamos, jugamos y planeamos como si fuéramos inmortales. ¿Qué es más sorprendente que esto?"

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Aquel diagnóstico de 3 a 6 meses no se cumplió, y finalmente tuvimos 5 años para despedirnos como ambos nos merecíamos. Ya me había llevado unos cuantos de aquellos bofetones con otras muertes cercanas, y no estaba dispuesto a que la vida me dejara KO con ésta, tan importante para mi. Y como en aquel cortejo fúnebre de Nain, sentí con toda claridad aquello de "¡levántate!". Y creo que por fin espabilé. Hubo ternura, silencio, compañía y paz. Hubo verdad hasta donde ella quiso, sabiendo que la verdad nos hace libres porque nos hace propietarios del tiempo que nos queda. Hubo palabras sagradas como "te quiero", "gracias" y "adios". Hubo la sanación interior que provoca la aceptación de lo que no puedes cambiar, pero te cambia a ti la mirada. Y el sufrimiento se diluyó cuando dejé de resistirme y opté por vivir con ella el tiempo que nos quedó juntos. Ya se sabe que los que sufren no son los cuerpos: son las personas. E incluso hubo ocasión de concretar hasta donde quiso, cómo quería que fuese su marcha.

Es curioso, pero su muerte y ese tiempo para prepararnos para ella, me hizo renacer a una nueva vida de mayor paz y equilibrio. Hubo un antes y un después. Su deterioro en el plano físico dio paso en mí a un enorme despertar en el plano espiritual, encontrando el sentido de todo aquello, y de mucho más. Aquel nuevo bofetón me abrió por fin los ojos. Tuve esa "suerte", que no siempre viven todos. Sentí con claridad que la muerte aguarda en cada esquina, a cada instante, y que es parte intrínseca de esta vida. Que, como todo lo que sucede en la vida, la muerte también es perfecta y necesaria. Y por eso vivo desde entonces con toda la intensidad que puedo, sintiendo que la vida eterna es AHORA. Y que, como dice la canción: "la gente buena no se entierra, se siembra". 

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Han pasado ya once años de su marcha. Pero sigue muy presente en mi evolución y en ese legado que nos gustaría para nuestros hijos. Por eso, hace dos veranos, decidimos poner las cartas sobre la mesa con ellos y hablar lo que nunca se quiere hablar, por miedo a atraer a la muerte. Menuda tontería: "atraer a la muerte"... Al principio, Pablo, Samuel y Eva se resistieron un poco. "¿Para qué hablar de vuestra muerte si aún sois jóvenes y os queda mucho?", nos decían. Pero les dijimos que queremos morir como hemos vivido. Y no hay que tenerle miedo a hablar de nada, y menos de la muerte, que es algo normal y además es segura. Creo que los cinco recordamos aquella larga caminata por los túneles de La Cala como algo muy entrañable. Les expresamos nuestra forma de entender la vida y la muerte. Cómo queríamos afrontarla de frente, y cómo queríamos que fuesen nuestros últimos momentos. Les dijimos que no queríamos sentirnos una carga, ni tampoco ser desterrados a cualquier geriátrico como se vio en la pandemia, aunque para que nos cuidase alguien en casa hubiera que vender parte de nuestros bienes, y su herencia se mermase. Les dijimos cómo nos gustaría distribuir y administrar la herencia, fuera con los bienes actuales o con otros. Y lo dejamos todo por escrito en una carpeta en la nube, para que no hubiera dudas de interpretación, ni en lo humano ni en lo divino. No hay nada más triste que te entierren cuando nunca quisiste, por no haberlo dicho; que los hijos se peleen y se retiren la palabra en la pugna por una herencia porque sus padres se escudaron en el "ya os apañáis vosotros cuando no estemos"; que te llenen de rituales y ceremonias el velatorio, cuando en vida siempre rehuiste de ellos; o que deleguen en un desconocido porque nunca se habló sobre qué hacer cuando te llegue la hora. Por eso aquel día no escatimamos en detalles. Y hablando de la muerte y la vejez, ellos también se abrieron y nos expresaron su mayor temor compartido: "es que, sabiendo lo "hippys" que sois, cuando estéis jubilados y os dé por ir al Nepal con ochenta años, y os quedéis tirados o enferméis en medio de la montaña, ¿cómo hacemos para traeros?" Las carcajadas retumbaron en los túneles. Nos mondamos de la risa. Igual que siempre.

Como ya les dijimos a ellos entonces, hemos querido dar un paso más en el proceso de coger las riendas del final de nuestros días. Y tras meses de espera, este julio pasado tuvimos la entrevista con la enfermera que correspondía a nuestro centro de salud para registrar nuestra Voluntad Vital Anticipada. Y lo que inicialmente pensábamos que sería un mero trámite burocrático, se convirtió en una maravillosa conversación de dos horas y media con Celia, que casualmente leía nuestro blog desde hacía años. Probablemente fue el momento más auténtico que hemos vivido con un profesional de la salud. Sin duda porque era todo lo contrario de lo habitual, en que la Sanidad se empeña en concebir la muerte como algo contra lo que hay que luchar; y si intentan curarte de algo que no es una enfermedad sino una fase de tu vida, te van a hacer cosas que no te mereces, que son muy caras, muy sofisticadas o muy complejas, y que ayudan poco o nada en esos momentos, o directamente te deshumanizan. ¿Y qué es lo que ayuda en esos momentos? Justo lo que Celia hizo con nosotros aquella tarde de julio: escuchar, desplegar toda su empatía y ser profundamente humana y cercana con nuestras decisiones, nuestras inquietudes y nuestros miedos. Un ser humano ante otro ser humano. Nada más curativo que eso. Tan poco y tanto a la vez. 

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Además de un encuentro maravilloso de almas, aquella tarde en el centro de salud quedó registrado nuestro testamento vital. Sí, otro más. Aunque en este caso fuera un trámite burocrático que garantiza que se van a respetar nuestras decisiones y nuestros valores en esos momentos finales a los que llegaremos el 90% de la población. Nada de improvisación o de que se haga lo que un director de planta o de hospital, un Ministro o un Consejero de Sanidad digan. Ese momento es sólo nuestro, y queremos decidir nosotros sobre la conexión o no a máquinas, las sujeciones físicas, la obligación de comer, el dolor físico y la sedación, el lugar donde morir, la irreversibilidad de la enfermedad, los tratamientos y las pruebas, la donación de órganos, las transfusiones, los respiradores, las reanimaciones, las sedaciones paliativas... No fue sencillo imaginarnos en todas esas situaciones. Pero la muerte, como el parto, es un proceso natural que tiene su orden, sus fases y sus momentos complicados. Y no por no haber pensado en ellos van a dejar de existir. Si pudiéramos entrevistar al bebé cuando está en el canal del parto, con escasez de oxígeno, y teniendo que dejar el útero que ha sido su hogar durante nueve meses, probablemente se mostraría agobiado en ese momento. Pero es algo natural, que forma parte de la vida, y que se olvida una vez superado el trance. Pues igual con la muerte. Y mejor tener decidido cómo prefieres que sea.

Seguro que muchos pensaréis que "nos falta un tornillo", con tanto "mentar" a la muerte. Pero no, de verdad. No estamos locos; que sabemos lo que queremos, como decía Ketama. Además Mey está empeñada en no repetir curso, y en no volver a reencarnarse. Así que hay que aprender lo que hemos venido a aprender, y tratar de subir lo que se pueda el nivel de consciencia en esta escuela de almas que es la vida. Aunque a mi, lo reconozco, me encantaría volver a reencarnarme con ella. A ver si la convenzo de aquí hasta que llegue nuestra hora.


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