Nunca he sido de ondear banderas. Había una, sin embargo, que me fascinaba. La sacaban a pasear en las fiestas del pueblo de mis abuelos, Cabra, una vez al año. Era una bandera enorme, que paraba en plazas y esquinas para ondear al ritmo del tambor sobre las cabezas de los chiquillos, agachados bajo aquel estandarte. Nos encantaba. Y nos fascinaba que su portador pudiera ondear algo tan grande sobre nosotros. He vuelto a ver la bandera, ya de adulto. Y realmente no era tan grande ni tan majestuosa como yo la veía entonces. Pero de niños todo se agranda. Quizás también a veces de adultos.
Con la experiencia de nuestros hijos en Estados Unidos, también la bandera nos ha hecho reflexionar. Allí es un símbolo que suscita el máximo respeto. Nos envían vídeos de cualquier evento deportivo, hasta del último pueblecito del país, y ante el izado de la bandera, todo el mundo se levanta, se produce un silencio sepulcral, y con la mano en el pecho, todos cantan al unísono el himno. Es cierto que es una sensación que emociona. Conmueve ver a tanta gente con ese fervor patriótico y en cualquier acto. Aunque al ser una cosa tan programada en las escuelas desde niños, siempre te planteas qué parte es de sentimiento compartido, y qué parte de mecanismo de aborregamiento y dominio colectivo. Probablemente la clave esté en si rompe la esencia común de los seres humanos y nos lleva a excluir al otro, o no.
En el balcón de casa sólo hubo una ocasión en que ondeó una bandera. Y fue por una apuesta. Prometimos a Pablo que si la selección española llegaba a la final del Mundial, pondríamos una. Los desastrosos antecedentes futbolísticos eran propicios para los padres. Pero ganó el hijo y hubo que cumplir. Lo vivimos con alegría, con cierta guasa, y nunca con esa sensación de alzamiento y casi de ambiente pre-bélico que estamos sintiendo estos días en las calles y en las redes sociales.
Ayer me escribió una gran amiga de la carrera. Su hermana vive en Barcelona, y tiene a la familia preocupada por la situación actual en Cataluña. Su mensaje me sorprendió. "¿Podrías lanzar un mensaje o gesto que apelara a lo que nos une y no a lo que nos separa en la situación tan triste que tenemos en España? Creo que todos estamos instalados en la convicción de que "los otros" nos odian y que las redes sociales no están contribuyendo para nada a tratar de combatir esa convicción que considero profundamente errónea". Nos alagó su petición. También nos preocupó un poco. A veces pensamos que hablamos con nosotros mismos cuando escribimos. Pero hay gente muy pendiente al otro lado. Gente permeable y también en búsqueda de un mundo diferente ¡Menuda responsabilidad! Desde hace días pensábamos escribir sobre la cuestión. Ese mensaje ha sido el mejor detonante.
No existen recetas ni varitas mágicas para resolver situaciones tan complejas como las que están pasando en Cataluña. Pero lo cierto es que lejos de ser un problema de políticos o de medios de comunicación, nos interpela profundamente a todos. Y lo hace porque en el fondo, nos obliga a tomar partido. A favor o en contra. De una bandera o de otra. De los míos o del enemigo. Es lo que tienen las banderas y las fronteras: que te obligan a decantarte tarde o temprano, cuando surge el conflicto. Precisamente para eso se crearon. Y aunque sea una cuestión tan ficticia y tan mental, ¡vaya que si les funciona el truco! Sirve para distraer la atención de millones de personas hacia el adversario, mientras el prestidigitador de turno, escabulle sus vergüenzas, sean de corrupción, electorales o de cualquier índole. Está en el manual de cualquier dirigente. Pasó con las Malvinas, pasó con el islote de Perejil, y por supuesto pasa ahora con Cataluña en ambos bandos.
A fin de cuentas es una cuestión de roles. Yo, por ejemplo, tengo multitud de roles en mi vida. Todos, cual malabarista, llevados de forma simultánea. Puedo ser madridista o barcelonista. Puedo ser monáquico o republicano. Puedo ser profesora o trabajar en Hacienda, en lo privado o en lo público. Puedo ser presidente del AMPA del colegio, o tesorero de una asociación de vecinos. Puedo ser de izquierdas o de derechas. Puedo ser católico, agnóstico, ateo o de cualquier otra creencia religiosa. Puedo ser padre o hijo, madre o hija, abuelo o nieto. Y puedo desempeñar muchos de esos roles de forma simultánea. El problema es cuando uno de ellos, incluso el de padre o madre, se apodera de nuestra identidad y nos hace perder el equilibrio. Y nos acabamos definiendo por ese rol, olvidando que somos mucho más y muchísimas cosas más que eso. Y es entonces cuando ese rol que nos fagocita poco a poco nos obliga a defender cosas que nunca habríamos defendido de forma equilibrada. Y nos obliga a enfrentarnos al otro. Y nos fuerza al insulto o al desprecio. Y nos lleva a defender lo indefendible. E incluso a practicar sinónimos o antónimos imposibles: unidad con uniformidad, igualdad con igualitarismo, diversidad con separación... Sea de un rol o de otro. Si eres Rey o Presidente de Gobierno o de la Generalitat, el rol es tan acaparador que te tocará decir y decidir cosas impensables bajo otro rol. Pero, ¿hasta qué punto debemos estar los demás dispuestos a dejarnos llevar por ese proceso? Nosotros lo tenemos claro: hasta que exista peligro de perder el equilibrio. Hasta que suena la alarma, y vemos que las conversaciones del café suenan a disco rayado. Hasta que tus vibraciones y tus energías se ven soliviantadas por esa energía colectiva de pugna y enfrentamiento. Es ahí cuando toca quitarse la careta del rol y decir "basta". Y puede que toque desenchufar la "tele". Puede que toque no "entrar al trapo". Puede que toque decir "NO". O puede que toque sentirte bajo la bandera del abrazo o la bandera blanca, más que por alguna de las otras banderas que, como zanahorias o como señuelo, se usan para controlarnos a las masas.
A veces para un actor o una actriz no hay nada peor que un papel de una película o una serie que acabe dominándote. Que se lo digan a Daniel Radcliffe encarnando a "Harry Potter" o a Michael Landon en "La casa de la pradera". Acaban siendo prisioneros de un papel, que les impide crecer como actores o actrices en otros registros cinematográficos. Y muchos acaban expresando su hartazgo con el dichoso "papelito" que tantas glorias les trajo algún día. Pues quizás a nosotros nos pase algo parecido. ¿Quizás tu papelito de monárquico o republicano, de izquierdas o derechas, de español o catalán te está llevando a un desequilibrio últimamente? Háztelo mirar. Por el bien de tu libertad y de tu equilibrio. Los países, las fronteras, las banderas, los reyes y los parlamentos son de hace tres días, como el que dice. Y puede que no sean eternos. Las ideologías y los sistemas políticos se crearon para eso: para colgar cartelitos en las personas, y que éstas actúen conforme al rol de cada cartelito. Y quizás toque actuar mejor por principios y por fraternidad. Es lo que verdaderamente nos une a todos. Más que las ideologías.
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1 comentario:
Es todo muy complejo y no hay voluntad de dialgo,si la había o no tuvo efecto o se agotó. Es todo muy triste.
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