sábado, 8 de junio de 2024

Repetir curso

No falla. Cuando en tu interior haces afirmaciones categóricas al modo de Escarlata O'hara en “Lo que el viento se llevó” en aquella memorable escena del atardecer, el “trompazo” está asegurado. Eso de “a Dios pongo por testigo” seguido de una afirmación indiscutible e incuestionable está muy bien para un clásico de Hollywood, y más aún seguido de la universal melodía “Finale” de “Gone with the wind”. Pero en la vida, aferrarse a algo, y más aún hablando del futuro, es ineludiblemente atraer que ocurra todo lo contrario. Yo protagonicé mi escena a lo “Escarlata O'hara” cuando acabé mis estudios en Madrid. Juré y perjuré (y no con pocos testigos, como muy bien se han encargado de recordarme con bastante guasa) que tras aquellos seis intensísimos años de “codos”, se había acabado lo de estudiar. Y menos aún plantearme opositar. Y efectivamente, “me lo comí con patatas”. Cuando llegaron nuestros hijos al mundo, disponer del máximo tiempo para ellos se convirtió en prioridad, y me tragué mis proclamas una tras otra, estudiando mis temas mientras los tres correteaban en los columpios junto a nuestro piso de Linares.

bernswaelz en Pixabay

Equivocarse no sólo es humano. Es necesario. Es probablemente la forma más adecuada de avanzar y de aprender lo que hemos venido a aprender. Por eso, cuando alguien se niega taxativamente a reconocer que se ha equivocado, no sólo se autolimita en su crecimiento personal, sino que atrae hacia sí todas las circunstancias que se puedan derivar de su error. Eso es lo que llamamos “repetir curso”. Y en la vida, “repetimos curso” cuando no hemos aprendido lo que se supone que teníamos que aprender, y el Universo nos acaba confrontando una y otra vez con esas mismas circunstancias que no asimilamos.

Los griegos, hablando de equivocarse, lo denominaban “hamartia”, que no era otra cosa que el error en que incurría el héroe trágico que intentaba hacer lo correcto. Es decir, era un fallo de la meta, no dando en el blanco. Pero tan sólo eso. Por eso no se trata de hablar del bien y el mal, en relación con el error, sino de ser evolucionados (conectados con nuestro propósito, como el árbol que se conecta con su bosque) o involucionados (centrados en nuestra verdad, en nuestro ego). Sin embargo, en nuestra cultura, penalizamos el error. Nos mofamos del que se equivoca. Ridiculizamos el fracaso. Y lo revestimos de culpa y de castigo, asimilándolo con el concepto de “pecado” y asociándole el correspondiente juicio moral basado en la dualidad del bien contra el mal. De ese modo construimos todo un sistema de defensa inconsciente para evitar reconocer que nos hemos equivocado. Y eso sí que puede acabar haciéndonos mucho daño. Porque a las cicatrices y el dolor que provoca tropezar una y otra vez con la misma piedra, se añade la incoherencia interna de defender “a capa y espada” lo que en su día pensamos, dijimos o hicimos, por mucho que la realidad nos esté demostrando lo contrario. Y esa falta de conexión con la realidad acaba lastrándonos y provocando un inmenso sufrimiento.

Escena de "Lo que el viento se llevó"
El error siempre, tarde o temprano, aparecerá en nuestra vida. Da igual que seamos funcionario o autónomo, Presidente del Gobierno o líder de la oposición, médico o científico, Ministra de Sanidad o de Defensa, locutor de radio o presentador de televisión. Y ante el error podemos actuar de muchas formas. Hay quien no querrá actuar, para no equivocarse. Pero es como dejar de vivir para no morir. Y ya sabemos lo que dice el Apocalipsis 3,16 sobre los tibios. Así que no vale eso de no arriesgar en la experiencia de la vida. Hay que mojarse si queremos disfrutar de un baño refrescante.

Hay también quien se negará a reconocer su error. Son procesos lógicos. Y hay que ser pacientes y respetuosos, porque salir del error es un auténtico despertar consciencial que sólo depende de uno mismo. Son fases, como las del duelo ante la muerte de un ser querido. Aunque aquí el duelo es por el daño que nos hemos causado internamente a nosotros mismos y por sus consecuencias externas. Habrá que pasar la fase de la resistencia. Del “cabreo”. De la perplejidad. De la autojustificación. Porque reconocer el error es admitir que se usó el libre albedrío en una dirección incorrecta. Y eso es muy duro, si además tiene consecuencias. Y en esas circunstancias defenderemos que no hay error o que ese error no está tan claro. Diremos que actuamos o decidimos así porque no sabíamos, porque no había información, o porque hicimos lo que todo el mundo hacía en ese momento. Argumentaremos que fuimos engañados o manipulados. O razonaremos que había demasiada información para discernir la correcta o la verdadera. Y probablemente haya sido así. Pero también por el camino habremos ya caído en falacias de autoridad, “ad hominen” o “ad populum” para aferrarnos a nuestra verdad. Y todas esas actitudes, aunque pensemos que nos protegen, en realidad nos dejan “vendidos” ante el siguiente error, ante la siguiente manipulación, ante el siguiente envite de la vida. Y no habremos aprendido la lección. No habremos cultivado nuestro libre albedrío. No habremos forjado nuestro criterio, en lugar de delegarlo en otros. Y seremos “carne de cañón” para formar parte del rebaño al que conducir de un lado para otro según lo que interese en cada momento. Repitiendo curso.

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Ante el error, para no repetir curso, sólo cabe reconocer que no se sabe o que nos hemos equivocado. Sólo la valentía y la humildad que requiere ese pequeño pero importantísimo gesto, nos abre las puertas para cambiar de estrategia, evolucionar y aprender. Es el heroico paso que da una persona que interiormente es capaz de reconocer que tiene un problema de adicción si quiere superarlo, o el que da quien siempre cae en el mismo tipo de parejas tóxicas si quiere aspirar a una relación más sana, por ejemplo. Reconocer internamente el error para trascenderlo. Y ese proceso interno es muchísimo más importante que las trifulcas en tertulias o en redes sociales por “llevar la razón” y “restregarle” al otro que se equivocó.  Ahí sólo hay ego y más ego. Sin embargo, en ese reconocimiento interior y en privado sólo hay sanación desde una auténtica búsqueda de la verdad. Y si se admite ante otros para ayudarles con esa decisión, aún más. Por eso, siempre nos ha parecido una aberración cuando se critica a alguien que ha cambiado de opinión o de criterio. ¿Vamos a estar eternamente defendiendo lo mismo, haciendo gala de nuestra “cerrazón” e inmovilismo, aferrándonos a lo que sabemos o a lo que ignoramos, incluso cuando vemos que nos hemos equivocado? Sólo la verdad nos hace libres, se dice en S.Juan 8,32.

Hablando de fallos al apuntar y de los errores al guiar nuestros pasos hacia una meta, si hay un concepto que ha perjudicado a generaciones y generaciones ha sido el de entender la "vida eterna" como la vida después de la muerte. Como si hubiera dos vidas: una aquí abajo y otra allá arriba, separadas y muy distintas. Pero en realidad, sólo hay una. Y probablemente lo que se tradujo en las Escrituras como “vida eterna” debería haberse traducido como "vida verdadera", “vida auténtica”. Y desde esa perspectiva no vale contentarse con padecer aquí para disfrutar allí. No vale errar aquí para acertar allí. La vida es un continuo. Y de lo que se trata es de vivir el cielo aquí en la tierra. Y más aún ahora, en que "llegó la hora".

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En definitiva, si hay que “poner a Dios por testigo”, que sea para que podamos escuchar y abrir los ojos a la realidad, a lo que la vida nos dice en relación a lo que hemos venido a hacer a este mundo, y a la verdad que nos conecta con nuestro “yo” más auténtico. Todo lo demás sobra. Todos los demás sobran con sus respectivas “verdades”. Incluso sobra cuando alguna que otra vez hemos repetido curso obcecados en nuestra verdad, si finalmente hemos conseguido encauzar el curso y hemos aprendido lo que tocaba aprender. Porque entonces habremos superado la prueba y habremos trascendido el sufrimiento de pensar que algo no iba bien en nosotros, de que en cierto modo éramos un error.

Hay una gran canción que no lo puede expresar mejor. Es de un joven talento del rap que nuestros hijos nos han descubierto hace poco. NF (que así se llama) tiene actualmente 33 años. Sus padres se divorciaron, y fue criado por su madre hasta que el novio de ella lo maltrató físicamente, y tuvo que irse a vivir con su padre. Su madre acabó muriendo por sobredosis de drogas. Y él ha tenido problemas psicológicos importantes y algún intento de suicidio. Su canción “Mistake” (Error) dice así:

“Siento que estoy en un callejón sin salida,

esperando a que me digas que estoy bien.

Si el tiempo cura,

dime por qué me mato

intentando mostrarte que no soy un error.

Tengo cualidades de las que no estoy orgulloso.

Hice promesas que abandoné.

He tenido días en los que siento que no merezco amor.

Así que piensa lo que quieras,

pero no me llames "Error"”.

No somos un error, aunque nos hayamos equivocado. Aunque nos hayamos hecho daño a nosotros y a quienes queremos. Y podemos sacar nota en este gran curso que es la vida. ¿Que cómo podemos saber si vamos progresando? Lo sabremos cuando estemos alineados con nuestro propósito, con nuestro dharma, con nuestro “yo” auténtico. Quizás haya que dar pasos y tomar decisiones. Desaprender lo aprendido. Superar creencias limitantes. Salir de la zona de confort. Incluso puede que tengamos que reconocer errores y reírnos de nosotros mismos. Pero después, veremos con claridad que nuestra alma está feliz y que las cosas salen. No habrá que poner a nadie por testigo. Será así de obvio.


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