domingo, 14 de abril de 2019

El Hogar (parte II)

Cuando Pablo nos hizo esa pregunta, sentimos que era mucho más que una pregunta. Hay interrogantes que valen más que mil respuestas. Y ésa era una de las buenas. De esas que te hacen coger un camino u otro en una de tantas bifurcaciones de la vida. "¿Cómo saber si una pareja es o no LA correcta?" ¡Menuda preguntita! Hay quienes darían todo el oro del mundo por saber la respuesta. Y probablemente sirve para parejas, amigos, familiares, vecinos y compañeros de trabajo. Pero Mey ni titubeó. Clavó la respuesta: "Aquella persona que te hace ser mejor persona". No la persona que te hace reir más. No la que te hace disfrutar más. No la que te da más caprichos o la que te envuelve de más bienes o riquezas. No la que besa, viste o abraza mejor. No. Quien te hace ser mejor persona. Y eso es "la leche". No es nada fácil. Ni por la otra persona, ni por ti mismo. Porque eso supone un esfuerzo perenne de construcción personal. Un inconformismo interior de sol a sol. Un afán de superación a prueba de bombas. Ahí estás solo o sola compitiendo contra ti mismo/a. Y ésa es la competición más difícil. Aunque es la que otorga la mejor de las condecoraciones de la vida: la de sentirte en el "Hogar" con mayúsculas.
Pasamos media vida buscando o tratando de crear ese hogar. ¿Pero por qué? ¿Qué hace del hogar algo tan apetecible, tan deseable? Se suele vincular con la sensación de calor y acogimiento. Con la percepción de refugio, de intimidad, de reposo, de tranquilidad. Pero eso no lo da un sitio, un lugar físico. Por mucho que los anuncios televisivos de gas natural o de aislantes térmicos lo pretendan. Eso va de algo mucho más profundo que tiene que ver con nuestra conexión interior con el lugar y con el momento en el que nos encontramos en cada instante. Sea el que sea. También estando solos, y a gusto con nuestra realidad. Y es precisamente en ese instante en el que podemos lograr conformar un hogar con otras personas. Difícilmente podremos dar a otros lo que no tenemos. Y ese poder de hacer hogar es más escaso de lo que nos imaginamos. Por eso la publicidad lo aprovecha tan bien. Porque conjuga muy bien el verbo "identificar", cuya etimología significa "hacerse igual". Y hace que nos identifiquemos con la forma, con la materia o con la superficie a la que llamamos "hogar", sin hacer hogar de verdad. Así, nos tiramos media vida persiguiendo ese "pisito" de nuestros sueños, ese "príncipe azul" que nos haga felices, esa piscina que cause la envidia de todos, esa cuenta corriente que nos garantice la jubilación, o ese apartamento en la sierra que siempre soñamos. Búsquedas incesantes de esa sensación de "hogar" que se escapa entre los dedos, y que genera esa avería mental que parecía sufrir aquella nube de pájaros aquel martes cualquiera a las siete de la tarde.
"Hogar" y "mudanza" suelen ir de la mano. De estas últimas ya llevamos unas cuantas a la espalda en esta familia nuestra. Y desde hace ya unas pocas, decidimos soltar lastre en cada traslado de casa. ¡Mira que se acumulan cosas innecesarias! Nos dimos cuenta que ni los sofás más confortables, ni los edredones más mullidos, ni las batas más calentitas hacen hogar. Y por eso regalamos tantas cosas de una mudanza a otra. Y por eso nos acusan en broma de que somos cada vez más perroflautas y menos "señorones". El hogar se lleva a cuestas, como los caracoles. Y para eso, mejor ir "ligeritos" de equipaje, como ya experimentamos en el Camino de Santiago. Y el que pretenda lo contrario, se puede pegar un buen "castañazo" contra ese muro que es la realidad de la vida. Por desgracia, cuántas personas hemos conocido que han muerto obsesionadas por bienes, objetos y posesiones que no pudieron llevarse al otro barrio, y que les acaparó todo su tiempo y energía en éste.
Por eso cada vez más en casa tenemos una aspiración que verbalizó genialmente Mey: de mayores queremos ser jubilados germanos de los que vemos por nuestra comarca. Convertirnos en una de tantas parejas de alemanes retirados, que abandonan su ciudad, sus posesiones, sus zonas de confort, y se vienen a un sitio recóndito, a disfrutar de un buen desayuno frente al mar tomando el sol, de un paseo en bici o de besar a la que es su pareja desde hace cincuenta o sesenta años. Las cosas más sencillas, y que sin embargo dan el sentido a toda una vida. Por eso adoro cuando paseamos por la playa cogidos de la mano y algún conocido con quien nos cruzamos nos dice: "¡Qué bien se os ve, parejita!". Siempre pienso lo mismo para mis adentros: "Sí, aquí sacando a pasear el hogar un ratito, como los caracoles, practicando para llegar a ser un buen día una de esas parejas de jubilados alemanes en Torrox".
Hay gente que te hace sentir hogar simplemente con acercarte a ellos. Gente que te quiere y te acepta sin condiciones, sin más. Da igual que no les veas en meses o años. Da igual que tu enfoque de vida o tu ideología no coincida con la de ellos. Te respetan y el simple contacto con ellos, te ayuda a ser mejor persona. Por eso febrero fue un "chute" de energía. Porque aparte de naturaleza y vías ferratas, hicimos hogar con Paco y Encarni en Jaén, con Dolores, Miguel Ángel y sus cuatro niñas en Manzanares, y con Luije y Sonia en Cantabria. Tres grandes familias que son un ejemplo maravilloso, como otras muchas, de eso de hacer hogar, incluso cuando no se es familia de sangre. Y te das cuenta que el mundo se hace pequeño y entrañable con gente así. Se hace hogar. Estés donde estés. Tengas lo que tengas. Pienses lo que pienses. Quizás ese sea el gran reto a afrontar: hacer hogar a discreción. Sin miramientos.


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