domingo, 31 de marzo de 2019

El Hogar (parte I)

Eran las siete de la tarde de un martes cualquiera. Practicaba deporte en el polideportivo municipal. Uno se hace mayor y conviene cuidarse, antes de que los achaques tomen la delantera. Y por suerte, la edad de los hijos nos permite por fin tener ciertas licencias en el noble oficio de taxista infantil vespertino. Yo andaba a lo mío: a la pelota y a la pala. Pero un "dramón" sobrevolaba mi cabeza. Literalmente. Y yo seguía a lo mío, totalmente ajeno.
Es curioso cómo los dramas ajenos nos sobrevuelan, nos circundan, nos rodean. Y cómo somos capaces de darles la espalda. Es todo un arte del ser humano moderno ese de "hacerle la cobra" a la adversidad ajena. Ese de hacer el "vacío extremo" a la desgracia o a la necesidad del otro, sea éste persona, animal o planta. A veces esa impasibilidad es consciente. Pero la mayoría de las veces es por pura dejadez, por insuficiencia de empatía, o por falta de consciencia del aquí y ahora. ¿Cómo reparar en esa vecina que es maltratada por su pareja? ¿Como caer en la cuenta de esos niños del barrio que apenas tienen para desayunar? ¿Cómo advertir que una pareja de amigos de toda la vida se están separando, o que una compañera de trabajo anda luchando contra un tumor? ¿Cómo preocuparse por esos inmigrantes que llegan al puerto de tu ciudad cada semana? Síntomas, quizás, de una civilización enferma. Por eso me sentí tan mal, siendo parte de esa especie de abducción colectiva. De esa gigantesca masa de indiferencia practicante. Porque evidenció una clara falta de conexión con lo que nos rodea. Una necesidad de intensificar la toma de consciencia de todo cuanto hacemos, vivimos y somos.
Lo de aquel martes no eran seres humanos. Pero iba cargado de un simbolismo tal, que no dejo de recordarlo a cada instante, aunque hayan pasado ya varias semanas. Centenares o miles de pájaros sobrevolaban nuestras cabezas en círculos anárquicos sobre nuestra pista de pádel. Una y otra vez. Una y otra vez. Era un  lamento colectivo que daba miedo. Un ritual caótico que se repetía durante horas. Apenas unos segundos de reposo en alguna valla o en algún muro, y continuaban con su vuelo macabro. Sobrecogía. Era algo tan angustioso, que parecía anticipar alguna catástrofe o algo por el estilo. Entendí al instante esa expresión de "pájaros de mal agüero". Por eso me culpé de no haberme fijado nada más llegar.
No sé si eran estorninos, golondrinas, mirlos o vencejos. Nunca he sido muy bueno en zoología, botánica o biología. Pero la pregunta era evidente: ¿por qué? No era la típica curiosidad de los programas de telebasura escudriñando la intimidad ajena. Era verdadera preocupación. Pura empatía por saber si se podía hacer algo ante ese aparente drama colectivo.
A veces los "por qués" son muy sencillos de expresar, y muy difíciles de gestionar: un tipo violento que recibía palizas de niño, y una chica que no cesa de caer en el mismo perfil de novio una y otra vez; un despido en el peor momento familiar; unos hijos que crecen y que dejan al descubierto las lagunas de una pareja sin propósito común; un desequilibrio emocional que se acaba enquistando en lo físico; una guerra lejana cargada de intereses económicos de países que se niegan a acoger los efectos colaterales de sus tejemanejes en forma de seres humanos huyendo... Lo de aquel martes también era sencillo de expresar: unos operarios municipales habían hecho su ronda esa mañana, y les había tocado podar en la calle del polideportivo toda una hilera de árboles, los más grandes y frondosos del barrio. Que esos árboles estuvieran cargados de nidos que resultaban ser el hogar de toda esa legión de aves vagando en pena no parecía haber interesado a nadie. Tampoco a mí, hasta pasado un buen rato.
Pero lo espeluznante de la escena no era sólo la cuestión de la impasibilidad. Era evidenciar que esos pájaros, en esas horas de vuelo circular confuso en su particular aflicción colectiva, habían recorrido, quizás, el equivalente a llegar al Adriático. Qué sé yo. Podrían haber explorado otras ramas que les albergaran. Haber construido otros refugios que les acogieran. Haber buscado un nuevo hogar en los miles de árboles que debe haber en los centenares de kilómetros a la redonda que nos rodean, y que podían haber recorrido durante todas esas hora. Sin embargo su programación interna parecía haberse cortocircuitado. Allí estaba su hogar, y ahora ya no estaba. ¿Y ahora, qué? ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Cuál será nuestro hogar? Esa pregunta de dónde ponemos el hogar me tocó muy hondo, observando la desesperación contagiosa de todas aquellas aves. Porque se aplica no sólo a vencejos, tórtolas, gorriones o periquitos. El ser humano tiene mucho que plantearse ahí. Y no me refiero a si nos mudamos a un adosado, a un ático o a una cabaña en la montaña. El concepto de hogar no va de lugares. Va de otra cosa. (CONTINUARÁ)



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