Se presentó en forma de una muchacha que llamó a la puerta y me pidió que me acercase en voz muy baja. Yo casi no la oía, como suele pasar con la realidad cuando te das de bruces con ella. Me pidió ayuda: la habían desahuciado y no tenía nada. Decía tener un hijo pequeño y una pequeña habitación. Iba a los comedores sociales, pero algunas galletas, leche o chocolate que llevarle a su hijo serían bienvenidos.
“Tus hijos son músicos… Yo estudié Historia y Geografía, y Solfeo tres años…”
Añadió con la voz rota.
“Gracias. No te molestaré más”.
Me llegó al corazón.
“No es molestia, ahora nos toca compartir”
Le di algo de dinero y me miró: “No sé si te lo podré devolver”.
Nos miramos ambas con los ojos humedecidos y nos abrazamos.
“No me abraces” me dijo con la voz entrecortada “...que estoy sucia.”
No puedo describir lo que sentí en ese instante. Sólo sé que la abracé más fuerte.
“No me importa.”
Ningún ser merece sentirse pequeño… o sucio… o pobre…
Nos despedimos con un “cuídate mucho” mutuo y con un instante de encuentro que nos ha unido para siempre. Porque ella no es un ser muy diferente a mí. En ella sentí con claridad que todos somos UNO. E
ella también me reconocí en lo que pude ser, en lo que podría ser y lo que soy.
1 comentario:
¡Qué suerte que llamara a tu puerta! ¡Ojalá despierten pronto las conciencias!
Como bien dices: todos somos UNO.
Os quiero
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