lunes, 29 de octubre de 2018

Despedidas

"Sabes que ésta es la última vez que nos vemos, ¿verdad, Rafa?", me murmuró al oído mientras nos abrazábamos en la despedida.
"No digas tonterías, tita", le respondí yo, sabiendo que llevaba toda la razón.
Pocos días antes, la oncóloga le había retirado todos los tratamientos. Eso evidenciaba que la ciencia se rendía ante el maldito cáncer. Pero ella se sintió aliviada. Por fin acababa la tortura. Y aunque el final se acercaba, ella lo afrontaba con la entereza con la que había afrontado siempre las difíciles pruebas de la vida. Aunque se resistiera a que la vieran tan demacrada y vapuleada por la enfermedad, sentí que necesitaba despedirme entonces, como no pude hacerlo este verano con mi tía Tere. De aquel abrazo tan necesario, ayer se habrían cumplido seis semanas. Pero antesdeayer a las ocho de la mañana era su adiós definitivo.
Este año el otoño remoloneaba más de lo normal. Aún no habíamos abandonado las mangas cortas, cuando el frío polar nos dejaba tiritando este fin de semana. Era como si su adiós nos hubiera dejado helados a todos, por muy esperado que fuera. Y ayer por la mañana, en la puerta de la iglesia, mientras recibía el pésame junto a mis primos de decenas de desconocidos, en lo que aún sigue siendo una extraña tradición en muchos pueblos, sentía ese frío interior que ningún abrigo puede mitigar. Sin duda, hay fríos que tienen que ver con el alma y no con la piel. Y al ayudar a levantar su ataúd hasta el altar, los escalofríos no paraban. Aunque ahora que lo pienso, quizás se debiera también a lo que nos esperaba tras aquellas inmensas puertas que había cruzado yo de pequeño tantas y tantas veces. Jamás había visto aquella parroquia tan abarrotada de gente como ayer. Centenares de ojos se clavaban en nuestros pasos en una muestra de cariño colectivo que en algo mitigaría el dolor de mis cuatro primos.
Cuando uno ya ha perdido a sus abuelos y a sus padres, siente que empieza a colocarse en primera línea de fuego. Y que esa llamada inexorable de la tierra se aproxima tarde o temprano, aunque nunca queramos pensar en ello. Polvo al polvo. La verdad es que se te desmoronan los castillos de naipes que a veces nos montamos en la cabeza. Y no puedes evitar pensar cuántos besos de tus hijos al llegar del instituto te quedan. Cuántos abrazos a tu mujer. Cuántas lunas llenas por ver. Cuántos "madrugones" para ir a trabajar. Cuántas cosas que adoramos u odiamos, pero que seguro añoraremos cuando ya no estemos aquí. Y no puedes evitar volver a darle la importancia que realmente tienen tantas y tantas cosas sencillas y cotidianas, que a veces, obviamos pensando que somos eternos.
Me gustó el rato que compartí con mis primos y familiares en el recorrido hasta el cementerio y en la espera durante la incineración. También el tapeo posterior que improvisamos los que nos quedamos hasta el final. Y disfruté de las risas con los recuerdos, de unos abrazos por desgracia demasiado esporádicos, y de un compartir que se me antojaba cada vez más necesario entre nosotros. Siempre he odiado el ritual de las coronas de flores, del coche fúnebre y de los pésames. Pero hay algo que siempre agradezco de todo ese ceremonial: que obliga al reencuentro. Y que lo que nuestras cargadas agendas no une, la marcha de alguien querido siempre consigue. 
Mientras volvía a casa en el coche, no podía evitar acordarme de tantos y tantos recuerdos en ese pueblo de mis abuelos. Forman, sin duda, una parte importante de lo que somos. Y nunca desaparecerá, por mucho que el inexorable reloj biológico se empeñe en recordarnos que nada es eterno, y que todo cambia.
Ya son dos noches seguidas de desvelarme a las cuatro de la mañana. Puede que sea el dichoso cambio de hora. Aunque probablemente son las pequeñas secuelas de haber sufrido la ausencia de un padre con cuatro años. Y aunque tengo ya muy integrada la muerte como parte la vida, cada vez que alguien querido se marcha definitivamente, este proceso se repite. Justo antes de su marcha. Justo después de su adiós. Al menos ya no lloro como una magdalena como en aquel entierro del abuelo, aunque bien sé ya del poder terapéutico de las lágrimas. Allí me di cuenta que algo tenía roto por dentro, y tocaba remendarlo. Y por suerte tuve tiempo de hacerlo para la marcha de mi madre. Pero siempre se repite este proceso interior de silencio y duelo, de vellos de punta, de nudo en la garganta.
En la despedida de mi tía Conchi ayer, me acordaba de tantas personas cercanas que se han ido recientemente: mi tía Tere, mi antiguo compañero Pepe... Y en su lucha de tantos años de enfermedad, sentía muy presentes a tantos seres queridos que están ganando o aceptando de una u otra forma sus batallas: Luije, Magdalena, Carmen, el tito Juan, Juanmi, Belen, los padres de tantos buenos amigos...
Cuando depositamos las cenizas de mi tía dentro del nicho familiar junto a las de mi tío Agustín, y se cerró la losa, curiosamente sentí con fuerza que ella ya no estaba en esa urna, ni en esa cavidad. Que estaba en la mariposa que revoloteaba entre las flores y los cipreses de aquellos largos pasillos de silencio. Que se escondía en los diminutos trozos de hielo que aquel mágico granizo nos trajo justo en ese momento entre rayo y rayo de sol. Que nunca se marcharía de los corazones de los que disfrutamos de tenerla entre nosotros.


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