(English version)
Pensábamos que estaríamos solos. A fin de cuentas una charla de un lama tibetano no parece el plan más fascinante del mundo para una tarde de domingo. Sin embargo, cuando llegamos, la sala estaba totalmente abarrotada, al igual que el hall de acceso, y hasta la puerta del propio edificio. Quizás haya más gente de lo que pensamos en búsqueda de un mundo diferente para vivir. Dudamos, incluso, en marcharnos ante tal multitud. Pero nos quedarnos a escucharle a través de la pantalla de la entrada. Apenas habíamos oído hablar del Lama Gangchen Rimpoche, al que llaman Lama Sanador. Pero cuando Juanmi y Mariló nos avisaron desde Sevilla, nos dejamos llevar. Hace tiempo que abrimos las puertas de par en par a los portadores de verdad, aunque sean de culturas y tradiciones muy distintas a la nuestra. Y no defraudó.
Pensábamos que estaríamos solos. A fin de cuentas una charla de un lama tibetano no parece el plan más fascinante del mundo para una tarde de domingo. Sin embargo, cuando llegamos, la sala estaba totalmente abarrotada, al igual que el hall de acceso, y hasta la puerta del propio edificio. Quizás haya más gente de lo que pensamos en búsqueda de un mundo diferente para vivir. Dudamos, incluso, en marcharnos ante tal multitud. Pero nos quedarnos a escucharle a través de la pantalla de la entrada. Apenas habíamos oído hablar del Lama Gangchen Rimpoche, al que llaman Lama Sanador. Pero cuando Juanmi y Mariló nos avisaron desde Sevilla, nos dejamos llevar. Hace tiempo que abrimos las puertas de par en par a los portadores de verdad, aunque sean de culturas y tradiciones muy distintas a la nuestra. Y no defraudó.
Uno espera al escuchar a un representante de alguna religión o espiritualidad una cierta dosis de proselitismo. Quizás la fuerza de la costumbre. Nada más lejos aquel día. Las cebras no intentan convencer a las jirafas de que cambien su naturaleza. Ni los árboles a las piedras. Cada uno tiene su verdad y respeta la del otro. Aquel lama tampoco. Su mensaje iba tan sólo a reforzar lo que ya fuéramos: cristianos, judíos, protestantes, musulmanes, budistas, agnósticos o ateos. Daba igual. Porque era algo tan sencillo y tan básico que debía estar antes de cualquier planteamiento religioso o espiritual. Eran actitudes de preescolar. Algo tan sencillo que quizás todas las religiones lo obvian. Y así nos va. Suele pasar que lo más revolucionario suele ser lo más elemental.
Aquel anciano vestido de naranja sin un pelo en la cabeza y con barba poblada venía a darnos las claves de la sanación: utilizar nuestros cinco sentidos corporales y nuestra mente de una forma adecuada. Toma ya. Y uno a uno los fue desgranando. Al mirar. Al tocar. Al oir. Al pensar. Sin embargo, donde más se detuvo fue en la palabra. Quizás fue casual. O quizás fue porque precisamente vivimos tiempos convulsos donde la palabra amable o el diálogo cariñoso parecen estar en franca retirada.
Aprendemos millones de cosas a lo largo de nuestra vida. Cosas encaminadas en muchos casos a conseguir un trabajo y "ganarnos la vida". Pero apenas tenemos educación de cómo usar la palabra para crear relaciones fructíferas y un entorno de paz a nuestro alrededor. Y sin embargo todos hemos tenido experiencia de que cualquier palabra dolorosa que nos dice algún ser querido se nos queda clavada dentro,aunque se pronunciara hace años, siendo fuente incluso de trastornos psicológicos. ¿Estamos contagiados de la cultura de violencia que se vive en tantos medios de comunicación, y en tantos entornos sociales? Con demasiada frecuencia usamos el castellano con violencia para golpear al otro. Y con ello nuestro bello idioma se deprecia y nos acaba destruyendo y empobreciéndonos a nosotros mismos. Da igual si pensamos que está justificado o no. La palabra violenta o airada, en el fondo, nunca está justificada realmente. Usar la palabra de forma errónea es más dañino que un arma de fuego, y el dolor y el sufrimiento que se crean son enormes. Y sin embargo, sólo hace falta un poco de atención y consciencia cuando abrimos la boca. Sólo es necesario observar cómo la forma en que hablamos acaba mediatizando nuestro entorno y las vibraciones que en él hay. Sólo es preciso hablar de forma tierna y delicada, pensando siempre en el interlocutor. A fin de cuentas, ésa es la expresión máxima de generosidad: el hablarnos de una forma delicada unos a otros, sin vernos condicionados por lo que recibimos de los demás. La generosidad suprema no es dar bienes materiales, sino transmitir aprecio y delicadeza por el otro. La tarea está clara: que nuestra vida, desde la mañana a la noche, sea delicada en el hablar y delicada en el escuchar; que nos expresemos de forma cariñosa.
Cuando el entorno es el que es, la cosa quizás no sea tan fácil. A veces nos falta tiempo para respirar y hacernos conscientes de cada momento. O a veces nos falta paciencia. O simplemente capacidad de distanciarnos un poco de lo que nos rodea. Pero es bueno que haya gente, como este simpático Lama, que nos recuerde que nuestra palabra nos puede llevar en la dirección de la iluminación, dando valor a cada instante, a cada momento. Hasta un niño puede entenderlo.
Es curioso: varias veces durante la conferencia sentí estar ante un niño jovial en lugar de ante un venerable lama tibetano. Sus aspavientos, sus bromas, sus muecas, y el colofón final haciendo que todo el auditorio le cantara al unísono alguna canción andaluza no daban lugar a dudas. Estábamos ante la sencillez de un niño en el cuerpo de un sabio anciano. Maravillosa combinación. Ya se sabe: "dejad que los niños se acerquen a mí". Habrá que ponerse bocas a la obra. Ya tenemos deberes para los próximos cincuenta o sesenta años.
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1 comentario:
Qué forma tan bonita de transmitir ese tesoro que seguro fue la charla del lama Gangchen Rimpoche. Gracias por compartir!
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