Cuando nos toca dar alguna charla en algún colegio, instituto, universidad o asociación siempre hay algo de lo que decimos que causa revuelo. Casi siempre coincide. Pero no por eso dejamos de compartir nuestra experiencia al respecto.
No hace mucho añadimos una experiencia más en ese ámbito. Uno de nuestros hijos iba a quedar casi por primera vez de forma totalmente autónoma con sus amigos en Málaga, a treinta kilómetros de casa. Asumió que por arte de magia su cuerpo se trasladaría al lugar del encuentro en tiempo y forma. Le advertimos que quizás algo tendría que poner de su parte para que así fuera. Pero no se lo tomó muy en serio. No miró los horarios de los autobuses. No cuadró cómo llegar a la estación. No planificó la duración de la batería del móvil. Ni tampoco se planteó la hora de llegada. Le tocó sudar. Le tocó correr. Le tocó pasar bochorno. Llegó cuando sus amigos acababan el postre. Más tarde se quedó sin móvil sin haber concretado su siguiente cita. Se le hizo de noche y se quedó sin alternativas. Vivió unas horas de zozobra. Podríamos haber acudido al rescate. Incluso teníamos intermediarios para ello. Pero era momento de que afrontase una enseñanza en propias carnes que probablemente le ayudará en el futuro. Había aprendido las consecuencias de sus actos u omisiones. Había aprendido que entrar en la edad adulta requiere tomar decisiones, y no esperar que el universo (o tus padres) siempre te saquen del atolladero. Y sin vivirlo en primera persona, todas nuestras advertencias habían caído hasta entonces en saco roto.
Tarifa, 2016 |
Estamos convencidos que hemos venido a este mundo a aprender o a recordar. Probablemente elegimos las circunstancias y las personas con quienes nos vamos a relacionar en esta vida en ese proceso. Y sin duda eso incluye las dificultades, los tropiezos y los errores. En esta obra de teatro que es la vida, por suerte o por desgracia, no podemos trasladarnos a la escena que más nos gusta, a la que más nos hace reír, o a la que menos dolor nos causa. Nos toca recorrer todos y cada uno de los momentos del guión. Y nada ni nadie debería intentar ahorrarnos ese proceso, porque forma parte de nuestro camino de crecimiento. Ni siquiera los padres.
Pero es cierto que con poco fortuna, muchos padres se ponen como misión la de proteger en lugar de la de acompañar. Y quieren ahorrar a sus hijos el trauma de una caída, de un desamor o de un suspenso. No se trata de regodearse en tales circunstancias. No se trata de forzar esos momentos. Se trata de preparar, de advertir, de soltar (a veces incluso cerrando los ojos y cruzando los dedos) y de acompañar en el momento posterior.
Como padres, para nosotros, quizás sea éste uno de nuestros cometidos más difíciles. Cuando ves que tu hijo o hija se empecina en poner la silla en una posición imposible y no atiende a razones. Cuando ves que su forma de afrontar el estudio o las responsabilidades no es la adecuada. Cuando ves que no asume sus compromisos, y espera que el mundo a su alrededor se confabule para que las cosas le salgan bien. Entonces le preparamos, le advertimos, y si con eso no le basta para aprender, le soltamos para que por sí mismo se enfrente a las consecuencias, al aprendizaje y a la huella interior que esa circunstancia produzca. Sea un tropiezo, un insuficiente, un desplante de los amigos o una ruptura. Evidentemente ahí estamos nosotros para que ese percance no sea traumático o peligroso. Pero no hay sermón que pueda sustituir el aprendizaje en carne propia de las enseñanzas que vinimos a aprender en esta vida.
Esta visión y los ejemplos concretos de nuestras vivencias al respecto a algunos les causa estupor. Lo sentimos. Pero el proteccionismo excesivo, el paternalismo entre algodones o la vida con salvavidas no va con nosotros. No es vida. Y a la larga crea problemas de falta de preparación para vivir, y de no haber aprendido lo que se vino a aprender.
Nuestro hijo mayor, ahora desde EEUU, nos cuenta hasta qué punto ese aprendizaje le está viniendo bien en su presente. Y es un auténtico regalo como padres ver sus progresos y la madurez de sus juicios ahora. Se olvidan rápido las caídas, los malos ratos, los lloros, las pataletas, los gritos... Y se asienta el poso de lo que esa situación tenía que aportar a su vida. ¿Quién es un padre o una madre para interferir en ese proceso?
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