Lo confieso: soy funcionario. Pero en el castigo llevo la penitencia. Sé que para muchas personas ser funcionario es el paraíso de los trabajos para toda la vida, sin saber que a veces eso esclaviza. Y para otros es el refugio de los holgazanes, aunque haya muy honrosas excepciones. En mi caso, o por una razón o por otra, juré y perjuré que jamás sería funcionario. Y como suele pasar en estos casos, me tuve que comer mis palabras con patatas cuando decidí que quería dedicar más tiempo a mi familia, y ésa era la opción más factible para ello en aquel momento.
Ser funcionarios nos está permitiendo disfrutar de una amplia reducción de jornada renunciando a sueldo para poder dedicar más energías y tiempo a cuestiones más importantes que, paradógicamente, aquellas por las que cobramos. Sin embargo, la Administración nos es el lugar más adecuado donde ejercer la coherencia, especialmente si lo que te mueve es servir al otro. Es un reino de papeles, de tareas repetitivas sin plantearse los "para qué", o de jerarquías con escaso fundamento en el mérito o en la capacidad. Más de una vez me han dicho que no se me paga para pensar en cómo mejorar la atención al ciudadano, sino en hacer mi cometido sin más. El "vuelva usted mañana" o el "espere su turno" se convierten en una filosofía de trabajo. Y con razón un reino así ahuyenta a quien quiera plantearse un mundo mejor para vivir, presidido por la fraternidad, la verdad, o la unidad de todos (estés a un lado u otro del mostrador).
Actualmente estoy viviendo una etapa de aceptación, de desapego del resultado que me gustaría lograr en mi trabajo, y de conexión con quien tenga delante, al margen de los dictámenes y normas que se impongan desde arriba. Pero incluso con esa actitud, a veces te topas con circunstancias desconcertantes. Hace poco me tocó solicitar un certificado por un trabajo de coordinación realizado entre dos entidades públicas, una regional y otra municipal, para un gran proyecto que finalmente logró el respaldo del parlamento regional. Lo viví como un reto personal, ya que se trataba de que dos administraciones de color distinto y con profunda desconfianza mutua, se avinieran a colaborar. Tras varios meses de intenso trabajo y de numerosos sinsabores el proyecto se consumó con éxito. El tender puentes donde no los había fue en sí mismo mi recompensa. No esperaba remuneración ni una "palmadita" en la espalda. Pero hace poco tuve que justificar ese proyecto para otro asunto, y solicité el correspondiente certificado. Muchos fueron testigos de mi labor de coordinación y redacción, pero me negaron el documento. La verdad debía verse relegada a la burocracia. Aunque era evidente que yo había hecho ese trabajo, mi disposición a arrimar el hombro sin formalismo alguno, sin remuneración, y sin documentos probatorios les llevaba a denegármelo. Además, me argumentaban que nunca había tenido una relación laboral con esa Administración. ¡Pues claro! ¡Ese era el reto! Arrimar el hombro sin estar movidos por el interés, tan sólo en base a la confianza y a las ganas de crear algo conjunto que nos trascienda. Quizás suene a arameo para algunos. Y por eso, no me resigné. Estaba dispuesto a que la verdad, la confianza y la apuesta por la colaboración no perdiesen esta batalla, aunque fuera en el reino de la burocracia. Tocó recopilar correos, pruebas documentales y alguna que otra foto para que mis interlocutores de ahora y de entonces, pudieran conseguir que me certificaran la verdad. Mes y medio después se ha conseguido tras un esfuerzo ímprobo. ¿Por qué cuesta tanto tender puentes, actuar de buena fe y hacer aflorar la verdad, ésa que va mucho más allá de los papeles?
Lo de mi certificado puede ser una anécdota simpática comparado con lo de la semana pasada en mi oficina de empleo. A algún "lumbreras" de la Consejería se le ocurrió que no era suficiente con la incomodidad de separar las citas de Demanda (Junta de Andalucía) de las de Prestaciones (Ministerio) para que los usuarios tuvieran que soportar la mayor de las descoordinaciones. Esa separación podía llevarse más allá: en concreto a la puerta de la oficina. Y así dieron la consigna a todas las oficinas de que la puerta se convierta en la frontera donde el guardia de seguridad no deje pasar a nadie que no figure en su lista de citas para ese día, y así clasificar al rebaño según vayan a la Junta o al Ministerio, que compartimos espacio (¡qué ironía!). Pero cuando al ser humano le dan una norma, le dan una gorra para ejecutarla, y una cierta potestad para imponerla, el sentido común huye despavorido y se apoltrona don sinsentido. Y así sucedió hace unos días: en vez de organizar los flujos de demandantes de empleo hacia una zona u otra de la oficina, la puerta de la oficina se convierte día a día en el Lesbos de turno, aquel lugar donde unos tienen la enorme suerte de entrar y esperar a su turno, y otros son retenidos porque su DNI no está en las sagrada lista. Cada vez que veo ese rebaño en la puerta, siento vergüenza ajena. Y comprendo perfectamente que hayamos llegado como especie humana a la barbaridad que estamos viendo diariamente desde nuestros sofás con los refugiados. Un amigo me llamó desde la puerta: a pesar de tener cita le impedían el paso porque no aparecía en las "Tablas de la Ley" del "segurata". Salí a rescatarle y a hacer entrar en razón a la autoridad competente. Pero para mi sonrojo, cuando mi amigo dio dos pasos para saludarme, fue interceptado con violencia para impedirle el paso. De lo organizativo habíamos pasado a lo represivo. Sus rasgos sudamericanos y un collar budista que le colgaba del cuello hicieron el resto para que todas las alarmas saltaran ante semejante amenaza a la burocracia de la oficina.
El incidente causó revuelo. No escatimé esfuerzos en que la cordura retomase su sitio. E imagino que más de algún compañero vería exagerada mi preocupación por lo sucedido. Pero sin duda cosas así me llevan cada vez más a creer en que las burocracias, las normas, y la Administración, o están al servicio del ser humano y de la verdad, o si no, mejor que no existan. Quizás tenga yo poco futuro en un reino así. O quizás me toque esperar a mi turno, y no toca ahora.
4 comentarios:
Yo no lo veo exagerado, si no haces nada ni dices nada, al final que queda, pasamos de todos, y ¿entonces que?
Ni mucho menos. Es fundamental el poder del NO (http://familiade3hijos.blogspot.com.es/2012/03/el-poder-del-no.html). Y por eso no nos resignamos ni con el certificado, ni con la actitud de la puerta de la oficina, ni siquiera callándonos ante la máxima autoridad de empleo en la provincia (http://familiade3hijos.blogspot.com.es/2014/10/aceptar-o-luchar-por-servir.html). Pero tan importante es no callarse, como no contagiarse del "mal rollo" y de la energía que provocan esas situaciones, y ahí sí será clave la aceptación. Un abrazo
Una nueva vida nos está esperando, gracias a todos gracias a O Couso.
Una nueva vida nos está esperando, gracias a todos gracias a O Couso.
Publicar un comentario