Cuando nos aconsejaron la segunda operación, tratamos de retrasarla. Ya habían pasado los momentos iniciales de desconcierto. Habíamos superado la etapa del fuerte dolor tras la primera operación. Sin embargo, había que pedir prestado a amigos y parientes el dinero para afrontar esa intervención quirúrgica. Era una operación aún más complicada que la primera, y su coste sería mayor, sin duda. Pero nos encontramos enfrente un cómplice de nuestro karma/dharma, en forma de cirujano. Sin saber cómo ni por qué, transmitió internamente la orden de que esa intervención era tan sólo para extraer el aceite de silicona de mi ojo. Ésa es una intervención con un coste de menos del 10%. Y su duración es apenas de 20 minutos, frente a las 3 horas que duró realmente la mía. Ningún asistente ni administrativo preguntó ni dudó. Ni antes, ni durante, ni después. Debían ser también cómplices. Y no sería la primera vez que actuaban así con un paciente por pura solidaridad, empatía u orgullo profesional.
Tras esa segunda intervención quirúrgica sí salí como nuevo. Con hambre, y con ganas de “tirar para adelante”. Parecía que todo había pasado para mí. CaUsalmente la extirpación de mi cristalino no sólo no había mermado mi capacidad visual, sino que la había potenciado hasta límites que nunca había conocido. Los especialistas ya habían hecho números antes de meterme en quirófano. Mis 18 dioptrías de miopía de toda la vida más las 2 que generaba el anillo de silicona de mi primera intervención sumaban caUsalmente las 20 dioptrías a las que equivale un cristalino. Es decir, que una situación tan traumática como la que me había llevado a enfrentarme a dos operaciones graves, caUsalmente había derivado en que por primera vez en mi vida podía ver perfectamente con ese ojo izquierdo, sin ni siquiera una lente intraocular para sustituir mi cristalino. ¡Alucinante!
Y alucinado seguí, dando gracias por mi suerte. Irradiaba felicidad, porque la vida me había dado una enorme oportunidad en forma de grave crisis que podía haberme dejado sin vista. Y de los peores augurios, todo había derivado en un resultado tan inesperado como maravilloso para mí.
En las semanas siguientes tuve ocasión de transmitir mi ilusión y experiencia de todo lo sucedido a personas de mi entorno que estaban padeciendo graves dificultades oculares. Me pasaba como a las embarazadas, que sólo ven embarazadas por todos lados. Yo no paraba de "toparme" con gente con problemas en sus ojos. Todos ellos pudieron reenfocar sus tratamientos, de una forma u otra, tras mi propia experiencia: el profesor de bellas artes, el marido de una antigua profesora de mis niños, el de una antigua compañera...Todos ellos casos muy traumáticos, y que probablemente no habrían tenido salida en Málaga, pero que lograron ser encauzados...¡Qué alegría ver recuperarse a otros en base a la experiencia que yo mismo había vivido! Sobre todo porque más allá del milagro quirúrgico que yo había experimentado en Barcelona, me di cuenta que la salud tiene mucho que ver con la decisión que uno ponga en encontrar las vías para curarse. Y la propia enfermedad merma esa autoestima y esa energía para dirigir con decisión los siguientes pasos. Te lleva a encerrarte en ti. A agachar la cabeza. A bajar los brazos. Por eso a estas personas les vino muy bien nuestra euforia y convicción.
Pero aquí no acababa todo. Tampoco mi capacidad de sorpresa. Tras la segunda operación en Mayo de 2011, y tras unas semanas de recuperación ocular, volví al trabajo. Quizás por primera vez en mi vida, tras tantas semanas de baja laboral obligada, había conseguido desconectar totalmente de mis obligaciones en la oficina. No me sentí culpable ni me preocupé de cómo podría ir todo en mi ausencia. Desapego total del trabajo y de mis "obligaciones". Curiosamente nada más aterrizar de nuevo en la oficina, iniciaba un proyecto que en apenas unas semanas me reportaría un enorme reconocimiento profesional. Del desapego laboral absoluto al máximo reconocimiento. ¡Yo que toda la vida había estado buscando ese reconocimiento de forma proactiva! ¡Qué de enseñanzas me deparaba todo este proceso!
En junio, en un encuentro familiar, la mujer de mi primo mencionó un documental de Punset (Redes) en el que parecía tratarse la cuestión de la visión estereoscópica o binocular. “Ver en estéreo” se titulaba. ¿Sería esa conversación una nueva pista a seguir o un nuevo tren que no debía dejar pasar? Así lo entendí yo. Localicé en Internet el documental y me resultó más que asombroso. Hasta hace muy pocos años, las tendencias imperantes en la neurología afirmaban que si no se tenía visión estereoscópica a los 3 años, no se podría tener en la vida. La teoría de los "períodos críticos", la llaman. El caso de la neuróloga Susan Berry parecía desmentirlo. Y para una persona que nunca había visto en 3D, esa parecía ser una de las experiencias más increíbles por experimentar. Ahí debía estar yo para intentarlo también. No podía dejar pasar esta nueva llamada de la Vida.
La visión estereoscópica se basa en que cada uno de nuestros dos ojos envía una información al cerebro. En el caso de dos ojos sanos, esa información es idéntica pero separada por los escasos milímetros de la nariz. Y el cerebro construye el efecto “profundidad” con esas dos imágenes casi idénticas. Pero cuando esas dos imágenes son muy diferentes, porque uno de los ojos (o los dos) falla en algo, el cerebro anula una de las imágenes (normalmente la peor). Eso era lo que me había sucedido a mí durante toda mi vida. Y paradógicamente lo que me seguía sucediendo tras la segunda operación. Y ello a pesar de que ese ojo “resucitado” se había quedado casi a cero de miopía, y potencialmente veía mejor que con el derecho. Teóricamente podía ver perfectamente, pero el cerebro no procesaba esa información, porque toda la vida había estado procesando la del derecho. El ojo estaba curado, pero funcionalmente aún no servía. Era un coche puesto a punto, pero aún no tenía conductor. ¿Quizás había que buscarle uno? No me iba a quedar con la duda. (CONTINUARÁ)
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