sábado, 6 de septiembre de 2025

Vacaciones perfectas (versión desastre)

Irse de vacaciones tiene mucho de huida. Tratamos de escaparnos de la rutina, de las prisas, de las obligaciones, del cansancio… Y se ha convertido en algo casi universal. Si fuéramos vacas encerradas todo el día en un establo, enchufadas a un succionador para sacarnos leche como si no hubiera un mañana, las vacaciones serían esos 30 minutos en los que nos dejan salir al prado: respirar aire puro, mordisquear hierba fresca y disfrutar de un espacio abierto… para luego volver dócilmente al cubículo a seguir produciendo litro tras litro. Por eso, ese rato de pasto libre, ese "rato" llamado vacaciones, tiene que ser perfecto. Quizás para presumir ante las vacas que se quedaron en el establo cuando les contemos nuestra escapada. O quizás porque ese rato es el que da sentido al resto del encierro productivo: el resto del día, el resto del año, el resto de la vida.

Pero claro, a veces ese rato de esparcimiento se convierte en un rato de "sufrimiento con vistas". El prado soñado se transforma en un lodazal bajo tormenta, y la hierba fresca en un menú de zarzas y ortigas. Vamos, que lo que iba a ser un idilio pastoril termina pareciéndose más a un "casting" de “Supervivientes”. Algo así sentimos nosotros este pasado mes de Agosto: lo que podía ser un cuento de hadas acababa pareciendo un capítulo de “Míster Bean”. Y, sin embargo, paradojas de la vida, han sido unas vacaciones maravillosas.

Habíamos reservado un apartamento en Pontedeume (Galicia) a través de Homeexchange. Ilusionados, subíamos en la furgoneta con Eva y Samuel; días después se unirían Pablo y Estela. Tras recorrer media España, ya de noche, empezamos a escuchar un ruido inquietante en los bajos del vehículo. Tocaba parada prevista para dormir en Ponferrada. Al día siguiente, con ayuda de la policía local, dimos con un taller abarrotado de coches, pero el dueño, que además llevaba un albergue del Camino, nos hizo hueco. Palier, silentblock, latiguillos de freno, equilibrado… aprendimos mecánica avanzada en tiempo récord. Perdimos un día de apartamento y, a falta de piezas, pedimos coche de sustitución. El seguro nos prometió un vehículo espacioso para llevar todos nuestros bártulos de la furgo, pero nos endosaron un C3 donde parecíamos un equipo olímpico de Tetris humano. Tres días después, vuelta a Ponferrada, devolución del coche y a “acoquinar” una receta cara para quemar karma.

Prueba superada. No pasa nada. Ahora sí empezaban las vacaciones. O no... Tres días después, recibimos un vídeo de la familia con tres niños pequeños que se alojaba en nuestra casa de Málaga también con Homeexchange. Los peques, movidos por su curiosidad científica, descubrieron que nuestro trastero del sótano se había convertido en un parque acuático improvisado. Muebles hinchados de agua, olor a moho y el seguro de urgencias demostrando por qué se llama “urgencias”: porque hay que urgirles cien veces para que aparezcan. Aún hoy, un mes después, seguimos esperando. Si no fuera por Pedro, nuestro amigo MacGyver sin detector de fugas pero con una intuición hidráulica infalible, seguiríamos empantanados. Él, desde 1.200 km, resolvió en hora y media lo que el seguro pronosticaba para semanas.

Segunda incidencia resuelta. El cupo de desgracias estaba lleno… o eso pensábamos. Porque al final de una excursión por las Fragas del Eume, apareció un perro con cara de pocos amigos. Se me lanzó encima, me enganchó el bañador y me dejó un colmillo de recuerdo en el muslo. Yo, perplejo, solo acerté a decir: “¡Que tu perro me ha mordido!”, mientras su dueño ponía pies en polvorosa en modo Usain Bolt. ¿Dónde estaba la cámara oculta?

Tras los días de Pontedeume, los niños hicieron el Camino de Santiago por la ruta Primitiva, y nosotros pasamos unos días de ensueño con la furgoneta por la zona de Carnota.  Las nubes negras parecían haberse disipado de nuestras vacaciones por fin...hasta que llegaron los incendios de Orense, Zamora y León. En días, Samuel tenía que presentar su Trabajo de Fin de Máster y Eva volaba de Erasmus a Suecia. Pero todos los trenes quedaron suspendidos. Autobuses y Blablacar, imposibles. Tocó episodio de "padres al rescate" cambiando nuestros planes, con rodeos por media península. Finalmente conseguimos bajar por la N-VI, escoltados durante cientos de kilómetros por un humo tan negro y rojizo que parecía sacado de una película postnuclear. Salimos de Coruña a las 8 de la mañana y llegamos a casa a las 3 de la madrugada: 19 horas de viaje con aroma a apocalipsis.

Visto así, cualquiera diría que fueron vacaciones desastrosas. Y sin embargo, lo repito: fueron maravillosas.

Se suele pensar que la felicidad depende de lo que nos pasa. Pero si así fuera, viviríamos en el síndrome de “esperar para empezar a vivir”: dejar el disfrute para ese futuro hipotético donde todo encaje como en un catálogo de viajes. Y claro, ese futuro nunca llega.

Lo importante no es lo que hacemos, sino cómo lo hacemos. Eckhart Tolle dice que solemos tratar el momento presente de tres formas: como medio, como obstáculo o como enemigo. Así, cuando algo sale mal, nos convertimos en adversarios de nuestra propia vida. Estas vacaciones nos enseñaron otra cosa: podíamos hacernos amigos del presente, aunque viniera disfrazado de furgoneta averiada, trastero inundado, mordisco canino o cielos en llamas. Y al hacerlo, los obstáculos perdían veneno. Incluso surgía la magia.

Porque de la avería de la furgoneta nació la amabilidad de Alba, que nos regaló un día extra en el piso de Pontedeume para compensar, y nosotros le dejamos la casa “como los chorros del oro”, con un vínculo agradecido que quizá siga creciendo.

Porque del desastre acuático de casa brotó una conexión inesperada con Saray y su familia, que lejos de enfadarse, quitaban hierro al asunto y hasta lograban hacernos reír con ocurrencias como duchar a los niños en la piscina “con gel disfrazado de crema solar”. Nos dejaron la casa impecable y una amistad por estrenar en el Puerto de Santa María.

Porque incluso el mordisco del perro sirvió de espejo: en vez de revolverme en victimismo, aquellos largos kilómetros hasta el coche me obligaron a reconocer todo lo bueno que teníamos alrededor. Un mordisco aleccionador, por raro que suene.

Y sí, el regreso bajo el humo de los incendios también puso las cosas en contexto. Mientras ardían hectáreas de belleza y tantas familias sufrían pérdidas irreparables, nosotros solo tuvimos que reorganizar un viaje tras tanto bueno vivido y compartido con gente única como Mar, Javier, Nuria, Pete, Dolores, M.Ángel...La vida y la destrucción, conviviendo como siempre.

Así que sí: fueron vacaciones imperfectas… y por eso mismo, maravillosas.

Cada vez lo vemos más claro: habrá que replantearse las vacaciones como una huida, porque no hay que huir de una realidad que no nos gusta, sino ver cómo podemos vivir esa realidad de otra forma. A fin de cuentas, vivir no es esperar que la vida se parezca a un folleto turístico, sino aprender a bailar con la realidad tal como viene, aunque la música sea rara. Y solo hay tres modos de hacerlo: con aceptación, con gozo o con entusiasmo. No cabe otra.

Quizá el error no es que las vacaciones sean imperfectas, sino pensar que tienen que ser perfectas. Porque no hay que huir de la vida para vivirla, sino reconciliarse con el presente, incluso cuando se viste de caos.

Por eso, al final, lo perfecto no son las vacaciones sin fallos. Lo perfecto es descubrir que cada tropiezo también puede ser un regalo disfrazado de desastre. Lo perfecto no es que nada falle, sino que incluso lo que falle tenga un sentido, un chiste, y con suerte, un buen recuerdo.


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sábado, 21 de junio de 2025

¿Libertad? Tocar lo escrito, sentir lo eterno

Paradojas de la vida. Cuanto más se enarbola la bandera de la libertad (ese hacer lo que uno quiera, cuando quiera y como quiera), más gente veo encadenada. Y no precisamente con eslabones visibles. Hoy obedecer está mal visto. Es de antiguos. De sumisos. Y sin embargo, como decía aquella canción de Jarcha: “yo sólo he visto gente muy obediente, hasta en la cama.” 

Magic Media - Canva
Está claro que picamos el anzuelo hasta la garganta. Nos dijeron que éramos tan libres que podíamos elegir cada cuatro años a quienes dictaran nuestros destinos (y desatinos). Que seríamos más libres cuanto más dinero tuviéramos, más cosas compráramos, más cuerpos acumuláramos en la cama y más carne exhibiéramos en Instagram. Que libertad era estar conectados con cualquiera, a cualquier hora, desde cualquier lugar, incluso sin ganas. Y, por si fuera poco, que podíamos ser lo que quisiéramos ser, aunque no lo fuéramos, ni de lejos.

Pero nadie nos advirtió de la letra pequeña. Que acabaríamos esclavos de quienes cambian las promesas con la misma agilidad con la que cambian de corbata. Que quedaríamos atrapados en el bucle del tener-más-para-sentirnos-menos. Que íbamos a estar solos como nunca, rodeados de mil pantallas, saturados de likes y hambrientos de contacto real. Nadie avisó que nos obsesionaríamos con si nacimos en el cuerpo equivocado… o si en realidad lo equivocado era el alma. Nos vendieron libertad, y nos entregaron un catálogo de compulsiones con opción a filtros. Hoy, ser libre es hacer lo que hace todo el mundo. Pero con emoji. Y hashtag. Menuda libertad. Menuda pantomima. Menuda zanahoria.

Don Quijote lo dejó claro: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos.” Probablemente el más sublime. Pero nos han colado gato por liebre, y además nos han hecho firmar el recibo. Nos han dado libertinaje por libertad, resignación por elección y narcisismo por autoconocimiento. Una estafa emocional con factura emocional.

Magic Media - Canva
¿Estamos aún a tiempo de recuperar la libertad verdadera, o ya es tarde y sólo queda el karaoke existencial del “haz lo que sientas”? Despertar ayuda. Hacerse consciente ayuda más. Y reconectar con esa chispa silenciosa que llevamos dentro, esa brújula que no hace ruido pero apunta siempre al norte, quizá sea la única forma de recuperar el timón. Todos llevamos dentro esa conexión misteriosa con algo más grande. Llámalo Tao, Dios, Vida, Wifi cósmico...

Y ahí está la clave: podemos fluir con esa corriente o nadar en contra como salmón confundido. Eso sí: no vale quejarse del cansancio si uno ha elegido la contracorriente. Esa, y no otra, es la libertad: hacerte uno con el ritmo del universo, pero por decisión propia. Aunque para ello sea preciso pararse a escuchar y a pensar despacio. Pero eso suena hoy a herejía en esta religión del scroll infinito.

En ciertos momentos, la vida se convierte en cruce de caminos. Como cuando toca elegir profesión: ¿dentista o arquitecto? Si eliges ser dentista, no puedes andar luego construyendo catedrales alegando libertad creativa. Tú elegiste. Y la libertad verdadera implica compromiso. Tu voluntad, tu razón y tu acción se alinean con la elección libre que hiciste. Con la vida pasa igual: si eliges fluir con la corriente profunda del ser, no puedes luego mariposear de rama en rama como si nada. Y ahí es donde han saboteado nuestro libre albedrío:  haciéndonos creer que ser libre no exige voluntad, ni coherencia, ni esfuerzo. Sólo impulso. Sólo deseo. Sólo ego. Y que además el mundo entero debe aplaudirte por ello, no vaya a ser que se te dañe la autoestima.

Pues no. Esa libertad líquida, tan moderna, tan sin forma, tan de usar y tirar, nos descentra y nos descarrila. Nos convierte en hojas al viento, sin raíz ni destino. Pero la libertad de verdad, la de mayúsculas, exige dirección. Exige escucha. Exige obedecer.

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¿Obedecer? ¡Pero si nos dijeron que eso era de ovejas, de autómatas, de perdedores! ¿Y ahora vienes tú a decir que obedecer es el acto supremo de libertad? Pues sí. Pero no se trata de obedecer al mercado, al algoritmo, al partido o al gurú de turno con sonrisa blanca y frases en neón. Eso es obedecer al sistema. Y como en El Gatopardo, ahí todo cambia para que todo siga igual. Obedecer, en su sentido profundo, viene del latín oboedīre: escuchar con atención, abrirse, prestarse a algo mayor. ¿Y a quién obedecer, entonces? A esa voz interior que no grita pero guía. A ese susurro que no empuja pero orienta. A lo que algunos llaman Dios, otros Tao, otros simplemente “sentido”. Obedecer, aquí, no es someterse. Es afinar el oído. Como decía Agustín de Hipona: no basta con amar, hay que amar bien. El ordo amoris es eso: poner en orden el amor, dar a cada cosa el lugar que le corresponde. Lo eterno, antes que lo urgente. Lo verdadero, antes que lo útil. Lo esencial, antes que lo vistoso. Y el Tao, esa corriente sabia que no puedes controlar pero sí habitar, dice lo mismo sin decirlo: la libertad no es imponer la forma, sino seguir el fluir con humildad y asombro. Ni Agustín ni Lao-Tsé eran influencers, pero sabían esto: la verdadera libertad no es hacer lo que te apetece, sino lo que da sentido. Y a veces eso implica callar, parar, cambiar de rumbo o dejarse llevar. Cuando el corazón se ordena, cuando se alinea con el Todo, obedecer deja de ser sumisión y se convierte en danza con el universo.

Así que, al final, la libertad no es hacer ruido con el instrumento que te tocó en el reparto cósmico, sino tocar con él la partitura que la Vida, con mayúscula y bemoles, compuso para ti. No somos los compositores, pero sí los intérpretes únicos e irrepetibles de una melodía que no podemos cambiar, pero sí llenar de alma. El violín no elige la sinfonía. Pero cuando se afina y se deja guiar, hace llorar al silencio. La paradoja es clara: obedecer al sentido es la forma más alta de libertad. Y fluir con el Tao o con el ordo amoris no es renunciar a ti, es hallarte por fin donde siempre estuviste.

Así que ya sabes: Si la vida te suena rara, quizás no sea que el mundo desafina (que también), sino que tú estás intentando tocar una bachata con un oboe. O te has empeñado en dirigir la orquesta desde la fila siete sin partitura. Pero no pasa nada. Todos nos perdemos entre  pentagramas ajenos. Todos desafinamos creyéndonos solistas antes de afinar el alma. Lo importante es que la música no deja de sonar. Solo hay que volver a escuchar. Pero escuchar de verdad, no con los oídos de fuera, sino con los de dentro…Y entonces oirás ese susurro bajito: “Ahora sí. Toca.”


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sábado, 8 de febrero de 2025

Demasiado


(versión en vídeo con subtítulos)



 Demasiado ruido afuera,

pantallas que no descansan,

noticias que nos amansan

y dejan la vida en espera.

Adentro hay también quimera,

pensamientos que no paran,

voces que nos desamparan

y nos roban siempre el centro.

Seguro que muy adentro

habrá fuerzas que reparan.


Demasiada luz disfraza

poses falsas en la red.

La sonrisa es un ballet,

glamour “fake” que te atenaza.

Lo artificial es la baza.

En inteligencia también.

Cartón-piedra del desdén.

Un espejo sin retorno.

Cada filtro es un adorno,

cada "selfie", un "queda-bien".


Demasiados cuerpos vagan.

Dios es polvo en un altar.

"Body-building" del sin pensar.

Adicciones que te apagan.

¿Y el espíritu y su flama,

lo que llena alma y ser?

El tener sin comprender,

crea un vacío violento.

¿Será este cuerpo un lamento

o un producto por vender?



Demasiada prisa, vida:

si al final todos llegamos.

Tanto tiempo que buscamos,

y mientras, la calma perdida.

Mejor una vida vivida

con el gozo de existir.

La prisa nos hace salir

de una existencia más plena.

¿Será la muerte serena

o un renacer por venir?


Demasiada pugna estalla,

la vida ya no es sencilla.

Nos separan en orillas

y el rencor todo lo calla.

Los extremos se desatan

la lucha es en cada rincón.

¿Cuál es el bien, cuál la traición?

Aclarémoslo en batalla.

Yo aquí, tú tras tu muralla.

Y todos en una prisión.


Demasiada falsa verdad,

mucho loco en el poder,

narrativa para vencer,

que sólo es vana realidad.

Nos vacían de humanidad,

con futuros que no son nuestros,

pandemias, cambios de textos,

la ciudad se vuelve prisión.

Si no cumples: hay expulsión.

Control con muchos pretextos.



Pensar de más siempre embota,

demasiado hacer nos ciega,

la mente en su caos se niega:

a ver del alma qué brota.

Activismo del que agota:

corriendo sin saber por qué.

¿Dónde dejaremos la fe?

El silencio es lo que calma.

Meditar te abre el alma.

¡Deja de vivir al revés!


Demasiado miedo en mente,

demasiado en cada lugar,

al qué dirán, a respirar,

a existir estando ausente.

Libertad inexistente,

con relato inventado:

virus y muerte al costado,

el temor de quedar fuera.

Miedos creando barrera

frente a aquel  mundo soñado.


Demasiadas soledades

entre tantas multitudes,

irónicas magnitudes

hay en tantas realidades.

Ligues sin identidades,

de “me gusta” sin corazón,

pulsando clicks sin ilusión,

conexión de usar y tirar,

que no tarda en escapar,

y que suscita compasión.


Demasiado nos es dado.

“Demasiado” para sentir.

Hay que huir de ese vivir,

y volver a lo olvidado.

Dejemos el “yo” a un lado.

Menos prisa, más consuelo.

Menos miedo, más el cielo.

Menos odio, más amarse.

Menos control, más sanarse.

“Menos” es más: eso anhelo.


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