Es momento de reconocerlo. Como especie humana, hemos cometido actos atroces contra otros, contra el planeta y contra nosotros mismos en nombre de la lucha contra el mal. Esa pugna entre el bien y el mal nos ha dado la legitimación para llevar a la hoguera a mujeres a las que considerábamos brujas, a científicos a los creíamos herejes, o a homosexuales, judíos o gitanos que pensábamos que eran una amenaza. Y siempre el mecanismo mental y psicológicico que subyacía detrás de esa actuación era el mismo: estamos en guerra contra el mal, y ese mal, en cada caso lo encarnaban mujeres que se salían de la norma, sabios que hablaban de que la tierra era redonda, o personas y razas que resultaban minoría.
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Lo veíamos hace sólo unos meses, cuando se hacían virales vídeos de ciudadanos anónimos grabando detenciones o uso desproprocionado de la fuerza por parte de la policía contra personas cuyo único pecado había sido no ponerse la mascarilla en plena calle, siendo insultados por los testigos de la detención. ¿Acaso quienes jaleaban esos actos no se consideraban del bando de "los buenos", y colocaban a los agredidos o detenidos en el de "los malos", por ser una gravísima amenaza para la Humanidad? ¿En qué se diferencian esos actos de los que sucedieron hace apenas unas décadas contra judíos, gitanos u homosexuales? En muy poco, la verdad. Y transcurridos sólo unos meses, se hace pública y respaldada por numerosos estudios científicos, la escasa utilidad del argumento que hacía malos a unos y buenos a otros. Aquella encarnizada lucha contra el mal de antesdeayer deja de tener sentido en cuanto nos hacemos conscientes de su irracionalidad. En cuanto nos sentimos engañados por lo que nos dijeron sobre una mascarilla, sobre un "pinchazo", sobre un país más o menos lejano, o sobre unos grados de más o menos en el tiempo. Pero el daño ya está hecho. Hemos batallado, insultado y excluido "al otro". Al del bando de "los malos". Ya sean unos jóvenes irresponsables que se reúnen para charlar, "con la que está cayendo". Ya sea un deportista que va corriendo sin mascarilla, "estando la cosa como está". O ya sea un ruso, cuyo único pecado es ser sospechoso de estar de acuerdo con Putin, y al que debemos señalar en la guardería de los niños, o confiscarle sus bienes. Nuestra eterna batalla contra el mal, nos convierte en auténticos títeres de quienes, en cada caso, nos dicen quiénes o qué encarnan ese mal. Y una vez tras otra, "picamos el anzuelo". Y ya, "a toro pasado", "si te he visto, no me acuerdo". "Pelillos a la mar".
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Vivimos unos tiempos de polarización, en los que no buscamos la verdad, sino aquello que nos reafirma en nuestra visión de la verdad. Por muy errónea, parcial y torcida que sea esa visión. Y tenemos a nuestro alcance multitud de redes sociales, medios de comunicación, y personajes de todo tipo para reafirmarnos en esa visión distorsionada. Y ahí vamos, como un rebaño de ovejas, enfrentándonos los unos con los otros. Eso sí, todos creyéndonos "a pies juntillas" que estamos en el bando "de los buenos" (nos llamemos "virtuosos", "responsables", "solidarios", "patriotas", "progresistas", "negacionistas", "defensores de la tradición", "ecologistas"...qué más da el nombre).
Si somos capaces de dar el salto, y entender que esta eterna "batalla contra el mal" es completamente absurda, inútil y está cargada de incoherencias, habremos dado un gran paso como especie. Y quizás lo siguiente sería alistarnos en el bando del equilibrio y la mesura. Y ya no sólo para equilibrar nuestras reacciones ante "el otro" o nuestra percepción del bien y el mal. Sino para compensar entre nuestras responsabilidades y nuestro bienestar emocional y físico. Para sopesar entre nuestras metas y prioridades, y aprender a decir "no" a compromisos y actividades que no son consistentes con ellas. Para encontrar formas saludables de manejar el estrés y la ansiedad, mantener una dieta saludable, dormir lo suficiente, y tener tiempo para actividades que disfrutamos. Y qué decir respecto a los altibajos emocionales a los que permanentemente nos vemos sometidos, cuando vivimos más afuera que dentro de nosotros mismos. En definitiva: equilibrio, equilibrio y equilibrio.
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El equilibrio hoy no se considera un valor en sí mismo. Se lo decían así hace unos días a nuestro hijo Samuel, cuando lo destacaba en una reunión con amigos. Cuando probablemente no hay nada que necesitemos más en estos tiempos de polarización y pugna contra el otro y contra nosotros mismos. Cuando quizás estemos llamados todos a ser verdaderos equilibristas en una realidad tan compleja. Lo describía muy gráfica y sencillamente él mismo con esta breve "Historia de un ascensor":
"Hola, soy un ascensor. Desde que me construyeron no he parado de subir y bajar. Al principio me encantaba llevar a la gente. Entraban y me decían a qué planta querían ir, y yo les daba lo que necesitaban. Pero ahora, después de tanto tiempo estoy un poco cansado. Cuando me decían de subir "me venía arriba". Me ponía muy contento estar en lo alto. Pero el proceso cansaba mucho. Si me decían de bajar, "me venía abajo". Es un poco depresivo estar tan cerca del suelo. Es por eso que he decidido quedarme en el medio. Puede parecer egoísta o aburrido. Pero me gusta no tener que obedecer cuando alguien pulsa alguno de mis botones. Además, por fin he podido hacer algo que nunca había hecho: ver lo que sucede en una de las plantas del edificio al que pertenezco".
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Suscribo cada una de las palabras de este blog. Gracias por expresar lo que, con un poco de suerte, cada vez más personas pensamos y sentimos.
ResponderEliminarMuy buena reflexión. No hay que dejarse influenciar tanto....
ResponderEliminarEs verdad, que buena reflexión
ResponderEliminarQue momento mas satisfactorio cuando los hijos te adelanta por la derecha! Asi fue para mi cuando mi hija piso el accelarador! Un abrazo a esta familia fantastica.
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