Pensábamos que ese sería el principio del fin. 28 de octubre de 2021. Creímos que a partir de ese día, todo empezaría a relajarse y normalizarse. Pero no. Y ya pasado un mes, casi hemos perdido toda esperanza. Ese día, Singanayagam y colaboradores publicaban un estudio en la prestigiosa revista "The Lancet", la que ha sido durante mucho tiempo la biblia de los estudios científicos. Y el estudio era amplio, profundo y no ofrecía dudas. Desde septiembre de 2020 y durante todo un año, se tomaron muestras nasofaríngeas de 602 personas no infectadas en una comunidad en contacto con personas infectadas (vacunadas y no vacunadas), recogiéndose a diario 8.145 muestras de personas desde los 5 años de edad. Y las conclusiones fueron apabullantes: la vacunación no es suficiente para prevenir la transmisión del virus en hogares donde hay exposiciones prolongadas. En definitiva, que la vacunación ni detiene la infección ni detiene la transmisión, según ese estudio, que iba en la línea de otros estudios anteriores también sobre la inmunidad natural, ampliamente analizados para quien quiera arrimar el oído (1)(2)(3).
Esa información ya la intuía cualquiera a poco que se parara a pensar. Si no, ¿qué sentido tenía mantener la mascarilla en los vacunados? Pero con ese y otros estudios se derrumbaba toda la lógica que, como "papagayos", han repetido los medios de comunicación desde hace un año, aunque estamos convencidos que muchos se apuntarán ahora al "nuncadijismo". "Nunca dije". "Nunca dije"... Aquello de que estamos inmunizados si nos vacunamos. Aquello de que con la vacuna acabaremos con esto. Aquello de que basta con llegar al 70% para lograr la inmunidad de rebaño. Aquello de los porcentajes del 95% de una inmunidad que no menguaba. O aquello de que no habría que ponerse más dosis. Tantas y tantas cosas dichas sin coherencia todos estos meses. Pero lo cierto es que la Ciencia, con estos estudios, desmonta por completo las medidas "estrella" de las últimas semanas, repetidas hasta en la sopa: obligatoriedad de la vacunación y pasaporte sanitario. El veredicto es claro y no ofrece dudas, como ya todos reconocen. Y con él, el pasaporte COVID no deja de ser una medida política coercitiva, no sanitaria, sin efectos beneficiosos sobre la salud de las personas, convirtiéndose en un certificado de obediencia, y en una especie de licencia para que las personas vacunadas puedan contagiar si enferman.
Estuvimos esperando unos días a que los medios de comunicación se hicieran eco de ese y otros estudios similares. Clamoroso silencio. Incomprensible silencio. ¿Silencio cómplice? Por el contrario, se repiten los titulares y los llamamientos para acorralar a los no-vacunados, para estigmatizarlos, para arrinconarlos. Un día en un periódico regional. Otro en un programa de tele-basura pero con 3 millones de espectadores. Otro en declaraciones de Presidentes de regiones, Ministros, exministros y exvicepresidentes del PP, del PSOE, de Podemos... Da igual. Todos se apuntan al cacareo desinformado (¿o interesado?). Yo prefiero pensar bien. Y como buen Leo, me embarco en otra de mis causas imposibles. Pienso que quizás no les haya llegado la noticia. Y les interpelo uno a uno: "Estimada Sr/a. X: como ex ministro del Gobierno, etc, etc, rogamos comparta la fuente "científica" de su afirmación para contrastarla con el estudio en Lancet del 28/10 de este hilo. Si es un error, rogamos lo corrija: genera miedo, alarma y división". Ni uno solo corrige su proclama. Y eso que las afirmaciones casi incitan al odio. Javier Solana, afirma que "Los que no se vacunan son responsables de esta ola". Pablo Iglesias lo expresa así: "sería perfectamente razonable hacer la vacunación obligatoria, igual que es obligatorio no ir a más de 120 km/h en una autopista". Revilla lo expresa a su estilo: "que se vacune a todo el mundo, por las buenas o las malas, por lo civil o lo militar". Y Miguel Sebastián es aún más explícito: "El pasaporte no evita el contagio, además los vacunados contagian igual. Hacer la vida imposible a los que no se quieren vacunar, ese es el objetivo". Todo muy cabal. Todo muy sopesado y fundamentado. Y, por supuesto, todo muy democrático. Pero lo cierto es que, sea político, medio de comunicación, o "famosete del tres al cuarto", ni uno solo comparte la fuente en la que basa su loca exhortación, a pesar de que durante meses han dicho que esas decisiones se basaban en los criterios de los expertos. Quizás les faltó añadir: "...mientras los expertos digan lo que queremos que digan".
No me resigno, y me dedico a compartir por doquier tanta evidencia (ver enlaces): decenas de estudios científicos sobre los efectos adversos de las vacunas; testimonios de todo tipo; tratamientos alternativos a las inoculaciones; vídeos formativos e informativos; datos estadísticos de fuentes oficiales; respuestas a tantas preguntas sobre las nuevas variantes...Pero nada. Hasta los hechos más obvios. Hasta las evidencias más clamorosas para el sentido común son silenciadas o directamente malinterpretadas a la luz de las creencias previas o de las decisiones ya tomadas. Esfuerzo baldío.
Ante ese panorama, difícil no preguntarse por qué, o para qué. Y uno entiende que muchos acudan a las interpretaciones conspiranoicas. A la mano que mueve los hilos de todo esto. Pero ni siquiera hace falta. Las evidencias son tantas y tan claras, que sobra una explicación de un "malo pérfido" que esté detrás de toda esta pesadilla, arrastrando con él a miles de médicos, científicos, autoridades sanitarias, y público en general. A veces las cosas son más sencillas que todo eso.
En los años 60 y 70, la CIA lanzó su proyecto "Mockingbird" con el objetivo puesto en la disidencia juvenil y sus supuestas conexiones extranjeras, los movimientos contra la guerra de Vietnam y los periodistas incómodos en el interior de EEUU. Y se realizaron experimentos psicológicos consistentes en aislar a alguien como "raro", sin necesidad ni siquiera de acordarlo previamente. El proyecto sólo necesitaba colocar a unos pocos agentes en posiciones clave donde pudieran establecer normas e intimidar a quienes las violaran. El "matón" de turno denunciaba, por ejemplo, a Kent como "rarito" (¿o negacionista?). Si alguien se atrevía a decirle una palabra amistosa a Kent, también sería señalado como "rarito". Pronto todos acabarían rechazando a Kent. Lo peor es que se demostró que esto podía suceder de forma espontánea. Entrevistados posteriormente quienes participaron en aquel experimento sin saberlo, reconocieron su vergüenza por no haber defendido nunca a Kent. Cuando no eran vistos, trataban de ser amables con él. Pero le tenían miedo al "matón" de turno, y entendieron que estaban cerca de sufrir el mismo destino de Kent. Mejor unirse a los verdugos que acabar siendo también una víctima.
Es absurdo pensar que miles de médicos o científicos estén "compichados" con algún malvado, con la intención de perjudicar a la Humanidad. Aunque es clamoroso el desconocimiento de muchos en materia de virología y epidemiología, convirtiéndose en autómatas de los protocolos sanitarios impuestos, como hemos contrastado personalmente en decenas de conversaciones de estos meses. Pero descalificarlos o criminalizarlos no hace sino ridiculizar las lógicas dudas que su posición ha generado a millones de personas en todo el mundo. Sólo se precisa que no quieran ser señalados como favorecedores del que denuncia efectos adversos, o del que aporta evidencias contrarias a la narrativa oficial. El puesto y el sueldo están en juego, como se ha visto ampliamente demostrado con aquellos que han sido despedidos. Y a veces, incluso la curación y el bienestar de los pacientes están también en juego. Porque si como médico, has aconsejado la vacuna, y resulta que acaba teniendo efectos secundarios, y se generan daños para tu paciente, casi va a interesar negar que se deben a la vacuna, porque tu seguro de responsabilidad civil como médico ha excluido expresamente esas decisiones "Covid" de la cobertura para cubrir los posibles daños a tus pacientes. Así que mejor mentir para no perjudicarle aún más, como algunos ya han reconocido. Y con ello, el círculo es perfecto: toma de decisiones a espaldas de las evidencias científicas; políticos y medios de comunicación remando al unísono en la dirección contraria al sentido común y a la razón; y médicos en silencio cómplice, a modo de auto-censura (que muchos también practicamos, por desgracia, en nuestro día a día para evitar estar en permanente confrontación).
Cuando las cosas se tuercen mucho, bien sea por guerras, catástrofes naturales, hambrunas o enfermedades, desde las más antiguas tribus hasta los imperios más actuales, los seres humanos no pueden quedarse de brazos cruzados. El pueblo pide explicaciones. Las autoridades de turno tratan de mover ficha. Y la frase que se ha repetido en todos los idiomas y en todas las épocas ha sido siempre la misma en esas circunstancias: ALGO HAY QUE HACER. Porque resulta insoportable e inasumible que debamos "aguantarnos" sin más con esa calamidad que nos ha caído del cielo. Pero claro, en el fragor de esas circunstancias tan adversas y con la presión por hacer algo ya, lo que menos se tiene es la cabeza fría para hacer algo y hacerlo bien. Y se acaba haciendo cualquier cosa, para que, al menos, se ponga el foco en otros. Y es así como nace el gran invento de la condición humana: el "chivo expiatorio". Una persona o grupo de personas a quienes se quiere hacer culpables de algo con independencia de su inocencia, sirviendo así de excusa a los fines del inculpador. Así, sobre ellos, se aplica injustamente una acusación o condena para impedir que los auténticos responsables sean juzgados o para satisfacer la necesidad de condena ante la falta de culpables, librando de represalias a quien corresponda. ¿A alguien no le suena esta dinámica en la invasión de Irak con aquella absurda acusación de armas de destrucción masiva contra Sadam Husein? Cuando fue ejecutado y tras miles de muertos en los bombardeos, se demostró que lo de las armas había sido una "patraña", pero ya no era un asunto de actualidad, y el olvido jugó su papel. Lo mismo sucedió con la guerra contra Afganistán tras el atentado de las Torres Gemelas, con la Guerra de las Malvinas, o incluso con nuestro famoso Islote Perejil, que defendimos "a capa y espada" contra los marroquíes no hace ni dos décadas. Lo mismo sucedió en aquel "crucifícalo, crucifícalo" de hace dos mil años. O lo mismo sucede a diario con miles de inmigrantes o gitanos de todo el mundo, siendo culpados injustamente de todo tipo de desmanes, para que la ira y la frustración recaiga sobre ellos en lugar de sobre las causas de las injusticias que se quieren combatir. Como bien recuerda Fernando del Pino, "en la Europa Central de los siglos XV a XVII la histeria colectiva llevó a las masas a linchar y quemar vivas a decenas de miles de mujeres acusadas falsamente de causar malas cosechas y epidemias", en una auténtica caza de brujas.
La Historia se supone que existe para no cometer los mismos errores que se cometieron en el pasado. Pero como nos recuerda nuestro querido amigo Xavi León, "la Alemania Nazi introdujo el «Gesundheitspass” o «Pasaporte Sanitario» que deshonraba a quien no lo poseyera. En aquella época fascista, no se podía acceder a edificios públicos, teatros, museos, escuelas y lugares de trabajo, si no poseías ese pasaporte. (...) Eran unos hechos que atentaban contra la libertad individual, y al hacerlo, la esencia del ser humano, simplemente desaparecía. (...) Sin darnos cuenta, estamos aplicando los valores del higienismo, donde los sanos y puros tienen derechos y libertades por encima de los impuros, de los no vacunados, los cuales no pueden tener libertad de movimiento, expresión o decisión". Del Pino se pregunta: "¿Propondrán pronto que los no vacunados se cosan una estrella de David en la solapa antes de encerrarlos en guetos e internar a los más recalcitrantes en campos de concentración?". Sobran las palabras. La realidad es demasiado tozuda y recuerda demasiado a lo que parece haberse olvidado.
Vivimos una narrativa pandémica que se ha construido sobre el belicismo de una supuesta lucha contra un virus letal, sobre unos contagios casi milagrosos, sobre unos porcentajes de inmunidad de rebaño que van y vienen igual que la tan cacareada "normalidad", y sobre toda una batería de dogmas con sus correspondientes ritos sanitarios. Muchos de ellos están totalmente descartados ya por la ciencia, pero tranquilizan a millones de personas como si les protegiera del "demonio", incluyendo el gel hidroalcohólico, las mascarillas y los pinchazos. Por supuesto, como en toda película, debe haber buenos y malos. Y estos segundos están siendo convertidos en verdaderos "cabeza de turco" a los que endosar las culpas de todo.
No está mal la predisposición a solucionar los graves problemas que acucian a la Humanidad. No está mal la actitud de "hay que hacer algo". Pero no vale cualquier cosa. No vale a cualquier precio. Y no vale si lo que se hace no vale absolutamente para nada, y perjudica a millones de personas sin sentido alguno. Por desgracia, en esas estamos.
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