sábado, 2 de octubre de 2021

Aquel extraño en aquel extraño autobús

Su amabilidad dio un giro de 180 grados. Conmigo todo había sido cordialidad. Pero fue sentarse él, y la hostilidad fue en aumento. Le pidió que se subiera la mascarilla por encima de la nariz. Me la subí yo también, aunque a mí no me había dicho nada unos segundos antes, y la tenía igual. Cuando comprobó su ficha, antes de iniciar el proceso, le reprochó que se hubiera demorado tanto en volver. "Anda que no ha tardado en venir: ¡toda una vida desde su última vez!", le recriminó. Me sorprendió el tono porque él había dado un paso de generosidad que millones de personas no dan. Estaba allí, a fin de cuentas. Y aún así, para ella, no era suficiente. Pero él lo aceptó sin rechistar. No tardó en llegar la tercera regañina: "Los ojos bien abiertos, ¿eh? Que no quiero problemas". Yo ya me habría "mosqueado". Pero él parecía acostumbrado a esa antipatía, a ese desprecio cotidiano contra él. Tampoco dijo nada a la tercera. Tan sólo al finalizar, cuando le entregaron su zumo, pareció no digerirlo bien, y sólo dijo: "Me genera fatiga".

Leroy Skalstad en Pixabay
Cuando acabaron conmigo, y siguiendo el esquema habitual, me enviaron a la parte trasera del autobús. Dejé el móvil , la funda de las gafas y mi carterilla en el asiento de al lado, y cogí una torta de almendras y azúcar para evitar mareos. Mientras la degustaba, él se acercó a mi. Hice el ademán de quitar mis cosas del asiento de al lado, pensando que él se iría más bien a alguno de los otros dos asientos libres, más espaciosos y alejados de mi. Pero no. Él quería sentarse a mi lado. Pierna con pierna, haciendo un ángulo de noventa grados ambos asientos, y sin mascarillas porque ambos estábamos comiendo. Todo un poema para los protocolos sanitarios de moda, viendo que estábamos precisamente en un entorno sanitario. Pero no me sentí incómodo por ello.

Nada más sentarse, en las distancias cortas, y ya sin mascarillas, entendí la animadversión de aquella chica. Aporofobia, creo que lo llaman. Aquel señor llevaba días sin ducharse. Quizás más. Y su dentadura apenas mostraba algún diente sano, aunque no tenía edad para ello. No iba desarrapado, pero la ropa arrastraba ya muchos días seguidos de uso continuado. Indicios inconfundibles de escasez y de necesidad. Signos de una pobreza que, cada vez se extiende más, y por desgracia, aún genera rechazo.

A mí, sin embargo, me dio un vuelco el corazón. Caí en la cuenta de que habían pasado ocho años desde la última vez que aquel hombre había entregado su última bolsa de sangre. Y había vuelto a hacerlo tras tanto tiempo, quizás porque eso le garantizaba poder desayunar algo en aquel autobús de la Cruz Roja esa mañana. Siempre te dan un zumo y algo dulce de comer para evitar desmayos tras la extracción. ¿Qué habría pasado en esos ocho años con él y su familia? ¿Qué bofetadas le habría dado la vida? ¿Quizás podría estar yo igual dentro de ocho años? ¿Cuántas personas estarían siendo despreciadas como él, por vivir en la calle o por esperar las colas del hambre, tan sólo a raíz de esta pandemia?

Inició rápidamente la conversación. Pero entre su escasez de dientes, mi sordera parcial y el tráfico de la avenida, apenas pude enterarme de los detalles de lo que me decía. Aunque de lo esencial sí. Y fue suficiente. Llevaba varios días durmiendo en la calle con su mujer. No entendí bien si iban solos o con niños. Tampoco junto a qué parque. Habían venido desde Sevilla, a la busca de un trabajo que acabó frustrándose. Y ahora intentaban volver a Sevilla, y se les interponía el precio de los billetes de autobús de vuelta. Evité juzgar lo que me decía, o si me estaba mintiendo. Aunque sabía que me acabaría pidiendo dinero. Daba igual que fuera para un "colacao", como dijo, o para ahorrar para el autobús. ¿Quién era yo para opinar sobre su modo de salir de ésta, incluso si todo aquello era mentira? ¿Acaso no haría yo lo mismo en su situación? ¿Quién ha dicho que no sea lícito hacer lo que sea si está en juego la pura supervivencia?

Le esperé tras bajarme del autobús. Y le di las pocas monedas que llevaba en el bolsillo. Se mostró esquivo entonces. Y yo me sentí culpable por mi dichosa costumbre de ir siempre con el importe justo para el desayuno habitual en la cafetería de siempre. También me sentí culpable por todos aquellos que le despreciarían y rechazarían acercarse a él aquel día. Y también porque ya iba tarde de regreso al trabajo, mientras quién sabe cuándo él podría tener un trabajo. O un hogar. O una comida caliente.

No tenía previsto subir hoy a ese autobús, pero allí estaba aparcado en mi caminar sin rumbo en el rato del desayuno. Donar sangre es un gesto sencillo que acalla unos instantes esa llamada permanente de la conciencia por el sufrimiento o la necesidad ajena. Pero hoy no ha acallado en mi una "mierda". Más bien todo lo contrario. Se ha vuelto a activar en mí esa llama, adormecida por los horarios, las prisas y los quehaceres diarios. Y me alegro. Porque quizás sea bueno este dolor interno del encuentro de hoy en aquel autobús. Significa que el otro nos sigue doliendo. Que su sufrimiento no nos es ajeno ni justificable. Que no hay protocolo sanitario, ni convencionalismo social que pueda alejarnos del otro. Y que si los hay, debemos luchar con todas nuestras fuerzas para evitar este progresivo distanciamiento los unos de los otros. Y quizás te lo esté contando, por si a ti te pasa lo mismo.


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