viernes, 25 de agosto de 2017

Infarto

Cenamos con él esa noche como otras veces. Reímos y bromeamos como tantas otras veces. Nuestros hijos jugaron y disfrutaron juntos como otras veces. Hablamos del próximo curso como otras veces. Y nos despedimos como tantas otras veces. Pero pudo ser la última. La última cena, las últimas risas y bromas, los últimos planes, la última despedida. A las pocas horas sufría un infarto de corazón comiendo en un chiringuito en su primer día de vacaciones. Y si no fuera por la rápida reacción de su mujer, por el desfibrilador, y por la rapidez de la intervención quirúrgica, hoy no lo contaría, aunque sigue en observación. 
Eva y una amiguita jugando
a hacer corazones con las manos
en el atardecer de una playa malagueña
En la teoría todos lo tenemos claro: todos moriremos algún día. Pero en la práctica nos empeñamos en darle la espalda a la teoría y actuamos como si siempre existiera un mañana. Como si el futuro fuera plastilina. Como si fuéramos eternos. Verlo tan de cerca, en unos amigos tan queridos, y de una forma tan repentina, te da un zarpazo que te espabilas de los espejismos de perpetuidad. Y durante los días siguientes decides saborear mejor el gazpacho, mirar más rato a los ojos, abrazar unos segundos más, besar con más consciencia, perder el tiempo por el placer de perderlo, trivializar lo trivial...  Aunque sea sólo por si no hay otra oportunidad. Aunque sólo sea por unos días...
Cuando alguien sufre una enfermedad, se le prioriza sobre todo y por delante de todo. Especialmente cuando es una dolencia que te puede quitar la vida. Pero cuando esa enfermedad es el odio, todos podemos sufrir contagio. Y eso que probablemente sea la enfermedad más devastadora. Aquella que ciega, que siega vidas, que construye muros y bombas, que se olvida de nuestra divinidad. Aquella que hace del diferente un enemigo, y que nos llena de venganza y de sed justiciera. Y es curioso: si un amigo sufre un infarto, tú no tienes por qué sufrirlo. Pero si alguien se enfada contigo, o más aún, te odia a muerte, te acaba contagiando. ¿Cómo no vas a defenderte de ese odio? ¿Cómo no vas a armarte por si acaso? ¿Cómo no vas a construir tus muros de protección? Y es así como un enfermo de odio, de esos que sufren permanentes infartos de corazón y de alma, en vez de ser tratado como un enfermo, y causarnos pena, deseos de mejoría y cuidados paliativos (aunque sea en la cárcel), genera unos idénticos brotes de odio en nosotros. Aunque sea sólo porque se visten o rezan de forma parecida. Todos los "otros" son iguales, a fin de cuentas. Ojo por ojo, hasta que todos nos quedemos ciegos. Y ves cómo estos días, tras el abominable atentado de las Ramblas de Barcelona, personas normalmente ecuánimes y equilibradas vomitan comparaciones malintencionadas entre religiones, culpan a unos y a otros, se llenan de razones y de soluciones, y se olvidan también de que están siendo contagiados de odio y de separación. Es lo que tienen ciertas enfermedades: que sin darte cuenta te ves escupiendo odio y proclamas contra el diferente, rompiendo el tenue lazo que nos une a todos. Y así un infarto de odio genera otros cien mil. Porque dejamos que así sea. Simple y llanamente. Y son personas como el padre del niño de Rubí, vilmente asesinado en un infarto de odio en las Ramblas, las que ponen cordura y un abrazo al diferente, en medio de tanta enfermedad. A pesar del dolor que sólo unos padres pueden sentir en una situación así. Y ahí sólo cabe que los contagiados de odio callen sus razones y sus soluciones, y se empapen de la medicina de unos padres destrozados por esa enfermedad del odio, pero que no van a permitir que éste les contagie.
Están siendo unas semanas de infarto. Semanas en las que priorizar lo importante, por si no hay un mañana. Semanas en las que no contagiarse de los enfados y odios ajenos. Semanas en las que no avivar las tentaciones de separación. Semanas en las que cuidar el corazón. En todos los sentidos.

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2 comentarios:

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