domingo, 3 de diciembre de 2017

Pintando atardeceres

Se despidió despacio. Muy despacio. Como siempre. Con movimientos tan imperceptibles que no sabíamos si se iba o si venía. Pero eso sí, con su mejores galas. También como siempre. Como en la mejor pasarela de moda del mundo. Amplias sedas con tonos malvas y ocres. Destellos amarillos por aquí y por allá. Líneas sinuosas. Garabatos perfectos. Brillos y sombras. Deslumbrante como siempre antes de oscurecernos con su ausencia.
"Papá: hoy te ha salido mejor que nunca". La voz de Eva, desde el asiento trasero me despertó. Y eso que iba conduciendo y dormir habría sido una locura. Pero el espectáculo era tan hermoso que parecía estar en un sueño. Siempre he dudado si la belleza es tal porque sí, o porque la ven así nuestros sentidos. Un atardecer. Una luna llena. Una composición de nubes. Una pieza al violín. Un desayuno en familia... Quizás por eso, desde que Eva tenía tres años, siempre que llegaba ese mágico momento le decía igual: "Hoy me he esmerado en los colores, y mira cómo te he pintado el cielo". Aún recuerdo su cara de asombro. Sus ojos perplejos. Su sonrisa de gratitud. "Gracias, papi", me decía... Hasta que le empezó a parecer una bobada.
Eva pintando un atardecer con su vitalidad
en Canillas del Aceituno. Noviembre de 2017
Llega un momento en que la magia parece una cursilería. Y cuando la adolescencia llama a la puerta toca hablar de las cosas "reales", y dejarse de ñoñerías. Hasta que te das cuenta con la edad que lo real es esa magia. Que son los ojos los que crean esos espectáculos. Y que la belleza habita en el corazón y no en lejanos paisajes, que sólo tocan a la puerta de nuestra sensibilidad para ser contemplados. 
¿Cuántos atardeceres únicos nos quedan por presenciar? ¿Cuántas lunas llenas reflejadas en el Mediterráneo? A veces vemos esas maravillas como algo cotidiano. Como algo que estuvo ayer y que estará mañana. Pero desde jóvenes, Mey y yo siempre que observamos una luna llena pensamos lo mismo: ¿Cuántas nos quedan por contemplar? Desde luego no cien mil. Desde luego no diez mil. Quizás con suerte quinientos o setecientos momentos únicos más como ese. Y siempre contemplar ese hechizo nos sitúa como nunca en el presente. Nos ayuda a darnos cuenta de que cada momento es único e irrepetible. Y que probablemente no se repita. Todo parece eterno... mientras dura. 
Esas palabras de Eva me dieron un vuelco al corazón. A veces el silencio es el mejor regalo para la belleza. Pero sus palabras iban a hacer más especial aún ese instante. No porque conectase con sus recuerdos de mis obras de arte vespertinas en tantos atardeceres de su infancia, sino porque conectaba con las razones profundas por las que yo le había repetido tantas veces esa pequeña tontería. "¿Te das cuenta, papá, que estamos aquí los tres alucinados contemplando esa preciosidad de atardecer, y que habrá un montón de coches de los que nos adelantan que ni se estén dando cuenta de esa "pasada"? ¿Cómo puede ser que no nos percatemos de algo tan bonito? ¿Cómo puede ser que vayamos siempre sin fijarnos en cosas que valen tanto la pena? Ahora entiendo por qué, de vez en cuando, te activas un gong aleatorio en el móvil, para caer en la cuenta de esto. El otro día lo pensé precisamente mientras hacía un dictado en clase. Escribía las palabras que nos decía la profesora sin ser consciente, casi como un robot. Y al cabo del rato me di cuenta que había casi acabado el dictado pensando en otras cosas, sin estar realmente allí, haciendo lo que estaba haciendo. Y nos pasa eso continuamente, papi. Vamos por la vida sin fijarnos en lo que vemos o hacemos..."
Menuda reflexión que acababa de hacernos la niña. Menudos doce añitos incipientes. Menuda sabiduría en un ser tan pequeñajo. Convertirnos en observadores de la vida. Vivir el presente y la eternidad en el ahora. Carpe diem. Seguiremos pintando atardeceres, vistos los resultados.

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