Acababa de pasar el día grande del santo, pero O Pedrouzo estaba repleto de peregrinos a punto de salir tempranito para alcanzar su meta en esta última etapa. Le vi en la puerta de la cafetería. Me llamó la atención desde lejos. No parecía un peregrino a punto de llegar a Santiago. Y eso que estaba rodeado por decenas de ellos. Algo le diferenciaba. Y no era ni su ropa ni su mochila. Luego entendí que eran los demás los que quizás no cuadraban: turistas del camino con unos pocos días en los que consumir otra experiencia veraniega. Puede que como nosotros. Pero la cara de aquel hombre decía algo más. Era una mezcla de cansancio, de tristeza, de soledad, y de sufrimiento. Quizás por un complicado peregrinar por la vida. No iba desaliñado ni mal vestido, pero sus arrugas y su expresión me chocaron, aunque me sentía incapaz de saber por qué. Quizás me recordaba las caras de las personas que a veces piden a la puerta de una iglesia o de un gran centro comercial, en las que la tristeza espiritual se mezcla con la material. Por eso me llamó tanto la atención entre tantas caras.
Al entrar a la cafetería nuevos estímulos captaron mi atención. Platos y tazas chocaban en el mostrador, mientras la cafetera de la barra trabajaba a pleno rendimiento. El rumor de camareros y clientes resultaba ensordecedor aunque endulzado por el olor a tostadas y a bollos recién hechos. Tomamos asiento en dos taburetes y pedimos nuestros cafés mañaneros para despertar el ánimo y tratar de alcanzar a nuestros tres hijos, ya a kilómetros de distancia por delante de nosotros. Más tarde, ya caminando, nos tomaríamos unas pocas galletas o algún trozo de bizcocho del día anterior. De repente oí una voz a mi izquierda. Ni me había percatado de que alguien se hubiera sentado allí. El ruido del local y mi flanco izquierdo de nuevo me dejaron al descubierto. Pero allí estaba ese pequeño hombre que tanto me había llamado la atención a la entrada. "¿De dónde venís?", nos preguntó. Siempre esa pregunta me generaba confusión. Nunca estaba claro si te preguntaban por tus orígenes o por tu punto de partida en el Camino de Santiago. Quizás por ambos. Quizás por ninguno. Quizás era tan sólo una pregunta habitual para romper el hielo. Pero que alguien nos abordase para conocer de nosotros me agradó. Cambiaba lo tónica de los últimos días en que éramos nosotros quienes buscábamos a conciencia ese encuentro con el desconocido. Ahora éramos nosotros los desconocidos a conocer. A pesar del bullicio del local y las noticias de la televisión a todo volumen pudimos mantener una agradable conversación. Al principio superficial. Luego de esas que no te quitas de la cabeza en semanas. Realmente no sé si fue casual que se sentara allí o si nos eligió expresamente entre tanto caminante para compartir desayuno. Lo cierto es que tanto él como nosotros coincidíamos en nuestro último día de camino. Nuestros últimos veinte kilómetros. Aunque con diferencias. Nosotros tras sólo cinco días de caminar; él tras diez años ininterrumpidos. Nosotros tras recorrer unos 125 kilómetros; él tras recorrer más de cien mil. Nosotros en una búsqueda de experiencias familiares de las que aprender; él de cumplir una promesa imposible de cumplir. Pero a veces los imposibles se alcanzan. Y él era experto precisamente en eso.
"Soy José el Peregrino". Nos dijo. "¿No os suena mi nombre?". Nos miramos y negamos con la cabeza. Y con la rapidez de un rayo sacó su móvil, abrió el navegador de internet, y usando el reconocimiento de voz pronunció de nuevo su nombre: "José el Peregrino". Al instante en la pantalla del móvil que puso en nuestras manos aparecieron decenas de enlaces con noticias sobre el personaje que teníamos delante. Alucinamos, a la vez que nos sentimos algo culpables por la desfachatez de no conocerle. Sin embargo, por educación, no quise pulsar en ninguno de los enlaces por no parecer un fisgón, aunque la curiosidad me mataba. ¿Por qué era tan famoso aquel personaje que nos había abordado? ¿Por qué llevaba diez años peregrinando? ¿Por qué le habían recibido el Dalai Lama y a los Papas Francisco y Benedicto XVI? Había conseguido despertar una enorme curiosidad en nosotros, como probablemente ya lo habría hecho en centenares de ocasiones anteriores en su largo caminar. Una historia quizás miles de veces contada en su ritual de peregrino, pero no por ello menos fascinante.
José es gaditano, del Puerto de Santa María. Trabajaba como cocinero de barco. En la Nochevieja de 1998, su barco "Revolución" naufragó en las gélidas aguas noruegas durante la captura del bacalao. El nombre del barco quizás presagiaba la rebelión interior que se le venía encima esa noche. Eran dieciséis los tripulantes de a bordo. Sólo él sobrevivió para contar la tragedia. Pasó nueve horas a la deriva bajo un frío insuperable, y junto a los cadáveres de dos de sus compañeros. Sólo él sabe lo que le vino a la cabeza durante esas horas eternas. En circunstancias así imagino que te centras en lo esencial de la vida. Probablemente se acordó de la familia, de los amigos, y de los momentos felices que quizás no volvería a vivir. Quizás también le vinieron a la mente los momentos compartidos con los camaradas cuyos cuerpos flotaban junto a él. Y probablemente ni le dedicó un segundo a pensar en la hipoteca, en el coche, o en su equipo de fútbol favorito. El sentir el aliento de la muerte en el cogote es lo que tiene: te dejas de tonterías, y te centras en lo esencial. Y probablemente así lo hizo: se olvidó de lo accesorio y sacó la parte divina que todos atesoramos, quizás a veces en lugares recónditos de nuestro ser. Recurrió a su fe y a su Virgen del Carmen. Creyó con todas sus fuerzas en que podía salir de aquel infierno. Y no cayó en la cuenta de que era imposible sobrevivir en unas circunstancias así. "Creyó", y con ello "creó" una realidad a todas luces inalcanzable. Da igual que lo hiciera él o lo hiciera la Virgen. Da igual que el milagro saliera de él o de fuera de él. Para él hubo un milagro, y debía ser agradecido si salía de aquello.
Después de ser rescatado no comió perdices. Pasó ocho meses de recuperación en el hospital, dos años en silla de ruedas, y otros dos años usando muletas para caminar. Pero José siguió creyendo que se recuperaría y que podría cumplir su promesa. Se lo había prometido a la Virgen. Y de nuevo, cuando uno "cree", "crea". Probablemente a pesar de que muchos le dirían en aquel entonces que era imposible. Probablemente a pesar de que le dirían que ya era suficiente con haber conseguido sobrevivir. ¡Como para plantearse cumplir con la promesa que le hizo a la Virgen empapado en medio del mar, a varios grados bajo cero, y rodeado de cadáveres! Pero a esas alturas, poco le podían explicar ya a José sobre la asignatura de los posibles o imposibles. Y desde entonces ha peregrinado por todos los lugares santos del planeta. Desde Palestina a Israel; desde la India al Tíbet; desde China a Rusia; pasando también por América del Norte y del Sur. Le preguntamos por Rocamadour, precioso paraje francés de peregrinación que conocimos durante nuestro viaje de novios. Nos alucinó su detalladísima descripción.
A esas alturas del relato ya estábamos "ojipláticos". No pude reprimirme y le pedí hacernos un selfie, como una quinceañera ante Justin Bieber. Después me ofrecí a hacerle llegar la foto, y como habría hecho Justin Bieber declinó mi ofrecimiento. No sé si por puro cansancio, por tantas y tantas imágenes y gentes acumuladas durante años de peregrinar, o por el deseo de pasar página de su etapa viajera. A fin de cuentas ese día colgaba por fin las botas. Por fin dejaría de depender de las monedas que le dieran caminantes y lugareños para el café de la mañana o para el vicio de los cigarros que no había podido quitarse. Dejaría de mirar si los supermercados tenían videovigilancia para poder hacer una "compra" mayor o menor con las escasas monedas de sus bolsillos. Dejaría de acarrear su pesadísima mochila con una tienda de campaña que le permitiera dormir en cualquier rincón, al no poder costearse ni el más lúgubre de los albergues. Era momento de volver a casa con su hija y con sus dos nietas. Cogería, eso sí, el trayecto más barato hasta tierras gaditanas por Portugal, que para eso tenía estudiados todos los precios.
José volvía a casa no sólo tras haber recorrido a pie todos los lugares santos del mundo. Volvía porque por fin en pocos días empezaría a cobrar una pensión. Me pareció tan insignificante esa palabra, "pensión", comparada con los imposibles que José había superado. Utopías y dependencias, fe y monedas, espíritu y materia, lo divino y lo humano...Nunca nos habíamos topado antes con un ser que encarnase tan a la perfección las dualidades humanas. Y no pudimos evitar pensar si José se adaptaría a su nueva vida en casa, junto a los suyos. A fin de cuentas la vida nómada es aventura, es libertad, es ausencia de horarios, de compromisos, de límites, de obligaciones... La vida en estado puro: sin planes, sin un mañana, sin hipotecas, pero con todo el dolor, la soledad y la dureza del camino. Vida en mayúsculas. Vida de un peregrino de verdad. De los de hace siglos.
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