martes, 11 de abril de 2017

Olor a incienso

Lunes Santo. Málaga. Una auténtica riada de gente se dirige al centro para vivir uno de los días grandes de la Semana Santa. Ni un aparcamiento en kilómetros a la redonda. Pero vale la pena que nuestros dos hijos pequeños vivan por una vez un momento que, lo queramos o no, forma parte de nuestras tradiciones. Cofradías con solera como el Cautivo, los Estudiantes y los Gitanos comparten noche. Y se nota: empujones, gritos, ajetreo desmesurado, nervios por doquier...
Logramos pertrecharnos en una esquina justo en el momento de la llegada de la cruz-guía. Centenares de penitentes de un blanco nuclear circulan ante nosotros, ante la mirada atónita de los amigos de nuestro hijo mayor, en directo desde Wyoming. La imagen les trae a la mente la batalla racial del Ku-Klux-Klan, más que el fervor religioso. Música solemne mezclada con vendedores de perritos calientes. Penitentes orando y soldados armados con metralletas acompañan al mismo trono. Rostros ocultos bajo capirotes, junto a políticos y mantillas que se exhiben sin pudor con sus báculos. Curiosos contrastes "semanasanteros".
Se acerca el Cristo mecido por los porteadores en un ritmo que hace que su túnica ondee al viento. Por momentos parecen unos andares humanos. El fervor crece en los parroquianos. Tras ese Cristo llega probablemente lo más impresionante de la noche: miles de personas en promesa escoltan apiñadas a ese trozo de madera que representa a Dios hecho hombre. Nuestra calle se convierte en un embudo ante una avalancha de gente de consecuencias impredecibles. Todas las personas que estábamos contemplando la procesión a las dos orillas de la calle nos vemos arrastradas por una muchedumbre. No hay espacio ni para respirar. Difícil saber qué hacer si hubiera una emergencia. De hecho tres horas después y a poquísimos metros de donde estamos tiene lugar una avalancha con heridos. Durante tres cuartos de hora somos rehenes de la situación. Imposible moverse ni para delante ni para atrás, mientras desfilan ante nosotros rostros con la amargura y preocupación que les lleva a hacer el recorrido descalzos, con una cruz a cuestas o con los ojos tapados. Imposible no sentirse conmovido ante ese sufrimiento ajeno. Pelos de punta. Junto a ellos personas que también van de promesa pero con otra intensidad, y casi como el que va al fútbol: con su cervecita, sus gusanitos y su bocata de chorizo.
Por fin pasa la procesión y las calles se convierten en un enorme manto de botellas, latas y plásticos de todo pelaje. Nadie diría que allí ha habido un despliegue de religiosidad. Más se parece al escenario de un concierto de heavy metal o a un derby liguero.
"Fantasmas" del artista Kader Attia, en el Museo Pompidou de Málaga
De vuelta a casa no podemos evitar acordarnos de una obra de arte que vimos hace poco en el museo Pompidou, también de Málaga. En ella el artista Kader Attia muestra en una enorme sala a ciento cincuenta esculturas de tamaño natural realizadas con papel de aluminio. Impresiona llegar a la sala y ver ese grupo de personas en actitud orante. Bien podrían estar orando a un dios cristiano, musulmán o hindú. O bien podrían ser de los millones de personas que adoran a su líder político, musical o de youtube. O quizás también de aquellos que viven por y para su smartphone, sus redes sociales o el último gadget tecnológico. Pero lo que impresiona todavía más de esa obra de arte es llegar al otro extremo de la sala y observar que esa pequeña muchedumbre de figuras brillantes están completamente vacías por dentro. Enorme reflexión.
Desconozco cuántas de las miles de personas con las que nos topamos ayer vivían de verdad la fe y el fervor religioso que se supone que se celebra en estas fechas, y cuántas vivían un folklore o un espectáculo más de los que vemos en la tele. Desconozco cuántas personas se congregaban por tradición, porque lo han vivido así toda la vida, o porque es un espectáculo de masas con una fuerza inconmensurable. No soy quien para juzgar a nadie. Pero al mismo tiempo no puedo evitar pensar qué podrían conseguir tantísimas personas si, en lugar de festejar la fe mirando o siguiendo a un muñeco simbólico, pusiesen toda esa energía que sentimos ayer en cumplir lo que aquel Jesús al que representa esa talla propugnaba: "amaros los unos a los otros como yo os he amado". Sería imposible parar una energía creadora de tal magnitud con tantísima gente remando a favor de un mundo diferente para vivir, o que descubriese que creyendo son capaces de crear. Por desgracia, lo de anoche iba poco de eso y más de un espectáculo que, sin duda, vale la pena vivir alguna vez.
Aunque me gusta la luz del papel de aluminio y el olor a incienso, reconozco que prefiero cuando la estatua es de carne y hueso, no está vacía por dentro, y tiene un corazón que late de verdad y por el prójimo. Prefiero los que se creen el mensaje y dan de comer al hambriento; o los que acogen al que no tiene techo; o los que trabajan por la paz. Sobre gustos no hay nada escrito. Y los prefiero a los que se dan golpes en el pecho públicamente para conseguir un milagro para ellos. Prefiero los que creen que "Dios es yo, y yo soy Dios, en la medida en que me olvide de ser yo". Son gente que se ha dado cuenta que ese mundo diferente no habita en iglesias, en tronos o bajo palios. Habita en cada uno de nosotros si nos olvidamos de nuestros respectivos reinos de taifas y caprichos, y nos hacemos UNO con el otro. Y ahí no hay que traficar con promesas a cambio de milagros con alguien que está fuera de nosotros. Ahí el milagro lo hacemos nosotros mismos. A veces la procesión va por dentro. Ojalá que cada vez sea más así.

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