Descubrir Viena por primera vez en Navidades es algo mágico. Aunque no tuvimos nieve, sus mercadillos navideños, el ambiente de las calles, y los coches de caballos con sus cocheros ataviados como en el siglo XIX te trasladan a otra época. Meterte en uno de sus míticas cafeterías a degustar un café con un pastel cuando fuera hay seis grado bajo cero tiene un encanto especial. Y si a eso le unes lo muchísimo que disfrutamos de la música a un precio irrisorio, el plan vienés nos salió de lujo. Asistir a un ballet en la Ópera Estatal de Viena con entradas de pie, disfrutar de Strauss en el Koncerthaus de la Filarmónica, y escuchar las Vísperas de la Catedral de San Bernardo con orquesta, coro y su órgano centenario es algo excepcional. También lo es conocer los Palacios de Hofburg, Belvedere y Schönbrunn, y la historia de la Emperatriz Sisí in situ. Está claro que, a veces, cuanto menos se planifican las cosas, y más te dejas llevar por las circunstancias, mejor salen los planes. Aferrarse a una planificación genera rigideces que a veces convierten una escapada en una frustración. Y nuestro plan fue tan inesperado que el resultado ha hecho de este viaje uno de los más especiales de nuestra vida.
Sin embargo, debo reconocer que cada vez valoro más otro tipo de cosas cuando recorremos mundo. Y de esas tuvimos todavía más en nuestra aventura austríaca. Están bien los monumentos, los parques y los atractivos turísticos, pero reconozco que todo eso sin el contacto humano sabe a poco. Por eso lo de Viena fue aún más especial. Todo cuadró de tal manera que resultó alucinante.
El avión, el tren y el metro fueron tan puntuales que ni nos lo creíamos. Llamamos a la puerta de la señora Rumpf, y con una sonrisa enorme y un inglés muy "chapurreado", nos dio las llaves del apartamento de Zsuzsi y Peter, tras su mágica invitación. Subíamos con una sensación extraña: como esa que uno tenía de pequeño al abrir la puerta del salón en la mañana de Reyes: deseando encontrarte un montón de paquetes envueltos con papel de regalo, pero con el sustillo de poder cruzarte con sus majestades en plena faena. Abrimos la puerta y aunque nuestros amigos no estaban, impregnaron de su presencia nuestra llegada. Habían dejado dos pares de alpargatas con un gran corazón dibujado y un enorme "Welcome" escrito dentro. En España, cuando llego a casa, siempre me quito los zapatos y me calzo mis pantuflas. Es un ritual que me introduce en el calor del hogar. Y que nuestros amigos hubieran tenido ese detalle como gesto para que nos sintiéramos como en casa, me pareció de una hospitalidad entrañable. Pero ahí no quedó todo: se habían dedicado a ponernos post-its por toda la casa para que usáramos todos los ingredientes y productos que necesitáramos sin miedo a que su etiqueta en alemán nos disuadiera. Y habían llenado el frigorífico y la encimera para que no desfalleciéramos durante esos días navideños de tiendas cerradas. Todo dispuesto para pasar unos preciosos días "de novios", que tuvieron su colofón cuando pudimos disfrutar de la compañía de nuestros anfitriones los dos últimos días, e incluso nos hicieron una visita guiada y personalizada a la ONU, donde trabaja Peter. Es curioso cómo las almas hospitalarias y generosas atraen el cariño. Imagino que Zsuzsi y Peter lo tienen a raudales. Ahora tratamos de "picarles" por whatsapp con fotos de nuestra Navidad veraniega, a ver si conseguimos animarles para que vuelvan a visitarnos. La hospitalidad resulta contagiosa.
Como imagen de estos días me quedo con la de la cena de Nochebuena. Fue tan sencilla como idílica y romántica: una mesita en la cocina con un mantel navideño, una lamparita de 7 velas, una sopa de patatas y zanahorias recién hecha, y una ensaladita de tomates cherries. Todo ello vivido en Skype a tres bandas entre Londres, Wyoming y Viena. Nunca tuve la sensación de estar tan cerca de mis hijos estando tan lejos. Nunca una cena en pareja fue tan familiar y multitudinaria. Nunca los ausentes se hicieron tan presentes. Será que el amor poco tiene que ver con la distancia medida en kilómetros.
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