Ayer tocaba despedirse de la temporada de playa. Era la cuarta o quinta despedida: siempre encontramos una escapadita más en este septiembre para disfrutar de playas casi desérticas y atardeceres inigualables. El mar rugía. Una diminuta luna creciente y un gigantesco sol en retirada dibujaban un paisaje de photoshop. Sin embargo, curiosamente, el protagonismo no lo tenía semejante postal veraniega. Un joven de algo menos de treinta años disfrutaba de las olas justo unos pasos antes de que éstas rompieran con enorme estruendo. Al principio apenas le presté atención. Los adultos retomamos la infancia en un buen día de olas. Él debía estar disfrutando de una momentánea infancia ante el fragor del oleaje, como yo. Pero ya en secano, me percaté de que el chaval debía tener algún tipo de trastorno mental. Apenas se movía de la misma posición, estratégicamente calculada para que las olas no le rompiesen encima. Sólo un pasito adelante o atrás, acompañado del aleteo exultante de sus brazos, y de unas risas tan bulliciosas como solitarias. Sus padres, de mediana edad, le contemplaban complacientes bajo su sombrilla, a pesar del peligroso oleaje.
Pasaron las horas y pasaron decenas de bañistas por la orilla. Él seguía igual de pletórico, en una euforia sin límite, ajena a cualquier comentario maledicente o a sentirse señalado. Su cuerpo se mecía rítmicamente al compás de las ondas marinas, y resultaba una estampa ciertamente poética ante esa pequeña luna y ese cielo tan rosado. Sin duda se sentía UNO con esa naturaleza salvaje que le envolvía. Ni una sola ola le embistió en las tres horas que disfrutamos de su jolgorio. Quizás por la ausencia de miedo, que ya se sabe que te hace más libre.
El atardecer calmó las aguas y trajo una notable bajada de temperatura que nos obligó a abrigarnos para contemplar los últimos rayos de sol, mientras él seguía inmune a las dualidades del frío o calor. Los últimos bañistas recogimos nuestros enseres antes de que se hiciera noche cerrada.
Para muchos ese chaval estaba loco. Pero yo le veía más conectado a la esencia de la vida que muchas personas cabales y con kilos de títulos académicos a sus espaldas que conozco. No pude evitar pensar que quizás quien estaba loco no era él sino este mundo.
Reconozco que me quedé con ganas de saber cómo salió del agua, y si sus padres le tuvieron que animar a ello. Prefiero pensar que aún sigue allí dando sus saltitos, sin importarle si hace frío, si hay que trabajar mañana, o si la gente le señala por sus aspavientos, gozando en plenitud de su presente y de la naturaleza. Nosotros teníamos frío, teníamos que trabajar hoy, y no era cabal quedarse mucho más rato.
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