Mi hija es una sirena. No tiene en su cuerpo escamas, ni cola, ni aletas. Pero no conozco a un ser humano al que le guste tanto nadar o sumergirse en el agua. Ya con 2 años, casi sin andar aún, le encantaba que la sumergiese en lo más profundo de la piscina para sacar a la superficie algún objeto que yo le tiraba. Con 5 años la apuntamos a la piscina municipal, y empezó con sus primeros entrenamientos medio serios. ¡No he visto un ser más pequeño con una autodisciplina más grande! ¡Daba gusto verla en su papel de nadadora "pofesional"!
Sin embargo, llegó la primera competición seria. El pabellón estaba "a rebosar". El griterío de los niños nadadores y de las familias animadoras era ensordecedor. Le llegó el turno de saltar a la piscina. Sonó la bocina y saltó con tanto entusiasmo que se le salieron las gafas de bucear. Cuando logró salir a la superficie estaba totalmente desorientada. No sabía si nadar en una u otra dirección. Parecía un "patillo mareado". Se golpeó en varias ocasiones con los corchos separadores de calles. Cuando el resto de niñas ya habían llegado a meta, a ella aún le quedaba un buen rato. Se generó un silencio cómplice con ella, y cuando por fin llegó a meta, la ovación colectiva premió su tesón. Ese es un detalle que siempre me ha gustado: incluso los padres más competitivos son capaces de ovacionar y apoyar a los chavales que llegan en última posición muy alejados de los primeros puestos.
A pesar de que había sido más aplaudida que las ganadoras del torneo, aquella anécdota marcó a mi hija. Se sintió ridícula, y empezó a sentir un miedo escénico que empezó a afectarla. Intentamos tranquilizarla. No nos interesa lo más mínimo la competición, pero sí que sepa plantarle cara a las dificultades, o al menos lidiar con ellas. Las siguientes competiciones fueron un suplicio: se apoderó de ella el pánico recordando el episodio de las gafas en su primera competición, y pedía no participar aunque había estado entrenando con ahínco. Quizás unos padres protectores la hubieran quitado de inmediato de natación. Pero huir de la dificultad debilita a nuestros hijos para el futuro. Creemos que más que proteger a sus hijos, los padres deben acompañarles para que aprendan a protegerse, y volar ya solos cuando les toque. Y eso es lo que hicimos, aunque sin duda hubiera sido más fácil darla de baja en natación.
Ahora ella tiene 9 años. Se acuerda de aquel episodio de las gafas con orgullo, como una gran prueba superada en su vida. Ha aprendido que se puede avanzar por la vida incluso si se te caen las gafas y te sientes desorientado; que las pruebas más difíciles nos hacen más fuertes; y que el miedo al ridículo, al "qué dirán" o al fracaso es el mejor maestro para educar nuestra determinación.
Este verano fue medalla de Andalucía de natación, y hoy ha tenido una recepción en el Ayuntamiento por ese motivo. Sus entrenadores creen que podría tener futuro como nadadora profesional, pero continuará con la natación si sigue disfrutando con ella. Las exigencias de la alta competición y el afán por ganar obligan a renunciar a otras inquietudes. Y eso no le interesa a ella, y menos a nosotros como padres. Ella podrá ser lo que se proponga en la vida, como sus hermanos. Sólo tiene que visualizarlo en su mente y en su corazón, con o sin gafas.
Excelente post! y muy tierna y motivadora experiencia.
ResponderEliminarTienes toda la razón, la idea de abandonar por un "accidente" no es razón para darse por vencido.