jueves, 23 de febrero de 2017

Descalza

Dicen que para ponerse en lugar de alguien hay que meterse en sus zapatos. Por eso Ilse va descalza. Y lo ha hecho durante los últimos tres meses recorriendo más de 1.200 kilómetros.
¿Qué hace una joven belga de 34 años recorriendo España descalza desde Barcelona a Gibraltar con su hija de casi 3 años a cuestas? Una locura, sin lugar a dudas. Pero también ponerse en la piel de los niños keniatas a los que quiere ayudar con su gesto. Ahora sabe bien lo que es andar cientos de kilómetros sin calzado y con heridas y llagas que tardan en curar. Ahora sabe lo que es pasar hambre, frío y miedo en las circunstancias más extremas. Y con ello ha logrado concienciar a muchos medios de comunicación y personas de varios países, recaudando fondos para comprar comida y calzado para centenares de niños de África. Nunca viene mal recordar que los pequeños gestos de amor y solidaridad parecen locuras porque son escasos, pero son los que engrandecen al ser humano.
Cuando mi amiga Ana me avisó de la iniciativa de Ilse, y de que en pocos días pasaría por Torre del Mar, quisimos acogerla en casa de inmediato. No pudo ser  entonces. Pero una vez superado su gran reto, quiso venir a descansar unos días con nosotros tras su periplo. Y hemos compartido unos días deliciosos. Su hija Helinah posee algo mágico, no sólo por su vitalidad y por su capacidad de comunicarse en 4 idiomas siendo tan pequeña, sino por la belleza interior y exterior de su mestizaje. Tyrone les ha acompañado también descalzo en las etapas finales desde Málaga a Gibraltar. Es también joven pero atesora una sabiduría de siglos detrás de su larguísima barba y melena. Ha hecho de la intuición y la magia su estilo de vida. Por ello ha recorrido 16.000 kilómetros desde Australia en más de 40 horas de viaje, para estar con su amiga en estos momentos importantes para ella. Este hombre desprende amor por donde pasa. ¿Y qué decir de Ilse? Parece todavía más joven de lo que es.
Quizás por su sencillez. Quizás por su inocencia. Quizás porque mira a la vida de frente y sin miedo. Y la ausencia de miedo da libertad y viene muy bien para el cutis. También viene bien para los corazones de quienes te observan. Apenas han usado la tienda de campaña que llevaban, ya que les han abierto las puertas de par en par y las han sentado a la mesa de decenas de hogares. Y por si hay algún miedoso en la sala, no han tenido el más mínimo percance: nadie que se propasara; nadie que les haya robado; nadie que las haya tratado mal. Simplemente dejarse fluir por el camino que tenían delante. Como la vida misma. Pero no todo han sido algodones, como en la vida misma. Pensó varias veces en abandonar cuando se topó con la ola de frío cargada de lluvia, truenos y nieve. Tampoco todos los terrenos han sido aptos para pies descalzos: las rocas y el duro asfalto también han hecho de las suyas. Pero quizás lo más duro para ella haya sido la espalda, de la que aún se resiente. Llevar a la niña a cuestas junto con el resto de la carga es una dolorosa prueba, quizás tanto como la maternidad en circunstancias tan extremas. Pero incluso cuando los peores momentos se ceñían sobre ellas, aparecía un milagro que les animaba a no desfallecer. A veces una mano amiga en forma de caravana de repostaje. A veces una billetera anónima extraviada cuando el bolsillo estaba vacío. Y muchas veces con el calor de tantos y tantos hogares que las han incorporado a su familia, incluso en plena Navidad.
Abrir las puertas de casa a Ilse, Helinah y Tyrone ha sido todo un regalo para nosotros. Por supuesto volveremos a vernos, sea aquí, en Bélgica o en Australia. Y por supuesto nos haremos cómplices activos de su locura. No hay nada como descalzarse y sentir en su inmensidad el maravilloso milagro de la vida.



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sábado, 18 de febrero de 2017

Cuando faltemos

La actualidad no pinta bien. Los que necesitan ver un futuro despejado no están de enhorabuena precisamente. Los Trump, los Brexits, los enfrentamientos nacionalistas y geopolíticas, y la desconfianza hacia "el otro" parecen "el pan nuestro de cada día". Es como si el terreno que pisábamos hasta ahora desapareciera bajo nuestros pies. Y los que somos padres no podemos evitar pensar qué será lo que les tocará vivir a nuestros hijos. ¿Qué mundo habitarán?
A algunos padres les entra el pánico. Tenemos amigos muy preocupados por ese futuro para sus hijos. Tanto, que a veces no pueden ni dormir. Andaban muy inquietos antes del panorama actual, así que ni imaginamos cómo estarán ahora. No quieren equivocarse en la carrera que elijan para ellos, buscando la salida laboral más segura. A otros no les da la vida para tratar de acumular pisos, casas o fincas, que luego repartir entre sus hijos, y con ello procurarles un seguro ante las inclemencias del futuro. Una carrera segura de la que vivir. Unas propiedades que te mantengan a flote. Pero ¿de verdad nos creemos que el dinero o las cosas materiales son las que nos van a salvar en las situaciones más extremas? ¿No será quizás que las situaciones más extremas nos igualan a todos, tengamos o no dinero y tierras? ¿No será que es  ahí donde podremos desplegar otros recursos y habilidades menos tangibles pero quizás mucho más valiosas? E incluso sin llegar a ese precipicio: ¿y si esas carreras o esas propiedades se acaban convirtiendo en unas cadenas que aprisionan a nuestros hijos durante cuarenta o cincuenta años? ¿Y si una hipotética herencia lo único que consigue es avivar rencillas entre hermanos, como tantas veces sucede por desgracia? Para ciertas almas libres, una carrera con salida segura o una suculenta herencia puede convertirse en la peor de las cárceles. Y los padres, encima, frustrados o hundidos por haber dedicado todos los esfuerzos de una vida a algo que, a la postre, hace de sus hijos unos infelices.
Poner el dinero en el centro de la vida de nuestros hijos, y que su existencia gire en torno a él quizás no hace sino prolongar esclavitudes de generación en generación. Por mi trabajo en una oficina de empleo, observo con estupefacción cómo la vida de miles de personas gira alrededor de una llamada de teléfono para que les contraten unos días de peón o les concedan un subsidio por unos pocos meses. Todo por unos pocos euros puntuales. Los dones y talentos de tantas personas, y su capacidad para generar redes de apoyo mutuo y sinergias, tirados a la cloaca de forma masiva e institucionalizada. Y miles de personas pendientes de que "Papá Estado" les salve. Afortunadamente hemos vivido ejemplos maravillosos de todo lo contrario , bajo las mismas circunstancias.
Entonces, ¿en qué invertir para allanarles el camino a nuestros hijos? Cuando la cosa se pone cruda, lo material no hace sino lastrarnos hacia las profundidades. Poner el dinero en el centro de nuestras vidas y la de nuestros hijos es la apuesta mayoritaria, pero incluso desde una perspectiva lógica, resulta absurda. Si el mundo se fuera "a la porra" y hubiera una catástrofe, una guerra o una estampida masiva, invertir en relaciones sería lo que nos podría salvar. Invertir en flexibilidad, en empatía, en tolerancia, en movilidad y en interculturalidad podría ser nuestro salvoconducto si tuviéramos que coger el "petate" y salir corriendo a descubrir mundo. Invertir en lo más intangible y sutil de nuestro ser interno sería nuestra tabla de salvación. Porque quizás toque adaptarse a situaciones precarias y ser capaz de ser feliz en ellas. Porque quizás toque trabajar "codo con codo" con el otro, con el diferente, con el de otro sitio, y vivir en armonía y paz con él a pesar de nuestras diferencias. Porque quizás toque hacer de cualquier sitio alejado y de personas totalmente desconocidas nuestro hogar. Y quizás ahí poco nos va a ayudar nuestra herencia, nuestra carrera para toda la vida, o nuestra saneadísima libreta de ahorros. Quizás ahí sea vital tener o construir relaciones fuertes, duraderas y de confianza con gente que nos abriría las puertas de su casa y de su corazón ante la adversidad.
Cada vez conocemos más gente que decide cortar en parte con esa dinámica materialista tan mayoritaria, aunque les tilden de locos o de irresponsables. Y casi siempre se les hace la misma pregunta: "¿Cómo llegáis a fin de mes?" Una pregunta que inmediatamente te obliga a pensar en sueldos mínimos para un cierto status. Pero la pregunta correcta debería ser: ¿Cuánto quieres invertir en trabajar por dinero, según el tipo de vida que deseas llevar? ¿Cuánto quieres invertire en ganar dinero y cuánto a trabajar por los demás, por otro mundo diferente, por tus dones y talentos, por dar otras referencias a tus hijos, o por construir relaciones duraderas? Quizás más que asegurar dinero para los hijos, deberíamos preferir facilitarles capacidad de adaptación, flexibilidad, inquietud por aprender, por relacionarse, por viajar y por adaptarse con facilidad y felicidad a las circunstancias que la vida les ponga delante, aunque sean las más extremas. Y curiosamente, en ese camino siempre surgen posibilidades y lugares a los que acudir y en los que ser acogidos si hiciera falta. Hablamos por pura experiencia.
Puede que haya llegado el momento de ser prácticos con respecto a los hijos. Por si acaso. Para cuando faltemos. Vaya o no la cosa a peor. Pero a lo mejor toca replantearse qué es "ser prácticos". Por si acaso. Para cuando faltemos. Vaya que nuestra apuesta pudiera hacer de ellos unos infelices.

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viernes, 10 de febrero de 2017

Comparaciones

Hay frases que repetimos como papagayos durante años. Y de tanto repetirlas nos las creemos. O peor: pensamos que ya las dominamos. Una de esas frases es la de: "las comparaciones son odiosas". Casi cuarenta años después creo haber empezado a entender qué significa.
Siempre pensé que lo odioso de las comparaciones radicaba en hacerle daño al otro. Si te comparabas con él en altura, en velocidad o en las notas de las asignaturas del "cole", le estabas haciendo daño, o estabas siendo maleducado o políticamente incorrecto. Hoy me he dado cuenta que eso es sólo una parte del pastel. Y probablemente la más pequeña. Lo verdaderamente odioso de las comparaciones tiene que ver con nosotros mismos, con el daño que le hacemos a nuestro ser interno. Nuestro post de hace unos días "Bajar de los altares" hablaba también de ello, y de cómo tendemos a idealizar y a compararnos con los otros, o a ansiar lo que vemos en el escaparate ajeno en lugar de desempolvar lo que tenemos en el propio. Parece que a muchos les removió, a juzgar por las respuestas recibidas.
Mi hija es pura alegría, pura vitalidad, pura energía desbocada. Pero hay días que nos da el almuerzo al llegar del colegio. Y casi siempre viene provocado por una comparación: "me han dicho que soy más bajita que..."; "fulanita me ha hecho menos caso a mí que a ..."; "me han puesto menos nota que...cuando yo había estudiado más...". Comparaciones, comparaciones, comparaciones.  Nuestra vida está llena de ellas. Y son muy frecuentes entre los iguales, los hermanos. Pero también entre el resto de "iguales": vecinos, compañeros de trabajo, amigos... Quizás porque creemos que es la forma de conformar nuestro hueco en esta vida. O quizás porque nos pasamos la vida buscando el cariño o la atención ajena, y pensamos que debemos merecer esa atención siendo más altos, más guapos, más rápidos o más aplicados; o dando pena porque somos más feos, más débiles, más lentos o más torpes. Cariño y atención a cambio de admiración o de lástima. Así de sencillo.
Quien haya visto alguna vez "Super-Nanny" en la tele o tenga hijos sabe que no hay mayor arma de educación masiva que la atención al niño. Ni castigos, ni regañinas, ni bofetones. La atención y el cariño es la mejor forma de encauzar el comportamiento de un niño. Porque es lo que todos buscamos desde pequeños, como parte de nuestro ADN. Y si vemos que no lo recibimos como nos gustaría, empieza nuestra cabecita a comparar y a ingeniárselas para conseguirlo. Es puro mecanismo de supervivencia. Pero a veces puede llegar a amargarnos la existencia si no somos capaces de tomar los mandos de ese mecanismo.
Podemos creer que esto es una cuestión de niños. Pero nada más lejos de la realidad. Sigo oyendo a adultos muy "talluditos" hablando de cómo a ellos les hacían menos caso que a sus hermanos de pequeños; cómo les regañaban más; o cómo todos les veían como el patito feo de su casa. Y no sólo lo expresan, sino que les ves en los ojos o en el tono esa espinita clavada de hace cuarenta o cincuenta años, a pesar de que aquello quizás ni siquiera sucedió así, como le pasa a mi hija. Pero queda ahí, de forma indeleble, en algún rinconcito de tu alma. Corroyéndote por dentro. Reviviendo ese dolor día sí y día también. Porque, como sabemos, no hay una realidad sino tantas como cabecitas. Y por eso aún hoy sigues dejándote llevar por las comparaciones más absurdas: que si mi gripe es peor que la tuya, que si mi agenda es más complicada que la tuya, que si mis gastos son peores que los tuyos...
Igual que la frase de las comparaciones odiosas, hay libros e ideas que marcan nuestra existencia. Quizás de un autor o de un filósofo más o menos conocido, cuyas reflexiones nos han guiado alguna vez en momentos de zozobra y tribulación. Mi filósofo favorito es una mujer. Y comparto con ella todas las noches el edredón. Hace unos treinta años también me compartió una frase que puede guiar toda una vida. En aquel entonces no entendí nada. Y hasta hace pocas fechas no he empezado a degustar su hondo significado: "Estamos solos en este mundo". Aquella frase así, sin anestesia, y en plena pubertad, con las hormonas desbocadas, y enamorado hasta las trancas de aquella chavala que la acababa de pronunciar, me pareció tan enigmática como incomprensible. Especialmente porque justo estábamos empezando nuestra relación, y en lo que menos pensaba era en la soledad que ella parecía expresar. Lo dejé aparcado como ese crucigrama indescifrable que siempre se te resiste. Pero esa frase la hemos compartido ella y yo muchas veces en estos años, y ha ido desplegando su esencia. Por suerte o por desgracia los seres humanos somos unos auténticos mendigos de aprecio, de reconocimiento y de cariño. Y ello nos lleva a prostituir nuestra auténtica esencia divina con tal de que te acojan en el rebaño. Y acabas apagando ese pedazo de luz natural que todos llevamos dentro para usar la misma linternita que los demás. Y en esas comparaciones trabajas como los demás; vas de vacaciones como los demás; te compras el coche o la casa como los que te rodean; comes lo mismo que comen los demás; y te sometes a las normas no-escritas que esa comparación con los demás dicta. Pero en el fondo estás solo o sola. Y llega siempre, absolutamente siempre, un momento en la vida en que te das cuenta que tanta comparación era absurda. Que no hay nada ni nadie que te pueda reconocer, apreciar o querer como tú mismo/a a ti mismo/a . Y que renunciar a todos tus dones y talentos por esa comparación permanente y perpetua es no sólo absurdo, sino que te aboca a la frustración, a la decepción y al sinsentido. ¿Para qué me he comparado tanto durante toda mi vida si en realidad estoy solo? ¿Para qué he buscado tanto el tesoro del afecto ajeno, cuando lo tenía dentro de mí?
Estamos solos, aunque nuestra agenda y nuestro facebook echen humo. Hacernos conscientes de ello nos debe animar a la actitud más optimista y positiva del mundo. Porque nos confronta con nuestra propia esencia. Con nuestro ser más real y auténtico. Y nos anima a no ser simplemente una copia barata de lo que vemos a nuestro alrededor por pura comparación. Estamos solos, y paradójicamente, darnos cuenta de ello, nos puede convertir en el mejor y mayor regalo para los que nos rodean.

(FOTO: Samuel y Eva, dos hermanos jugando y comparando sus "chuches" en una playa de Almería)

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viernes, 3 de febrero de 2017

Alfombras rojas

Hay noches en las que, no sé por qué, me despierto con algunas ideas rondando en la cabeza. Al principio, cuando esto me ocurría, solía enfadarme  por no poder volver a conciliar el sueño. Desde hace algún tiempo, sin embargo, he aprendido que son momentos para la reflexión y el aprendizaje. Son momentos de lucidez que me permiten crear un cuento o explorar ideas y conceptos en la quietud de la noche, algo imposible en el ajetreo del día a día. Esta noche no podía parar de pensar en la idea de los protagonismos y la vida.
Ya sé que no estamos para tonterías, ni "comeduras de coco", ni para ahondar en conceptos metafísicos ni "rollos" de esos… La vida apremia y hay que ser prácticos; sobre todo si hay que llevar para adelante una familia. Pero me temo que esta idea tiene más enjundia de lo que a primera vista parece.
A todos nos encantan las películas y tendemos a admirar a los actores protagonistas y a sentirnos identificados con los personajes principales de las historias que interpretan. Sin embargo, ¿cuántas veces nos hemos planteado que la historia más importante, vibrante y emocionante que vivimos es nuestra propia historia, nuestra propia vida? Pues resulta que observando lo que ocurre, me he dado cuenta de que muy pocas personas son realmente los protagonistas indiscutibles de sus propias vidas. Existen realmente dos tendencias importantes. 
Por un lado, aquellas personas que necesitan ser protagonistas de las vidas de otros. Necesitan brillar en historias ajenas, porque en la suya propia no hay flashes ni autógrafos. Pero ésta es una fama inmerecida y efímera. Y, además, resulta a mi parecer, un tanto extenuante, ya que debe resultar bastante cansado estar haciendo “castings” constantemente para resultar ser elegido/a protagonista.
En otro grupo están aquellos que necesitan protagonistas en sus historias de vida, ya que se ven incapaces de llevar a cabo ese papel. Prefieren el de actor secundario. Pero esta actitud también tiene su desventaja, que no es poca. En este caso, me temo, que el gran beso se lo lleva otro u otra.
En uno y otro caso subyace además algo muy sutil, pero crucial: la responsabilidad de las decisiones y actos. En ambas posturas esa responsabilidad se diluye porque, en el fondo, los implicados no la sienten como suya. En el caso del buscador de “castings”, éste  sólo ocupa un papel durante un tiempo, las decisiones que tomó en esa historia, las opiniones y reacciones no le pertenecen, son sólo del guión para hacerse protagonista. Al fin y al cabo esa historia no es la suya: que cada palo aguante su vela. Aunque si la historia  tiene final feliz, aquí bien que hay que reclamar alfombra roja y, como mínimo un Goya. El actor secundario, por su parte, también rehuye de sentirse responsable porque delega las decisiones en otros y, por ende, el resultado tampoco lo siente como suyo. Si algo sale mal, no es culpa suya, es que el actor protagonista es muy malo y le hace sombra.
Yo creo que ser protagonista de la propia historia es duro, difícil y requiere mucha paciencia y trabajo. Hay que repetir escenas una y otra vez hasta que salen bien. Hay que romperse brazos y piernas en las tomas arriesgadas, y llevarse más de un "mamporro" en las peleas. Hay que llorar en los momentos en que uno pierde la batalla, cuando se aleja el ser querido, cuando cruzamos Mordor o cuando flaquean las fuerzas. Hay, como en toda buena historia que se precie, muchos momentos en los que una se siente profundamente sola y perdida. Pero eso hace precisamente a esa historia merecedora de ser leída, de ser interpretada, de ser vivida. Y si bien hay momentos duros, producto de tus decisiones, los momentos dulces saben aún mejor porque son profundamente tuyos. La victoria, el tesoro, el beso se convierten en hitos inolvidables.
Hay también luchas encarnecidas con los buscadores de “castings”, que buscan ocupar tu papel; y con los actores secundarios, que llegan a ofrecerte "el oro y el moro" para que seas el protagonista de sus historias. Pero yo  lo tengo claro:
 “And the Oscar goes to”…… ME.

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(FOTO: Alfombra roja en la calle Larios de Málaga durante el anual Festival de Cine de esta ciudad)